Las condiciones de los indígenas en Bogotá
Un mapeo, hecho por el Instituto Distrital de Patrimonio y la ONIC, busca reconocer las dinámicas y el patrimonio inmaterial de las comunidades que, con el paso de los años, se han organizado en la ciudad. Entre los hallazgos se alertan disimilitudes en los diferentes censos de esta población. En el caso de los emberas, se ha visto un aumento del desplazamiento en los últimos años.
Mónica Rivera Rueda
Hablar de los indígenas en Bogotá es referirse a gran parte de las comunidades que habitan en el país. La razón es que, por múltiples variables, especialmente el desplazamiento forzado, miembros de estos pueblos han migrado a la ciudad y, en algunos casos, terminaron conformando cabildos, con los que mantienen parte de su patrimonio y lenguaje, y de paso han podido construir territorialidad.
“Llegué a Bogotá hace 19 años junto a mi familia. Fue un reto, porque uno viene con sus usos y costumbres diferentes, pero acá había compañeros líderes que nos ayudaron con el proceso. Ahora tenemos un negocio de artesanías y una coordinación con más de 300 familias”, dijo Dianis Inés Martínez, integrante de la Coordinación de Mujeres del Pueblo Kankuamo.
En el caso de Marianella Peñal, del pueblo pijao, quien llegó en similares circunstancias a la ciudad, dice que lo más duro de vivir en Bogotá fue adaptarse al clima y a la comida. “Para resistir hay que hacer un poquito del territorio aquí. Traemos alimentos, hacemos pagamentos en la montaña o en los humedales, y así se empieza esa hipervivencia”. Ambas participaron del mapeo que hizo el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural y la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), para identificar y visibilizar su patrimonio, a partir de las manifestaciones culturales de las diversas comunidades en la ciudad. Todas se han tejido alrededor de “lógicas individuales, familiares y colectivas, que entran en disputa, tensión y/o cooperación con diversos actores institucionales y comunitarios”, pero además de la preservación de rituales y prácticas, autonomía en su organización, la unidad que se ha formado entre pueblos y un reconocimiento en el territorio, construido con los años.
“En la identificación de las condiciones es importante destacar que están los indígenas que llegaron a la ciudad y los muiscas, que fue la ciudad la que llegó a ellos. En este trabajo encontramos procesos significativos de mucho tiempo, como los cabildos de Bosa y Suba, que están en la reivindicación territorial; otros como los nasas e ingas, que han sabido organizarse y tienen un relacionamiento fuerte con los cabildos, y otros como los kankuamos y zenúes, que han logrado organizarse de otras formas, porque su concepción es distinta y no están desligados a sus territorios de origen”, aseguró Óscar Montero, líder kankuamo y coordinador del proceso de investigación.
Dentro de las prácticas se resaltan figuras como la minga indígena y los círculos de la palabra, además de expresiones muy territoriales que, en su mayoría, se dan en el espacio público; los lugares sagrados y universidades, que se han convertido en espacios de fortalecer y compartir conocimientos, y los tambos, las plazas de mercado, las huertas ancestrales y las casas de pensamiento, que han sido fundamentales en la educación.
“Con esto queremos destacar que los territorios importantes en la ciudad no solo son los que están dentro del acervo cultural de los muiscas, sino también para los otros pueblos indígenas, como lo puede ser Monserrate, la maloka en el Jardín Botánico y hasta los mismos lugares donde se han hecho hallazgos arqueológicos”, indicó Montero.
En esta misma línea, Edna Riveros, antropóloga del equipo del Instituto de Patrimonio, indica que es importante detallar que en la salvaguardia de sus prácticas se ha evidenciado que se vuelven más fuertes en la ciudad, “porque es parte de reconocerse como indígenas, para no dejarse desdibujar como colectivo”. Sin embargo, a esto se suman otras variables.
Uno de los aspectos que más muestra el informe es la disimilitud de las cifras de cuántos indígenas hay en Bogotá. Mientras el censo de 2018 indica que serían 19.603, la Encuesta Multipropósito de Bogotá 2014 habló de 37.266 y la de 2011 de al menos 69.091. Riveros aseguró que esto se debe a múltiples dinámicas migratorias, como la que se presenta actualmente, por ejemplo, con los emberas, como lo demuestran las cifras. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas, en los tres primeros meses de este año habrían llegado alrededor de 6.500 indígenas a la capital.
