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El enigma emblemático al que se enfrentan los estudiosos de la política colombiana es, por supuesto, la aparentemente incesante coexistencia de violencia y democracia. La fallecida politóloga Ana María Bejarano, junto con Eduardo Pizarro, lo expresaron de la forma más conmovedora en 2005, cuando describieron la democracia colombiana como una democracia asediada: “Es cierto que las elecciones se llevan a cabo regularmente, pero los candidatos y los políticos electos son asesinados regularmente. La prensa está libre de la censura estatal, pero los periodistas y académicos son asesinados sistemáticamente” (Bejarano & Pizarro 2005: 237).
Esto continua siendo cierto en gran medida: la democracia en Colombia es más precaria en aquellos lugares donde los actores extrainstitucionales ocupan el campo de juego. Sin embargo, aunque la amenaza a la democracia en Colombia emana del mismo campo de juego extrainstitucional, esto no significa que estos actores sean los mismos. De hecho, no lo son: los grupos post-Farc tienen más en común con los grupos post-paramilitares que con su grupo madre, las Farc-EP. Pareciera que algo nuevo se está cociendo en el horno.
Tampoco es seguro que los efectos sobre las instituciones democráticas vayan a ser similares a los que hemos visto en el pasado. Sin embargo, si algo nos ha enseñado la incidencia y las revelaciones de la parapolítica, es que los cambios en los sistemas de violencia local en Colombia tienen efectos institucionales de “abajo hacia arriba”. Habrá que ver cuáles serán en este nuevo ciclo de violencia que teoriza Francisco Gutiérrez Sanín. Sin embargo, los continuos asesinatos a miembros de las Juntas de Acción Comunal desde la implementación de los Acuerdos de La Habana sugieren que los efectos son, de hecho, sistemáticos. ¿Qué sistema en concreto está detrás de estos asesinatos? Sólo nuevas investigaciones podrán demostrarlo.
La tenacidad de la violencia es tanto más trágica, en cuanto a los progresos que ha realizado Colombia desde 1991 no han sido sino extraordinarios. Es evidente, más allá de toda duda razonable, que Colombia tiene un régimen constitucional muy liberal, con tribunales capaces de proteger la integridad del orden constitucional, opciones electorales cada vez más diversas y viables, y una sociedad civil vibrante que contribuye a un cambio real. Sin embargo, sigue siendo desconcertante precisamente por esta misma razón -el notable régimen constitucional colombiano- que el Estado colombiano y su régimen constitucional sigan siendo débiles a la hora de combatir las tendencias oligárquicas que socavan los derechos democráticos dentro de espacios territoriales específicos.
Es aquí donde la democracia permanece asediada, y los ciudadanos se enfrentan a lo que el politólogo canadiense Maxwell A. Cameron denomina restricciones oligárquicas: los agentes autónomos no pueden ejercer libremente su derecho al razonamiento práctico y al juicio moral en cuestiones políticas, cuando los actores violentos criminales pactan con los políticos.
Por supuesto, una parte adicional del misterio de las estructuras persistentes y asediantes que socavan las prácticas democráticas a nivel local desciende del hecho de que Colombia sí ha tenido varios intentos de apaciguar ese campo de juego extrainstitucional; llevando a cabo procesos de paz tanto con la mayor organización paramilitar (paraguas), las Auc, como con la insurgencia más contundente, las Farc-Ep. Sin embargo, los actores armados no estatales siguen acosando a la población local, decidiendo sobre sus derechos de reunión y libertad de expresión y sobre las organizaciones de la sociedad civil que intentan democratizar la sociedad colombiana, quienes tras el acuerdo suelen pagar el precio más alto. Pareciera que el saber cómo establecer un control coercitivo concentrado localmente es un rasgo difícil de desaprender. Es precisamente debido a la aplicación de este know-how que las realidades locales para los civiles en los territorios afectados por la violencia tienen un aspecto muy diferente. Una mezcolanza de actores sigue desarrollando su propio estilo de gobierno, en el que la violencia armada y la represión son componentes esenciales.
En un reciente taller celebrado en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de Berlín, el profesor Francisco Gutiérrez Sanín sostuvo que la guerra clientelista entre insurgencia y contrainsurgencia, que en su opinión asoló Colombia entre finales de la década de 1970 y finales de la década de 2000 (y cuyo final definitivo fue la desmovilización de las Farc-Ep), surgió de la demanda local.
