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Hacedor de juguetes

Horst Damme llegó al país huyendo de los nazis. Durante 70 años este berlinés ha sido un referente para generaciones enteras de niños bogotanos.

Santiago La Rotta
05 de diciembre de 2009 - 10:00 p. m.

“Cuando por fin vimos tierra habían pasado 15 días. Lo primero que recuerdo de aquella costa desconocida fueron tres carros: uno blanco, otro rojo y uno último negro. Brasil, pensé. No, esto es Panamá, me dijeron. Era 1937.

Hacía un calor de mil demonios. El barco se detuvo durante tres semanas, o algo así; en todo caso fue un tiempo eterno. El canal estaba cerrado por una huelga de trabajadores. Mala suerte. De ahí, el viaje continuó hasta Buenaventura, luego a Popayán y nuestra última parada, después de un camino a lomo de mula, fue un paraje en algún lugar del Cauca que nos habían pintado como una gran hacienda con tractores y maquinaria para trabajar el campo y que, como era obvio, resultó siendo una finquita en la que los jornaleros dormían en las pesebreras, porque no había más espacio. Nada importaba. Habíamos huido. Tenía siete años.

Todo era muy diferente a Europa, al Berlín de mi infancia. Acá los campesinos nos tenían miedo, allá éramos nosotros los que temíamos a Hitler y a sus escuadrones de la muerte. Mi padre, después de apalear a unas buenas docenas de ellos, había recibido amenazas y visitas inesperadas que lo obligaban a abandonar la casa sin despedirse y a través del tejado. Después de un tiempo, los directivos del partido Socialdemócrata, enemigos de los nazis, le dijeron que era mejor que huyera hacia Checoslovaquia, lejos del Führer y sus camisas pardas.

Las visitas fueron entonces para nosotros: mi mamá, mi hermano y yo. Un día la citaron en un edificio cualquiera. Fuimos con ella y escuchamos claros los gritos que venían del sótano en donde torturaban a los opositores, gente como mi papá y sus amigos. Al día siguiente estábamos rumbo a la frontera, huyendo de una Alemania y una época azarosa. Viajamos en tren hasta una estación en medio de la nada. Ahí esperamos una hora. Después otra y el tiempo voló hasta que el día, la luz y la gente se habían ido. De la oscuridad salieron dos figuras. En la distancia era imposible distinguirlos, pero una palabra, dicha en voz baja, nos dijo quiénes eran: amigos. Con ellos cruzamos la frontera en dos grupos, mi mamá con uno, mi hermano y yo con el otro.

En Checoslovaquia perdimos a mi hermano, que se fue hacia Rusia. Tenía 13 años. Allí se casó con una viuda rusa, una mujer muy querida por cierto. Luego se convirtió en un líder comunista y al terminar la guerra era traductor del ruso al alemán. Murió en 1976 después de dos cánceres.

El lío en ese momento era que en nuestro pasaporte figuraba mi hermano. Así que tuvimos que incluir a otro niño refugiado para no levantar sospechas. Los cuatro fuimos hasta Génova y en todo el camino no hablamos porque nos habían advertido que la primera palabra en alemán podía dañar toda nuestra huida hacia Suramérica.

Originalmente el viaje era a Brasil. Allá vivía mi abuelo, un hombre reservado que siempre tuvo un trabajo secreto. A su casa llegaban carros lujosos, con hombres bien vestidos que le entregaban armas para que él las arreglara. Sin mayor aviso, huyó un día hacia el otro lado del Atlántico, como si supiera de antemano lo que se venía más adelante en la historia alemana. Allá se quedó solo, pues su familia nunca logró salir de Alemania. Después se dedicó a los caballos y a las mujeres.

Al llegar a Colombia intentamos ser campesinos, pero el negocio no era bueno y no nos alcanzaba para los tres. Migramos a Bogotá y en un corto tiempo mi papá logró ser el gerente del Polo Club. En los inviernos, cuando no había mayor cosa que hacer en el club, mi padre se dedicaba a construir juguetes sencillos de madera. Aprendí al poco tiempo y comencé a ayudarlo.

En ese tiempo, el alcalde de la ciudad era Carlos Sanz Santamaría, miembro del club. Algún día, él y su esposa vieron los juguetes que mi papá hacía. Les gustaron y le encargaron 3.600 para los niños pobres de la ciudad. Eran tantos que tuvimos que pedirles a unas familias alemanas que nos ayudaran los fines de semana, los domingos, los festivos, todos los días para alcanzar a terminar el pedido. En ese momento compramos máquinas y desde ahí empezó la juguetería.

Era 1947 cuando decidimos abrir el primer almacén. Ubicado en la calle 23, entre carreras 77 y 78, fue un fracaso. No podía ser de otra forma. Sin publicidad ni nada que lo anunciara nos tenía que ir mal. Volvimos a la seguridad del Polo Club, justo a tiempo para escampar el 9 de abril de 1948. Un tiempo después, mi papá tomó la decisión de arriesgarse de nuevo con lo de los juguetes y, esta vez para siempre, abandonamos la comodidad del Polo. Pasamos 12 años en ese lugar.

Primero, la fábrica quedó en la calle 76 con carrera 22. De ahí nos trasteamos a la calle 63, abajito de la carrera 30. En todos los lugares siempre había algún vecino que se quejaba del ruido y nos mandaba a sacar. En 1963 nos instalamos definitivamente en este lugar, que en esa época estaba rodeado de potreros. Al principio, por un capricho de las empresas de servicios que decían que esta no era una zona industrial, por más que la Alcaldía me había dicho que sí, la fábrica no tenía agua, luz o teléfono. Pero igual así me pasé a vivir a esta casa.

Casi una década después, hace ya 37 años, recibí un disparo de una escopeta de doble cañón en el ojo; las esquirlas me dañaron el otro. Quedé ciego. Un tiempo después, el mismo hombre volvió a dispararme. La bala pegó en un tubo y me salvé. Siempre me negué a venderle mi lote, mi fábrica: él nunca pudo aceptarlo. Años después, una noche, oí el crujir de las tejas de la bodega. Huí y de nuevo me salvé.

Luego de perder la visión no hice nada. Un día mi esposa me sacó de la alcoba para que cortara una cadena con una segueta. Lo hice sin hacerme daño. Desde ahí me volví a meter en la producción de los juguetes. Yo manejo la sierra. Ese día, el de la segueta, me sentí feliz: ser útil otra vez.

No he dejado de hacer juguetes desde entonces. Hace poco la gente de Proyecto Diseño me entregó un premio a la vida y obra. Después de la ceremonia, un catedrático se acercó y me dijo que su hijo había jugado con el mismo camión que él y que éste después pasó a manos de su nieto. La historia me conmovió y me hizo acordarme que hace años los comerciantes me decían que debía hacer cosas más frágiles para que el negocio fuera mejor. No, yo hago juguetes para que duren”.

Por Santiago La Rotta

 

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