“El fenómeno es complejo, porque depende de múltiples factores. Entonces, normalmente podemos hablar de procesos organizativos, pero tener una cifra consolidada no es fácil, precisamente porque hay olas de migraciones que dependen de los territorios de origen, por lo que podrían aumentar drásticamente de un día para otro. Aunque no se quedan, sino que también buscan procesos de retorno”.
Los investigadores dicen que es particular dentro de los procesos de desplazamiento forzado que los indígenas lleguen a las periferias, donde se encuentran con otro tipo de vulnerabilidad y donde, además, se dan condiciones particulares de vida. “Son situaciones complejas en las que muchas veces no hay acceso a la educación o a la salud, y viven en inquilinatos en los que se ven a cinco o seis familias con hasta 20 niños durmiendo en uno o dos cuartos”, manifiesta Riveros.
En otros casos, como el de los kichwas, que en principio eran pueblos nómadas originarios de Ecuador, han pasado al menos tres generaciones que se han ido acoplando en la ciudad, mientras que los ingas del Cauca y comunidades del norte han migrado con el interés de acceder a la educación superior. Aquí también se ha desarrollado una organización en la que, a través del cabildo universitario, se apoyan diferentes prácticas y confluyen saberes.
“Tuve dificultades académicas, sobre todo en el manejo de computadores y el inglés. El cambio de alimentación también me pesó, pero Bakatá ha sido un descubrimiento con el tiempo. La comprendo como esa ciudad originaria que tiene la ciudad, es decir, ese legado, esa herencia y conexión con el origen propio del territorio. Entonces, para mí fue encontrarla, resignificarla, comprenderla, hubo un hermanamiento y expresarla”, señaló Armando Fuentes, estudiante de medicina y representante del cabildo indígena universitario.
Aunque en esta primera fase del mapeo se identificaron 19 pueblos indígenas en la ciudad y se visibilizaron algunas de sus prácticas, la idea es que la investigación continúe para seguir nutriendo el portal donde están todas las conclusiones sobre el patrimonio indígena en Bogotá. Si bien el trabajo de atención ha sido grande, también lo debe ser el del reconocimiento desde la inmaterialidad, el cual han venido formando en las últimas décadas, con tanto empeño como el de ser parte de la ciudad
Hablar de los indígenas en Bogotá es referirse a gran parte de las comunidades que habitan en el país. La razón es que, por múltiples variables, especialmente el desplazamiento forzado, miembros de estos pueblos han migrado a la ciudad y, en algunos casos, terminaron conformando cabildos, con los que mantienen parte de su patrimonio y lenguaje, y de paso han podido construir territorialidad.
“Llegué a Bogotá hace 19 años junto a mi familia. Fue un reto, porque uno viene con sus usos y costumbres diferentes, pero acá había compañeros líderes que nos ayudaron con el proceso. Ahora tenemos un negocio de artesanías y una coordinación con más de 300 familias”, dijo Dianis Inés Martínez, integrante de la Coordinación de Mujeres del Pueblo Kankuamo.
En el caso de Marianella Peñal, del pueblo pijao, quien llegó en similares circunstancias a la ciudad, dice que lo más duro de vivir en Bogotá fue adaptarse al clima y a la comida. “Para resistir hay que hacer un poquito del territorio aquí. Traemos alimentos, hacemos pagamentos en la montaña o en los humedales, y así se empieza esa hipervivencia”. Ambas participaron del mapeo que hizo el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural y la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), para identificar y visibilizar su patrimonio, a partir de las manifestaciones culturales de las diversas comunidades en la ciudad. Todas se han tejido alrededor de “lógicas individuales, familiares y colectivas, que entran en disputa, tensión y/o cooperación con diversos actores institucionales y comunitarios”, pero además de la preservación de rituales y prácticas, autonomía en su organización, la unidad que se ha formado entre pueblos y un reconocimiento en el territorio, construido con los años.
