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Seguramente, usted también ha escuchado el tan popularizado término “responsabilidad afectiva”; se menciona en videos, series de televisión, libros, artículos y, sobre todo, en conversaciones que tienen que ver con el amor (o el desamor). Pero este concepto no es para nada una moda. De hecho, proviene del campo de la psicología y permite explicar cómo nuestras palabras, decisiones y hasta los silencios afectan emocionalmente los vínculos que sostenemos.
La psicóloga Mariana Gutiérrez Lara, de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México, explicó en un artículo publicado en Gaceta UNAM, que la responsabilidad afectiva está relacionada con la percepción que cada persona tiene sobre las consecuencias emocionales de lo que dice y hace. Es decir, aprender a asumir que cualquier acto dentro de una relación genera una reacción en el otro, incluso cuando no hay intención explícita de dañar.
Pero esto no es algo que únicamente deba trabajarse en pro del otro. Incluye reforzar el respeto hacia uno mismo, y revisar si en nuestras relaciones -a nivel romántico, pero también amistoso- se están cubriendo las necesidades propias, si no estamos tolerando situaciones y comportamientos que generan incomodidad o dolor con tal de sostenerlas.
¿Cómo llevarla a la práctica?
En el contenido web de Psi Mammoliti, especializado en salud mental, explican que la responsabilidad afectiva implica hacerse cargo de lo que sentimos. En el campo de las acciones, eso significa poder comunicarlo con claridad: qué buscamos, qué deseamos y qué tipo de vínculo estamos dispuestos a construir. Nombrarlo desde el inicio permite que la otra persona decida con información y tiempo, y evita dar espacio para actuar desde las suposiciones.
También implica comunicar los cambios, preferiblemente en el momento en el que desean hacerse o en el que aparece una duda que, poco a poco, se transforma en convicción. Y aunque es cierto que las opiniones no son estáticas y que tenemos derecho a cambiarlas, no decirlo a tiempo deja al otro en un terreno de incertidumbre y de ansiedad que suele generar más daño que la verdad dicha a tiempo.
Ahora bien, es importante entender que no debemos trasladar al otro la gestión de las propias emociones. Sentir celos, inseguridad o miedo es parte de cualquier relación, pero exigir que la otra persona cambie su comportamiento (a menos de que sus acciones sean genuinamente dañinas y poco sostenibles en el tiempo) para regular nuestras emociones o sentimientos no es una responsabilidad que deba compartirse, sino una carga que debemos aprender a alivianar sin que eso dependa del otro.
No solo interesa comunicar las cosas a tiempo, sino la forma en la que trazamos nuestros límites y tomamos las decisiones. Decir lo que sentimos sin empatía, sin filtros, y justificarlo desde la honestidad, puede ser tan hiriente como no decir nada. Cuidar al otro, como explican nuestras fuentes documentales, no está desligado de cuidarse a uno mismo.
Y en algunos casos, ejercer responsabilidad afectiva significa saber cerrar un vínculo con claridad: sin dar vueltas y sin dejar puertas abiertas, aunque eso no nos exima del dolor.
Sabemos que puede ser una práctica complicada, pues pocas veces hablamos de lo que nos duele o nos incomoda. Pero esto es algo que se aprende y se ajusta con el tiempo, sobre todo cuando existe un proceso de terapia en el que se pueden evaluar nuestras conductas y nuestra voluntad de cambio. Eso también es un acto de amor.
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