Muchas cosas han sucedido en los últimos diez años alrededor de la ciencia, aunque la aparición de un virus parece haber condensado toda nuestra memoria a los últimos doce meses. Estos son algunos de los hitos más importantes en astronomía de la última década.
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Unos meses antes de su muerte mi papá me mostró un enorme de paquete de periódicos que tenía escondido en un mueble, junto a los álbumes de fotos familiares y a sus modelos a escala de máquinas de construcción. En el fondo de la pila me reconocí en la portada de El Espectador, una década más joven y con la escasa barba que me había dejado crecer durante los más de tres meses que pasé sin ver la noche en Antártida, el continente más frío, más seco y más deshabitado de la Tierra.
Avergonzado por su dedicación y por su orgullo paterno le pregunté en broma por qué guardaba los periódicos enteros como los locos de las películas, en lugar de poner los recortes de mis artículos en un álbum. Con voz firme, pero cariñosa, me respondió que no solamente importaba lo que yo escribía, sino cómo había cambiado el mundo desde que comencé a hacerlo.
Muchas cosas han sucedido en los últimos diez años, aunque la aparición de un virus parece haber condensado toda nuestra memoria a los últimos doce meses. En astronomía, mi oficio, puedo mencionar los más de tres mil quinientos planetas que se han descubierto orbitando estrellas distintas a nuestro Sol. Puedo hablar de la primera imagen de un agujero negro hecha con la coordinación sin precedentes de telescopios alrededor del planeta, o de las primeras imágenes de un sistema solar en formación capturadas por el sofisticado radiotelescopio ALMA, en las alturas del desierto de Atacama, en Chile. Puedo recordar las mediciones de la radiación fósil del Big Bing hechas por el satélite Planck, o el descubrimiento de dos objetos ajenos a nuestro sistema solar que cruzaron nuestra vecindad en la galaxia. Y puedo resaltar en letras mayúsculas la primera detección directa de ondas gravitacionales, un hallazgo anticipado durante la mayor parte del siglo XX, cuyas consecuencias aún no podemos imaginar.
Para hablar de exploración espacial, podría recordar la sonda Rosetta, que llegó por primera vez a un cometa; o la Hayabusa 2 y la Osiris-rex, que recolectaron muestras de dos asteroides. Tendría que mencionar el sobrevuelo de Plutón que hizo la sonda New Horizons, y los chorros de vapor de agua registrados por la sonda Cassini en el polo sur de Encelado; la luna helada de Saturno, una de varias lunas que pueden esconder formas de vida en sus mares interiores y son el objetivo de exploración del Sistema Solar en la siguiente década. Pero una lista enciclopédica no hace honor a la que verdaderamente ha sido una revolución para el estudio del espacio, y la ciencia en general, en Colombia.
Los últimos diez años han visto emerger el primer programa de pregrado en astronomía en el país, y el crecimiento de los programas de investigación en astronomía que no están exclusivamente concentrados en su capital. Hoy se forman en nuestro país científicos capaces de reconstruir la estructura de un volcán midiendo rayos cósmicos, o de enfrentarse a pilas de observaciones astronómicas usando las herramientas de inteligencia artificial en la vanguardia de la ciencia de análisis de datos. Aunque la saturación de las plazas de investigación en las universidades y la ignorancia de la industria nacional sobre la utilidad de la formación científica hacen sombrías las perspectivas laborales en el país, Colombia sigue formando astrónomas y astrónomos de primer nivel. Muchos de ellos, dentro y fuera del país, han tomado la palabra y hoy son voces de la ciencia en el país.
Al hablar de ciencia, parafraseando a Mark Twain, la diferencia entre la palabra casi correcta y la palabra correcta es la diferencia entre la luciérnaga y el relámpago. De nada sirve reportar las posibles señales de vida en Venus si no se relaciona su desenfrenado efecto invernadero con el que los humanos estamos produciendo en nuestro propio planeta. Es inútil presentar cada nuevo planeta, cada nueva explosión, cada nuevo objeto distante con la frivolidad de una noticia de farándula, dejando al público en las tinieblas, con la sensación de que el puente entre las personas y el conocimiento existe solamente en los países que pueden pagarlo y a merced de quienes obtienen su riqueza y su poder gracias a la superstición y la manipulación. Pero los últimos diez años no solamente han visto a científicos dispuestos hablar de ciencia, sino a periodistas dispuestos a escuchar y a compartir su conocimiento con quienes no hemos sido formados para comunicar, aunque esa sea posiblemente la más importante de las responsabilidades de quien se dedica a la ciencia.
Si algo es evidente en los periódicos que me dejo mi papá es que el mundo es un lugar infinitamente más complejo de lo que pensábamos hace diez años. Y ahora que vemos la luz al final del oscuro túnel que ha sido esta pandemia, la ciencia que nos ha permitido combatirla esta llamada a ser reconocida, pero también a ser comunicada y puesta al alcance de todos los ciudadanos. Por eso, cuento con los colegas que me acompaña en esta labor y me exigen la máxima rigurosidad en mi trabajo, cuento con los periodistas dispuestos a hacer preguntas y con las personas que buscan más y mejores respuestas para seguir contando cómo la ciencia nos permite entender el universo y construir una sociedad mejor. Y hoy, que se cumplen diez años de haber comenzado a contar este cuento, a ustedes les quiero decir, gracias.
*Juan Diego Soler, Ph.D. Astrofísico colombiano.