Catherine Wolfe Donohue llegó al almacén de la Radium Dial Company, en Illinois (Estados Unidos), con apenas 18 años. Estaba a punto de comenzar uno de los trabajos más anhelados por ese entonces: pintar las esferas de los relojes de pulsera para las tropas norteamericanas que luchaban en la Primera Guerra Mundial.
El ingreso de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial generó una extraordinaria demanda de relojes de pulsera para los soldados. El abaratamiento de los cronómetros y la necesidad de que cada soldado se mantuviera sincronizado con las órdenes del alto mando impulsaron una democratización de la medición y el control del tiempo, hasta entonces privilegio de unos pocos.
Pero la guerra presentó un reto adicional: que los militares pudieran leer la hora en la oscuridad. La solución llegó cuando Marie Curie y su esposo Pierre Curie descubrieron el elemento radioactivo que brilla en la oscuridad: el radio. Los manufactureros de relojes empezaron a incluir el elemento en las manecillas que mujeres como Catherine Wolfe Donohue debían pintar a pulso. Solo había que impregnar el pincel en la pintura, mojarse los labios en él y ponerse a trabajar.
Para ese entonces, comienzos de la década de 1920, una desbordante euforia radioactiva se apoderó de los países desarrollados. La sustancia descubierta por los Curie era saludada como fuente de vida y de energía. A rebufo de su fama milagrosa se promocionaron dentífricos, leches, maquillajes, suspensorios y mantequillas “radiactivas”.
El radio era sinónimo de estatus social. Por eso, las mujeres que como Catherine Wolfe trabajaban con el recién descubierto elemento de inmediato ganaban estatus y valor social. Eran sofisticadas: sus ropas, su piel, su pelo, todo brillaba. Durante años, fueron conocidas como “las chicas luminosas”.
Hasta que empezaron a enfermar. Tan solo veinte años más tarde, de aquellas chicas luminosas solo quedaba un ejército de muchachas muertas en vida. De acuerdo el libro Las chicas del radio, recién publicado por la periodista Kate Moore, a las chicas empezaron a llamarlas el “Escuadrón de las muertas vivientes”.
Los primeros en advertir sus efectos fueron los dentistas. Al principio, no se explicaban qué enfermedad estaba desintegrando las mandíbulas de sus pacientes. Poco más tarde, los tumores se manifestaron en otras partes del esqueleto; una tras otra morían sin que nadie acertara en el diagnóstico, pese a que en sus organismos se detectaron niveles de radiactividad mil veces superiores al máximo tolerable.
Muchas muertes tuvieron que ocurrir para que se relacionara al “elemento del futuro” con el fallecimiento de estas mujeres. Fue apenas en 1938 cuando las pocas mujeres que quedaban vivas demandaron a las dos compañías responsables de su contratación: Radium Dial Company y United States Radium Corporation.
Como ha sucedido tantas veces, las compañías buscaron escurrir el bulto: de entrada negaron el riesgo del cual eran conscientes, apoyándose en estudios fraudulentos encargados a médicos sobornados; luego apostaron por dilatar los juicios y cuando, tras 14 años de litigios, fueron condenadas por negligencia, demoraron los pagos de las ínfimas indemnizaciones.
El saldo positivo fue que, a resultas del escándalo, se introdujo una legislación de seguridad industrial cuyos inmediatos beneficiarios fueron los miembros del Proyecto Manhattan.
El caso de las fábricas de diales luminiscentes disparó las alarmas, pero la toma de conciencia al respecto tuvo que esperar a que las víctimas de Hiroshima y Nagasaki aportaran testimonios masivos e incontestables. La cultura de masas registra el cambio de percepción en los tebeos de Supermán con la aparición de la kryptonita roja, la fuente de radiación capaz de debilitar mortalmente al hombre de acero.
Incluso así, cuando en los años 50 se debatió la lluvia radiactiva creada por los tests de armas nucleares, las chicas del radio sobrevivientes fueron convocadas para ofrecer, exámenes médicos mediante, las evidencias definitivas que refutaron a quienes insistían en la inocuidad de tales partículas.