Es una de las razones por las que la violencia, en particular la violencia contrainsurgente durante ese periodo, no puede explicarse fácilmente con un argumento genérico: las condiciones locales (sociales, económicas y políticas) importan, y difieren según el lugar. También argumenta, creo que de forma convincente, que el fin de las Farc-Ep significa el fin de la guerra contrainsurgente: la violencia ha disminuido sustancialmente. Sin embargo, encajando en el cliché de que todos los finales traen consigo nuevos comienzos, el fin del conflicto contrainsurgente podría significar el comienzo de un nuevo ciclo de violencia; y la erupción de la violencia en aquellas zonas que a menudo han experimentado estos episodios violentos (Nariño, la zona fronteriza con Venezuela, el norte del Caribe, etc.). Los sucesos ocurridos en estos territorios desde la implementación de los Acuerdos de La Habana afirman inquietantemente estos temores.
Es una observación intrigante que los grupos post-desmovilización de las Farc y las Auc compartan más similitudes entre ellos que con su respectivo grupo predecesor. Bien podría ser que los procesos de paz, que como he demostrado con mi colega Annette Idler de la Universidad de Oxford, desarraigan los patrones de comportamiento de actores armados no estatales, también tengan un efecto de convergencia. Sin duda, las trayectorias de cada proceso de paz, y más concretamente la evolución de cada grupo durante cada proceso, evolucionaron de forma muy diferente, reflejando las diferencias sistemáticas que el profesor Gutiérrez había documentado en su ensayo “Telling the difference”.
En este punto sigue siendo una hipótesis, pero parece haber cierta convergencia resultante del compromiso político en los procesos de paz con dos actores armados no estatales ideológicamente opuestos. ¿Que rasgos tienen en cómun Los grupos post-Farc y post-Auc y que los diferencia con su respectivo grupo predecesor? Están mucho más criminalizados y son menos políticos que sus grupos de origen. Sin embargo, dado que están integrados por las mismas personas que formaron parte de las estructuras de las Auc o las Farc, y que, en consecuencia, están bien entrenados en el ejercicio del poder político localizado respaldado por la espada de hierro de la coerción, combinan una empresa criminal con el conocimiento de la construcción de instituciones localizadas que, la mayoría de las veces, sirven al propósito del control territorial: una práctica altamente política.
Por lo tanto, es alarmante la posibilidad de que nos encontremos al principio de un nuevo ciclo de conflicto, que no tiene por qué ser un reflejo de los anteriores, pero que, al igual que los anteriores, tendrá nuevas implicaciones institucionales. Los dos procesos de paz anteriores hicieron más que visibles las implicaciones políticas de los focos localizados de coerción por parte de actores insurgentes y contrainsurgentes, de manera más polémica con el escándalo de la parapolítica. En ese contexto, es importante recordar que no sólo son los actores armados los que están mermando la calidad de la democracia en territorios específicos del país.
En repetidas ocasiones, las élites han demostrado estar confabuladas con actores armados ilícitos, operando sus redes clientelares al margen de la legalidad. Investigaciones recientes (Prem et. al 2018) han demostrado que estas redes clientelares persisten hasta el día de hoycon consecuencias letales para los líderes sociales que siguen siendo asesinados en zonas periféricas del país. La incorporación de redes de confianza cerradas y coercitivas -eso es lo que son los actores armados no estatales desde una perspectiva sociológica- en el tejido del Estado -eso es lo que sucede si las redes conspiran con actores políticos legales desde una perspectiva de ciencia política- tiene el potencial no solo de dañar la gobernanza democrática, sino, posiblemente más crucial, el Estado de derecho.
*Este es el primer artículo de la serie Apuntes de la Paz Total, que surgió tras un encuentro académico ocurrido en la última semana de enero de 2023 en el Instituto Latinoamericano de Berlín, en Alemania. El evento reafirmó los lazos de la cooperación bilateral entre Alemania y Colombia, en la que la educación y la ciencia vienen tomando fuerza y conquistado nuevos espacios.
**Postdoctorado del Instituto Latinoamericano de Berlín y miembro asociado del Nuffield College, University of Oxford. Autor del libro Constitutional Origin and Norm Creation in Colombia. Discursive Institutionalism and the Empowerment of the Constitutional Court, publicado por Routledge.