En psicología, el síndrome del nido vacío es el nombre que se le da a la respuesta interna que experimentan algunos padres cuando sus hijos dejan el hogar. Es un cambio que puede (o no) llegar de golpe. Un cambio que viene acompañado de un cúmulo de sensaciones distintas y, de alguna manera, nuevas; que requiere tiempo y una cierta “digestión emocional” para poder procesarlo.
Los estudios señalan que el síndrome del nido vacío se presenta con mayor frecuencia en mujeres. Por ejemplo, según el Equipo de Psicología de EGR, esto se relaciona con que “uno de los principales roles que, tradicionalmente, ha desempeñado la mujer ha sido el de cuidadora”, por lo que la salida de los hijos puede dejar una sensación de vacío difícil de cubrir.
Esta etapa de reajuste, de empezar de nuevo, suele cruzarse (o chocarse) con otros cambios grandes en la vida. EGR asegura también que el síndrome del nido vacío muchas veces coincide con la llegada de la menopausia, la jubilación o, incluso, la muerte de los padres. Todos estos momentos traen consigo transformaciones físicas, emocionales y una revisión sobre lo que cada uno ha sido y es.
Y, como es normal, surgen preguntas, miedos y una buena dosis de incertidumbre sobre lo que sigue.
¿Cuáles son los síntomas de este síndrome?
Aparecen como protagonistas la tristeza, la ansiedad o la sensación de soledad. A veces todas juntas, a veces por separado, y siempre desordenadas. Esto se explica porque, como ocurre en otros procesos de duelo, no hay tiempos definidos para experimentar una emoción ni una forma obligatoria de atravesar la pérdida. Eso, claro, hace más difícil anticipar cómo se va a vivir cada día.
De allí que la rutina también se encuentre afectada. Existen padres, madres y cuidadores que dedicaron su vida a ese trabajo: a ser y crecer junto a sus hijos. Era su rol, su pasatiempo y su proyecto a futuro. Cuando se van, junto a ellos también se extravía un “pedacito” de sentido, de la identidad que durante muchos años se construyó dentro de una estructura familiar. Ese árbol genealógico no se está podando ni cortando, pero sí deja de organizar la vida de la misma manera. El síntoma del que hablamos es el desorden, el no hallarse fuera del hogar y sus tareas.
Como respuesta a esos cambios, hay quienes duermen poco, quienes se despiertan varias veces durante la noche por los pensamientos que merodean o, por el contrario, quienes duermen más de lo habitual para evitar enfrentarse a la cotidianidad. Además, los cambios de ánimo son impredecibles. Puede haber alteraciones en el apetito (horarios, gustos, cantidad), sensación de “no ser útil” y aislamiento.
Lo que se puede hacer para llevar el duelo
Hay volver a mirarse. Nunca es demasiado tarde —aunque suene cliché— para reconectar con la pareja, para retomar intereses o sueños personales, para reactivar vínculos que quedaron en pausa durante los años de crianza.
La motivación podrá ser baja al principio, pero no se trata de llenar la agenda de compromisos para “matar el tiempo”, sino de volver a ocuparlo desde otro lugar y desde la autonomía. Es posible leer un libro, salir a caminar, dormir hasta tarde, comprar ropa nueva (o sacar la vieja), dedicar tiempo a actividades que habían quedado postergadas o sueños que se guardaron para “un momento especial”.
También es una tarea poder reconocerse más allá del rol de madre o padre, un lugar que no se pierde ni se pone en duda, y que sigue formando parte de la identidad aunque los hijos se instalen al otro lado del globo terráqueo. Antes de la crianza, hubo intereses, deseos y anhelos propios que no desaparecieron, sino que se desplazaron en la lista de prioridades sin ser muy conscientes de ello. Recuperarlos no implica reemplazar el vínculo con los hijos, sino volver a darles espacio en una etapa distinta de la vida.
También debe tener en cuenta...
La experiencia puede vivirse con la intensidad de una pérdida, aunque no haya una ausencia física. En psicología se habla de un abandono simbólico. Es un cambio que puede doler y desordenar, y no hay nada anormal en que así sea.
A veces, estos procesos superan los recursos personales y está bien levantar la mano para pedir ayuda. Cuando el malestar se prolonga o empieza a afectar más de la cuenta, buscar acompañamiento psicológico puede evitar que el síndrome derive en cuadros más complejos, como la depresión.
Un profesional puede brindar mayor claridad, decir lo que muchas veces cuesta escuchar y, sobre todo, ayudar para volver a centrar la atención en quien atraviesa esta etapa. En la naturaleza, como en esta metáfora, los nidos no están hechos para retener, sino para proteger y acompañar hasta que llega el momento de partir.
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