Las bandas criminales y el orden paralelo estatal que gobierna en Medellín

Laura Bonilla
26 de junio de 2025 - 05:36 p. m.
El acto del presidente Petro y la asistencia de los nueve jefes de las bandas criminales ha tensionado aún más la relación con las autoridades locales de Medellín.
El acto del presidente Petro y la asistencia de los nueve jefes de las bandas criminales ha tensionado aún más la relación con las autoridades locales de Medellín.
Foto: El Espectador y Presidencia
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En Colombia, la proliferación de grupos armados ha sido explicada tradicionalmente desde causas estructurales como la desigualdad, el acaparamiento de tierras y la ausencia del Estado. A esto se sumó una matriz ideológica diversa, donde distintas guerrillas buscaron —cada una con su libreto— derrocar el orden capitalista o, al menos, reformar sustancialmente el Estado y la economía. En respuesta, los grupos paramilitares no solo combatieron la insurgencia, sino que emprendieron una contrarrevolución silenciosa contra la base social de la izquierda y todo aquel que en el camino se atravesara. Esa guerra fue financiada y armada por élites políticas y económicas, muchas de las cuales encontraron en el paramilitarismo una vía para proteger sus intereses, expandir su control territorial y redibujar el mapa político a su favor. En varias ciudades, incluso, lograron instaurar una forma de “seguridad negociada”.

Pero estos tres orígenes —la insurgencia, la contrainsurgencia y la criminalidad pura— han terminado por confluir en propósitos que hoy se asemejan menos a una revolución marxista o a su espejo paramilitar, y más a una perversión del orden espontáneo de Friedrich Hayek. Este filósofo y economista austro-británico, citado con fervor por los libertarios antiestatales, propuso que los sistemas complejos podían autorregularse sin necesidad de intervención estatal. Valga la aclaración: Hayek no tiene la culpa de que su teoría haya terminado describiendo, aunque sea parcialmente, el comportamiento de la criminalidad organizada en Colombia.

El 21 de junio, el presidente Gustavo Petro subió a una tarima en la plaza de La Alpujarra, en Medellín. Lo hizo junto a cabecillas de bandas delincuenciales con los que el gobierno sostiene una mesa de conversación sociojurídica, cuyo objetivo declarado es el desmantelamiento progresivo de esas estructuras. No es fácil: en Medellín existen cerca de 350 combos subordinados a 20 estructuras mayores, o bandas como se las conoce en la jerga local. Aunque la negociación explícita no ha sido constante, como lo interpretaría Hayek, el orden espontáneo ya había llevado a que autoridades locales y bandas criminales trazaran sus propios límites.

Con o sin diálogo formal, se habían pactado fronteras implícitas: a nadie le convenía que la ciudad estallara en violencia homicida. A cambio, se tolera que —según datos de EAFIT— cerca de 200 mil hogares paguen extorsión, y que poblaciones vulnerables como niños, jóvenes y migrantes sean sistemáticamente afectadas. Este proceso enfrenta un cuello de botella que, a mi juicio, es más estructural que legal: no se trata solo de la ausencia de un marco normativo para ofrecer beneficios o de una insuficiente capacidad institucional para procesar desmovilizaciones colectivas.

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El problema de la paz urbana no es exclusivamente ético, aunque los dilemas morales sean válidos. El verdadero nudo está en el desacuerdo sobre lo que se está negociando. Mientras el gobierno nacional parte de la premisa de que las bandas se desarmarán a cambio de mayor presencia estatal, muchas de estas estructuras exigen lo contrario: un pacto de no intervención. Lo que se negocia es la garantía de una presencia mínima del Estado en sus zonas de operación, donde ellas dictan el orden. Ese orden no implica justicia ni legalidad, sino funcionalidad: no robar en ciertos barrios, obedecer a la autoridad armada, regular mercados ilegales —como el microtráfico o el transporte informal—, intermediar bienes públicos y, en ocasiones, suprimir la competencia violenta. No piden un Estado garante: quieren un Estado mínimo, sin democracia ni ley, pero funcional y eficiente en términos de control violento.

En ciudades como Buenaventura o Quibdó, los pactos de no agresión pueden ofrecer beneficios humanitarios inmediatos. Pero en Medellín, ese pacto ya existe desde hace años. Las bandas actuales son el resultado de una acumulación histórica: cárteles jerárquicos, guerrillas urbanas, paramilitarismo y oficinas de cobro. Como señaló alias Douglas tras el evento en La Alpujarra, ha existido una relación funcional entre criminalidad organizada y gobiernos locales. El fantasma de la “Donbernabilidad” —la domesticación del crimen organizado— sigue vigente.

Y aquí está la paradoja: es posible reducir los homicidios —una meta legítima y necesaria— a costa de aceptar una forma de sometimiento y la pérdida de libertades para buena parte de la población. Es decir, admitir la existencia de un orden paralelo al estatal. El problema no es su viabilidad fáctica, sino su inviabilidad jurídica. Ningún Estado ha renunciado formalmente a su potestad para cobrar impuestos, impartir justicia o garantizar seguridad. Mucho menos ha legitimado mercados criminales como la extorsión o la explotación sexual infantil como parte de un acuerdo.

