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                                                                                                                              'Ese no es delito para merecer la muerte'

                                                                                                                              Madre de grafitero de 16 años asegura que su hijo sólo pintaba. Autoridades dicen que intentaban evitar atraco a buseta.

                                                                                                                              Laura Ardila Arrieta

                                                                                                                              Diego Felipe Becerra Lizarazo iba a cumplir 17 años el próximo 31 de agosto y nunca salía de la casa sin su morral negro con rayas cargado de latas de pintura. Y su gorro y las rastas incipientes que quería dejarse crecer hasta la cintura. La última vez que lo hizo fue el pasado viernes, a las 6:30 p.m., para encontrarse con unos compañeros. Cuatro horas y cinco minutos después su madre, la ingeniera de sistemas Liliana Lizarazo, recibió del celular de su propio hijo la llamada, el golpe del que no te recuperas, la noticia que nunca quisieras oír: el muchacho está malherido, explicó torpemente la voz de uno de sus amigos, la Policía le disparó y se lo llevaron para el hospital. La confusión, el llanto. Cuando la mujer llegó a la clínica ya estaba muerto.

                                                                                                                              Rodeada de algunos seres queridos, a un lado de la parroquia San Juan de Ávila, (calle 136, carrera 18) en el norte de Bogotá, vestida de negro riguroso, con el cabello suelto, muy pausada y tranquila, Liliana Lizarazo relató ayer los últimos minutos de su hijo. Es el mismo testimonio del amigo que la llamó aquella noche. Hacia las 10 p.m. Diego Felipe llegó con tres amigos a la calle 116 con 71D. Quería pintar un grafiti. Él amaba el arte, quería tener su propio estudio de grabación, hacía mezclas caseras de música. Odiaba las armas. Era un niño rebelde, sí, ¿qué niño no lo es hoy en día?, pero no andaba en malos pasos, eso lo sabemos muy bien mi esposo y yo.

                                                                                                                              Como para aguantar el llanto, la señora sonríe. Y continúa: a los pocos minutos llegó al lugar una patrulla de la Policía. Les preguntaron qué estaban haciendo allí. No se sabe si los muchachos contestaron algo, pero comenzaron a correr hacia el barrio Pontevedra, el mismo en el que Diego Felipe vivió 15 años de su vida. Un vigilante del sector contó que un uniformado gritaba “¡Alto!”, mientras les apuntaba con su arma. Los policías corrían, los chicos corrían. Hasta que un policía disparó una, dos veces, presuntamente a la espalda de uno de ellos. A la espalda de Diego Felipe, quien este año terminaba su bachillerato.

                                                                                                                              “Nunca, nunca, se acercaron a mí los policías que estaban esa noche en la Clínica Shaio. Jamás, jamás me dijeron nada sobre la muerte de mi hijo, a excepción de uno que me quiso preguntar unos datos míos, pero me negué. Nadie me contó entonces lo del supuesto atraco. ¿Cómo salen con eso ahora?”: la señora Liliana Lizarazo.

                                                                                                                              Lo del supuesto atraco es la versión que dio en respuesta a los hechos la Policía Metropolitana, en cabeza de su comandante, el general Francisco Patiño: “Tenemos registro de una llamada a la línea de emergencia 123”, explicó el uniformado en diálogo telefónico. “Es de hacia las 10:40 p.m. Un ciudadano, a quien ya hemos identificado, manifestó el atraco a una buseta por ese sector”.

                                                                                                                              “Al parecer, los ladrones llevaban un arma de fuego y cuchillos. ¿Qué pasa? Que la Policía llega y se encuentra con estos chicos que salen a correr. Uno de ellos al parecer se hace detrás de un poste y, según explica el policía que disparó, hizo el ademán de sacar un arma, como si fuera a disparar. El policía le dispara y luego obliga a un carro a que lo lleve con la víctima a la clínica, porque para él la prioridad es salvarles la vida a las personas”.

