Yo estuve cuando el universo cambió en 2016

Juan Diego Soler, investigador del Instituto Max Planck de Astronomía (Alemania), reveló cuáles fueron los mayores descubrimientos científicos del año.

Juan Diego Soler
31 de diciembre de 2016 - 08:00 p. m.
NASA
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Foto: Light curve: NASA/CXC/GSFC/T. St - Chandra X-ray Observatory Center

Vivimos un año en que por primera vez se confirmó que una señal registrada por LIGO (siglas en inglés del Observatorio de Ondas Gravitacionales por Interferometría Láser, uno de los aparatos de medición más sensibles jamás construidos por el hombre) corresponde a una perturbación del espacio y del tiempo producida por dos agujeros negros que giraban y se fundían en un lugar más allá de nuestra galaxia, produciendo un fenómeno que los físicos llaman una onda gravitacional.

En febrero, los científicos de LIGO anunciaron al mundo que, aunque nadie en la Tierra lo hubiera notado, esa colisión monumental alteró el tejido del universo por un instante. Su observación confirmó por primera vez una de las consecuencias de la teoría de la relatividad general de Albert Einstein y se convirtió en un hito en la historia de la física comparable al descubrimiento del electromagnetismo. Como los ciudadanos del siglo XIX, que en su tiempo ignoraban la forma en que la electricidad cambiaría el mundo, nosotros aún estamos lejos de imaginar las aplicaciones de las ondas gravitacionales. Pero esa señal detectada por LIGO, y una segunda anunciada hacia mediados de junio, nos reveló algo fundamental sobre el funcionamiento de universo. Vivimos un año en que Juno, una sonda construida por la NASA para desafiar destructivos niveles de radiación y observar el planeta Júpiter en una trayectoria sin precedentes, recolecta datos cruciales para entender cómo se formó el planeta más grande del Sistema Solar.

La imágenes capturadas por Juno revelan un mundo gaseoso con violentas tormentas que podría ser uno de los visitados por los personajes de Rogue One, la última versión de la saga de Guerra de las Galaxias, pero cuya complejidad excede nuestra imaginación y el alcance de los más sofisticados efectos especiales. Estamos a la espera del análisis de la observaciones que revelarán finalmente si Júpiter tiene un núcleo sólido y cómo su formación dominó la historia del Sistema Solar permitiendo la existencia de nuestro planeta.

En 2016 vivimos el capítulo final de Rosetta, la misión de la ESA que alcanzó el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko y lo siguió desde agosto de 2014, depositando el pequeño módulo Philae es su superficie y revelando observaciones únicas sobre la composición de este objeto que surca el Sistema Solar cada seis años y medio. En la maniobra final de esta misión espacial, una de las más épicas e inspiradoras de los últimos tiempos, Rosetta terminó su viaje de doce años por el Sistema Solar descendiendo lentamente hacia el cometa hasta chocar con su superficie. Ya con sus sistemas de alimentación de energía inutilizables, permanecerá allí como un monumento a la curiosidad y la capacidad tecnológica de los humanos. Nos quedan como su legado científico las mediciones que revelan que el agua en los mares de la Tierra es diferente a la del hielo en el cometa, lo que implica que esta proviene del impacto de asteroides y no de los cometas como se presumía hasta ahora. También nos queda el hallazgo de moléculas orgánicas complejas en el cometa, un descubrimiento que nos hace pensar que los componentes fundamentales para la vida están surcando el espacio todo el tiempo.

También este año se reveló la primera versión del mapa más completo de la Vía Láctea, un modelo construido a partir de las observaciones hechas por el satélite Gaia de la ESA. Gaia, una misión lanzada a finales de 2013, registra repetidamente la posición y las propiedades de la luz proveniente de más de mil millones de estrellas distribuidas en toda la esfera celeste, entre ellas 400 millones que nunca antes habían sido identificadas. Aunque esas estrellas observadas por Gaia representan apenas el 1 % de las estrellas en nuestra galaxia, su observación nos permitirá estudiar el movimiento de la Vía Láctea, la distribución de materia oscura a su alrededor y la evolución de las estrellas, por mencionar apenas algunas aplicaciones. En últimas, Gaia está produciendo el mapa detallado de nuestra pequeña vecindad en la inmensidad del Universo.

Pero el 2016 también trajo enormes desafíos. En marzo, el telescopio espacial Hitomi perdió comunicación con la base de la Agencia Espacial del Japón (JAXA), un mes después de su lanzamiento. Un múltiple fallo en los sistemas de posicionamiento lo dejo girando fuera de control, destruyendo sus elementos estructurales y frustrando el programa científico del observatorio de rayos X más avanzado de esta generación. En octubre, el fallo del módulo de aterrizaje Schiaparelli de la misión ExoMars durante su descenso sobre Marte recordó que un discurso no es suficiente para garantizar la llegada del hombre a otro planeta y que nada está garantizado en la exploración espacial. Un error en el programa de control hizo que el paracaídas de Schiaparelli se desplegará antes y que el vehículo se estrellara contra la superficie del planeta rojo, opacando así el éxito de la sonda TGO (Trace Gas Orbiter), la otra parte de esta primera expedición de ExoMars, que continuará en 2020 con un nuevo módulo de aterrizaje que intentará llevar al ExoMars Rover hasta la superficie marciana.

Precisamente porque conocemos la hostilidad del espacio, celebramos que en 2016 se hayan logrado con éxito cuatro nuevas expediciones a la Estación Espacial Internacional, a donde siguen llegando astronautas a conducir nuevos experimentos más allá de nuestro planeta. Si algún día los humanos llegamos a Marte o desarrollamos tecnologías que serían imposibles de imaginar en la superficie del planeta, será gracias a los pequeños pasos que dan todos los días estos talentosos hombres y mujeres a 400 kilómetros de la Tierra.

El 2016 estuvo marcado por circunstancias en las que los hechos objetivos tuvieron menor influencia en la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal. Parece importante recordar que existe un Universo más allá de nuestras narices. Un Universo donde no somos los amos sino, en realidad, una forma de vida inmadura. Somos una sociedad basada en la ciencia y la tecnología, pero en la que la educación científica es escasa y el pensamiento crítico se desplaza fácilmente por la rabia. Tal vez la única forma de detener la mezcla inflamable de ignorancia y poder que ahora parece hervir a fuego lento sea volver a sorprendernos por aquello que no comprendemos y, en lugar de ignorarlo, darnos la oportunidad de aprender.

Por Juan Diego Soler

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