“En la identificación de las condiciones es importante destacar que están los indígenas que llegaron a la ciudad y los muiscas, que fue la ciudad la que llegó a ellos. En este trabajo encontramos procesos significativos de mucho tiempo, como los cabildos de Bosa y Suba, que están en la reivindicación territorial; otros como los nasas e ingas, que han sabido organizarse y tienen un relacionamiento fuerte con los cabildos, y otros como los kankuamos y zenúes, que han logrado organizarse de otras formas, porque su concepción es distinta y no están desligados a sus territorios de origen”, aseguró Óscar Montero, líder kankuamo y coordinador del proceso de investigación.
Dentro de las prácticas se resaltan figuras como la minga indígena y los círculos de la palabra, además de expresiones muy territoriales que, en su mayoría, se dan en el espacio público; los lugares sagrados y universidades, que se han convertido en espacios de fortalecer y compartir conocimientos, y los tambos, las plazas de mercado, las huertas ancestrales y las casas de pensamiento, que han sido fundamentales en la educación.
“Con esto queremos destacar que los territorios importantes en la ciudad no solo son los que están dentro del acervo cultural de los muiscas, sino también para los otros pueblos indígenas, como lo puede ser Monserrate, la maloka en el Jardín Botánico y hasta los mismos lugares donde se han hecho hallazgos arqueológicos”, indicó Montero.
En esta misma línea, Edna Riveros, antropóloga del equipo del Instituto de Patrimonio, indica que es importante detallar que en la salvaguardia de sus prácticas se ha evidenciado que se vuelven más fuertes en la ciudad, “porque es parte de reconocerse como indígenas, para no dejarse desdibujar como colectivo”. Sin embargo, a esto se suman otras variables.
Uno de los aspectos que más muestra el informe es la disimilitud de las cifras de cuántos indígenas hay en Bogotá. Mientras el censo de 2018 indica que serían 19.603, la Encuesta Multipropósito de Bogotá 2014 habló de 37.266 y la de 2011 de al menos 69.091. Riveros aseguró que esto se debe a múltiples dinámicas migratorias, como la que se presenta actualmente, por ejemplo, con los emberas, como lo demuestran las cifras. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas, en los tres primeros meses de este año habrían llegado alrededor de 6.500 indígenas a la capital.
“El fenómeno es complejo, porque depende de múltiples factores. Entonces, normalmente podemos hablar de procesos organizativos, pero tener una cifra consolidada no es fácil, precisamente porque hay olas de migraciones que dependen de los territorios de origen, por lo que podrían aumentar drásticamente de un día para otro. Aunque no se quedan, sino que también buscan procesos de retorno”.
Los investigadores dicen que es particular dentro de los procesos de desplazamiento forzado que los indígenas lleguen a las periferias, donde se encuentran con otro tipo de vulnerabilidad y donde, además, se dan condiciones particulares de vida. “Son situaciones complejas en las que muchas veces no hay acceso a la educación o a la salud, y viven en inquilinatos en los que se ven a cinco o seis familias con hasta 20 niños durmiendo en uno o dos cuartos”, manifiesta Riveros.
En otros casos, como el de los kichwas, que en principio eran pueblos nómadas originarios de Ecuador, han pasado al menos tres generaciones que se han ido acoplando en la ciudad, mientras que los ingas del Cauca y comunidades del norte han migrado con el interés de acceder a la educación superior. Aquí también se ha desarrollado una organización en la que, a través del cabildo universitario, se apoyan diferentes prácticas y confluyen saberes.
“Tuve dificultades académicas, sobre todo en el manejo de computadores y el inglés. El cambio de alimentación también me pesó, pero Bakatá ha sido un descubrimiento con el tiempo. La comprendo como esa ciudad originaria que tiene la ciudad, es decir, ese legado, esa herencia y conexión con el origen propio del territorio. Entonces, para mí fue encontrarla, resignificarla, comprenderla, hubo un hermanamiento y expresarla”, señaló Armando Fuentes, estudiante de medicina y representante del cabildo indígena universitario.
Aunque en esta primera fase del mapeo se identificaron 19 pueblos indígenas en la ciudad y se visibilizaron algunas de sus prácticas, la idea es que la investigación continúe para seguir nutriendo el portal donde están todas las conclusiones sobre el patrimonio indígena en Bogotá. Si bien el trabajo de atención ha sido grande, también lo debe ser el del reconocimiento desde la inmaterialidad, el cual han venido formando en las últimas décadas, con tanto empeño como el de ser parte de la ciudad