                                                                                                                              Ayer, en la parroquia San Juan de Ávila, los seres queridos de Diego Felipe Becerra Lizarazo o Pipe o Bechy, o Enano, como le llamaban, intentaban explicar ahogados en indignación las razones por las cuales el muchacho jamás hubiese atracado una buseta. “Es que él era el que siempre nos decía a nosotros que no peleáramos. No le gustaba la violencia. Yo le peleaba sola”, dijo su amiga Daniela. “Sabíamos que tenía sus pinturas y le decíamos que no pintara en sitios prohibidos, pero, ¿qué delito es ese como para merecer la muerte?”, se preguntó su madre. Y la madre de un vecino del barrio añadió: “Mi hijo tiene una llamada de Pipe minutos antes de que lo mataran. Quedaron en encontrarse a la media hora. ¿Qué tiempo iba a tener de atracar un bus?”.

                                                                                                                              En el salón en donde se realizó la velación ayer había dos globos en forma de balón de fútbol y todas las flores eran blancas, con excepción de un solitario ramo de rosas rojas que enviaron los amigos de Diego Felipe junto a un poema: “Cuando me vaya déjenme ir, tengo cosas que ver y que hacer. No se aten a mí con lágrimas, mejor demos gracias a Dios por nuestros maravillosos años”.

                                                                                                                              La señora Liliana Lizarazo se subió al pedestal sobre el que yacía el ataúd y susurró algo a su único hijo. Nubia, la tía abuela, se derrumbó en llanto entonces y declaró: “Era un artista, era pacífico. Si hubiese sido un delincuente no lo estaríamos llorando así. Lo mataron, pero no lo denigren ¡Lo mataron, pero no lo denigren!”.

                                                                                                                              Un artista que, según su amigo Juan Camilo, llenó de grafitis el barrio Pontevedra, del cual se mudó para irse a la Colina Campestre con su familia —su mamá, su padrastro, Gustavo Arley Trejos— hace un año y medio. Sus dibujos favoritos eran una mano con un símbolo de paz, un gato Félix y una palabra: Trípido. Ahí, en el puente peatonal de la 116 con Boyacá, muy cerquita de donde encontró la muerte Diego Felipe, hay muchos gatos Félix y manos de paz y Trípidos.

                                                                                                                               Por eso es más que un caso que ahora está en manos del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) de la Fiscalía, que deberá determinar las responsabilidades de los implicados. El general Patiño dijo que él mismo solicitó que la investigación la hiciera el CTI, que el policía que disparó “está inmerso en un proceso penal y disciplinario, sólo haciendo labores administrativas por ahora” y que la institución estaría dispuesta a reconocer si hubo fallos en el procedimiento.

                                                                                                                              “Quiero hablar con los familiares y me comprometo a investigar esto”, añadió el jefe de la Policía de Bogotá. ¿Y de qué modo debe actuar la Policía frente a un grafitero? “Si lo hace en un sitio prohibido, hay una contravención, un llamado de atención, pero nunca el uso de armas de fuego”.

                                                                                                                               Y en ese último punto coincide con uno de los líderes del colectivo de grafiteros Toxicómano, quien calificó la muerte del joven como “un abuso”, toda vez que el policía no tenía ningún derecho de agredirlo. “Sea esta una oportunidad para analizar qué personas están en la Policía. También, para que los pelaos conozcan sus derechos y no salgan a correr o entreguen plata. Asumo que el grafiti es ilegal y que esto genera un riesgo. Lamentablemente la muerte de este pelao demuestra que el riesgo también es la muerte”.

                                                                                                                              Una muerte por la que salió a pedir cuentas el vicepresidente de la República, Angelino Garzón, quien dijo que solicitó a su equipo de seguridad tratar de ubicar al chofer de la buseta, “porque al fin y al cabo la buseta no era manejada por un fantasma”.

                                                                                                                              Lo mismo cree el CTI que, luego de recibir la necropsia de Medicina Legal, está determinando la trayectoria de la bala, ubicando al conductor de la buseta, constatando la supuesta llamada al 123, recogiendo versiones de los compañeros de Diego Felipe y hasta averiguando en dónde se compraron las latas de pinturas que cargaba esa noche el muchacho. El caso es prioritario, dicen.

                                                                                                                              Según el libro ‘Forensis’ de Medicina Legal, el año pasado se registraron 501 homicidios cometidos presuntamente por miembros de la Policía y de las Fuerzas Armadas. Una cifra que no conocía Diego Felipe Becerra Lizarazo cuando pensaba en su pintura.

                                                                                                                              Diego Felipe Becerra Lizarazo iba a cumplir 17 años el próximo 31 de agosto y nunca salía de la casa sin su morral negro con rayas cargado de latas de pintura. Y su gorro y las rastas incipientes que quería dejarse crecer hasta la cintura. La última vez que lo hizo fue el pasado viernes, a las 6:30 p.m., para encontrarse con unos compañeros. Cuatro horas y cinco minutos después su madre, la ingeniera de sistemas Liliana Lizarazo, recibió del celular de su propio hijo la llamada, el golpe del que no te recuperas, la noticia que nunca quisieras oír: el muchacho está malherido, explicó torpemente la voz de uno de sus amigos, la Policía le disparó y se lo llevaron para el hospital. La confusión, el llanto. Cuando la mujer llegó a la clínica ya estaba muerto.

                                                                                                                              Rodeada de algunos seres queridos, a un lado de la parroquia San Juan de Ávila, (calle 136, carrera 18) en el norte de Bogotá, vestida de negro riguroso, con el cabello suelto, muy pausada y tranquila, Liliana Lizarazo relató ayer los últimos minutos de su hijo. Es el mismo testimonio del amigo que la llamó aquella noche. Hacia las 10 p.m. Diego Felipe llegó con tres amigos a la calle 116 con 71D. Quería pintar un grafiti. Él amaba el arte, quería tener su propio estudio de grabación, hacía mezclas caseras de música. Odiaba las armas. Era un niño rebelde, sí, ¿qué niño no lo es hoy en día?, pero no andaba en malos pasos, eso lo sabemos muy bien mi esposo y yo.

                                                                                                                              Como para aguantar el llanto, la señora sonríe. Y continúa: a los pocos minutos llegó al lugar una patrulla de la Policía. Les preguntaron qué estaban haciendo allí. No se sabe si los muchachos contestaron algo, pero comenzaron a correr hacia el barrio Pontevedra, el mismo en el que Diego Felipe vivió 15 años de su vida. Un vigilante del sector contó que un uniformado gritaba “¡Alto!”, mientras les apuntaba con su arma. Los policías corrían, los chicos corrían. Hasta que un policía disparó una, dos veces, presuntamente a la espalda de uno de ellos. A la espalda de Diego Felipe, quien este año terminaba su bachillerato.

                                                                                                                              “Nunca, nunca, se acercaron a mí los policías que estaban esa noche en la Clínica Shaio. Jamás, jamás me dijeron nada sobre la muerte de mi hijo, a excepción de uno que me quiso preguntar unos datos míos, pero me negué. Nadie me contó entonces lo del supuesto atraco. ¿Cómo salen con eso ahora?”: la señora Liliana Lizarazo.

                                                                                                                              Lo del supuesto atraco es la versión que dio en respuesta a los hechos la Policía Metropolitana, en cabeza de su comandante, el general Francisco Patiño: “Tenemos registro de una llamada a la línea de emergencia 123”, explicó el uniformado en diálogo telefónico. “Es de hacia las 10:40 p.m. Un ciudadano, a quien ya hemos identificado, manifestó el atraco a una buseta por ese sector”.

                                                                                                                              “Al parecer, los ladrones llevaban un arma de fuego y cuchillos. ¿Qué pasa? Que la Policía llega y se encuentra con estos chicos que salen a correr. Uno de ellos al parecer se hace detrás de un poste y, según explica el policía que disparó, hizo el ademán de sacar un arma, como si fuera a disparar. El policía le dispara y luego obliga a un carro a que lo lleve con la víctima a la clínica, porque para él la prioridad es salvarles la vida a las personas”.

                                                                                                                              Ayer, en la parroquia San Juan de Ávila, los seres queridos de Diego Felipe Becerra Lizarazo o Pipe o Bechy, o Enano, como le llamaban, intentaban explicar ahogados en indignación las razones por las cuales el muchacho jamás hubiese atracado una buseta. “Es que él era el que siempre nos decía a nosotros que no peleáramos. No le gustaba la violencia. Yo le peleaba sola”, dijo su amiga Daniela. “Sabíamos que tenía sus pinturas y le decíamos que no pintara en sitios prohibidos, pero, ¿qué delito es ese como para merecer la muerte?”, se preguntó su madre. Y la madre de un vecino del barrio añadió: “Mi hijo tiene una llamada de Pipe minutos antes de que lo mataran. Quedaron en encontrarse a la media hora. ¿Qué tiempo iba a tener de atracar un bus?”.

                                                                                                                              En el salón en donde se realizó la velación ayer había dos globos en forma de balón de fútbol y todas las flores eran blancas, con excepción de un solitario ramo de rosas rojas que enviaron los amigos de Diego Felipe junto a un poema: “Cuando me vaya déjenme ir, tengo cosas que ver y que hacer. No se aten a mí con lágrimas, mejor demos gracias a Dios por nuestros maravillosos años”.

                                                                                                                              La señora Liliana Lizarazo se subió al pedestal sobre el que yacía el ataúd y susurró algo a su único hijo. Nubia, la tía abuela, se derrumbó en llanto entonces y declaró: “Era un artista, era pacífico. Si hubiese sido un delincuente no lo estaríamos llorando así. Lo mataron, pero no lo denigren ¡Lo mataron, pero no lo denigren!”.

                                                                                                                              Un artista que, según su amigo Juan Camilo, llenó de grafitis el barrio Pontevedra, del cual se mudó para irse a la Colina Campestre con su familia —su mamá, su padrastro, Gustavo Arley Trejos— hace un año y medio. Sus dibujos favoritos eran una mano con un símbolo de paz, un gato Félix y una palabra: Trípido. Ahí, en el puente peatonal de la 116 con Boyacá, muy cerquita de donde encontró la muerte Diego Felipe, hay muchos gatos Félix y manos de paz y Trípidos.

                                                                                                                               Por eso es más que un caso que ahora está en manos del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) de la Fiscalía, que deberá determinar las responsabilidades de los implicados. El general Patiño dijo que él mismo solicitó que la investigación la hiciera el CTI, que el policía que disparó “está inmerso en un proceso penal y disciplinario, sólo haciendo labores administrativas por ahora” y que la institución estaría dispuesta a reconocer si hubo fallos en el procedimiento.

                                                                                                                              “Quiero hablar con los familiares y me comprometo a investigar esto”, añadió el jefe de la Policía de Bogotá. ¿Y de qué modo debe actuar la Policía frente a un grafitero? “Si lo hace en un sitio prohibido, hay una contravención, un llamado de atención, pero nunca el uso de armas de fuego”.

                                                                                                                               Y en ese último punto coincide con uno de los líderes del colectivo de grafiteros Toxicómano, quien calificó la muerte del joven como “un abuso”, toda vez que el policía no tenía ningún derecho de agredirlo. “Sea esta una oportunidad para analizar qué personas están en la Policía. También, para que los pelaos conozcan sus derechos y no salgan a correr o entreguen plata. Asumo que el grafiti es ilegal y que esto genera un riesgo. Lamentablemente la muerte de este pelao demuestra que el riesgo también es la muerte”.

                                                                                                                              Una muerte por la que salió a pedir cuentas el vicepresidente de la República, Angelino Garzón, quien dijo que solicitó a su equipo de seguridad tratar de ubicar al chofer de la buseta, “porque al fin y al cabo la buseta no era manejada por un fantasma”.

                                                                                                                              Lo mismo cree el CTI que, luego de recibir la necropsia de Medicina Legal, está determinando la trayectoria de la bala, ubicando al conductor de la buseta, constatando la supuesta llamada al 123, recogiendo versiones de los compañeros de Diego Felipe y hasta averiguando en dónde se compraron las latas de pinturas que cargaba esa noche el muchacho. El caso es prioritario, dicen.

                                                                                                                              Según el libro ‘Forensis’ de Medicina Legal, el año pasado se registraron 501 homicidios cometidos presuntamente por miembros de la Policía y de las Fuerzas Armadas. Una cifra que no conocía Diego Felipe Becerra Lizarazo cuando pensaba en su pintura.

                                                                                                                              Por Laura Ardila Arrieta

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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