El Estado colombiano enfrenta a un neopatrimonialismo armado: una forma de gobierno en red, articulada en torno a grupos armados con control territorial, capacidad normativa y autoridad económica. Estas estructuras sustituyen parcialmente al Estado mediante coerción, intermediación y provisión de servicios. Su lógica no es ideológica ni transformadora, sino patrimonial: acumular, distribuir y ganar legitimidad social mimetizándose con el tejido comunitario. Su poder se basa en regular mercados, imponer normas y establecer pactos informales de gobernabilidad. Pero sobre todo, en su capacidad de daño: inmediata, económica y difícil de controlar.

Incluso si el Estado lograra un marco legal para negociar con cabecillas, el verdadero reto es procesar y reincorporar a los miles de jóvenes que conforman la base operativa de estas bandas. ¿Tiene la Fiscalía la capacidad de judicializarlos? ¿Puede el Estado ocupar institucionalmente los territorios para evitar que nuevos liderazgos reemplacen a los viejos?

El dilema mayor es si estamos dispuestos a desmontar los mercados ilegales que estas estructuras regulan. Si el Estado no puede reemplazar la oferta de drogas, de seguridad informal o de transporte alternativo, el desarme de las bandas puede derivar en nuevas disputas más caóticas y violentas. La demanda no desaparece por decreto.

Más allá de la pugna entre Fico Gutiérrez y Gustavo Petro, Medellín enfrenta el desafío de desmontar un ecosistema político-económico informal sostenido por instituciones no oficiales cada vez más sofisticadas y eficientes. El debate no puede limitarse a “negociar o combatir”. Debe partir por comprender la naturaleza del orden instalado: uno que combina violencia, legitimidad social, funcionalidad económica y capacidad normativa. Un orden que, aunque no lo diga, ya gobierna.

Ni el modelo de paz negociada con insurgencias marxistas ni la estrategia de sometimiento puro con narcotraficantes son aplicables. Esta es la paradoja entre Hayek y Marx: uno defendiendo un Estado mínimo virtuoso, el otro denunciando estructuras de dominación. Mientras tanto, los gobiernos local y nacional siguen atrapados en disputas institucionales, mientras los grupos armados de Medellín construyen un tercer camino: un Estado mínimo violento, no liberal, que garantiza mercados, castiga disidencias y reproduce monopolios armados como forma de gobierno cotidiano.

Sí se puede negociar con el neopatrimonialismo armado, pero no como con actores políticos clásicos. La negociación debe asumirse como un proceso para desarmar un ecosistema, no como un pacto con una organización jerárquica. Se necesitan agendas más específicas, con metas de desarme funcional acompañadas de incentivos reales. Por ejemplo, eliminar la extorsión exige capacidad para atender denuncias, proteger a víctimas y desactivar la capacidad violenta de los grupos.

En lugar de pilotos abstractos, podrían impulsarse acuerdos sectoriales concretos: en el transporte informal de una comuna, por ejemplo, el Estado podría implementar un esquema de regulación de bajo costo, regularizar rutas de mototaxis e incluir a jóvenes en programas sociales con transferencias monetarias condicionadas.

Asimismo, es necesario admitir que hay zonas donde el Estado no puede imponer de inmediato su autoridad, incluso porque el costo en vidas humanas sería demasiado alto. En esos casos, fortalecer mecanismos comunitarios de justicia y convivencia, junto con la sustitución de mercados ilegales por otros regulables —como el entretenimiento nocturno, la economía circular o la logística urbana—, puede facilitar la reconversión de liderazgos armados.

Finalmente, es crucial separar la negociación directa con los armados de la estrategia de largo plazo para disputar su legitimidad funcional mediante una presencia estatal sectorial, articulada y eficaz. Es decir, recuperar el gobierno de lo cotidiano: el transporte, la seguridad barrial, los servicios públicos. Pero todo esto exige un compromiso sostenido para construir intermediaciones estatales fuertes, no políticas tímidas o de bajo impacto. El estado mínimo y no interventor es justamente lo que buscan los mercados ilegales.

Como he argumentado aquí, las estructuras criminales actuales no buscan replicar a Marx: su modelo se parece mucho más a una distorsión del Hayekismo que a la pretensión de justicia social.

✉️ Si le interesan los temas de paz, conflicto y derechos humanos o tiene información que quiera compartirnos, puede escribirnos a: cmorales@elespectador.com; pmesa@elespectador.com o aosorio@elespectador.com.

Laura Bonilla

Por Laura Bonilla

Subdirectora de la Fundación Pares y analista política. Politóloga y magister en Estudios políticos con diploma de altos estudios europeos en América Latina Contemporánea. Experta en análisis de conflictos armados, violencias organizadas y patrones de violencia contra civiles.

 

Ulises20(10892)27 de junio de 2025 - 03:31 p. m.
Más claro no canta un gallo. Por eso la reacción indignada de los interesados o de quienes creen que la tierra es plana.
Jairo Humberto Escobar Higuera(24834)27 de junio de 2025 - 02:04 p. m.
Pese a la apariencia de orden y legalidad que disfruta el turista en Medellin, basta vivir unos meses allá para comprobar que el control real de los barrios populares lo tienen los delincuentes...que son dueños de las ollas de vicio (plazas) que extorsionan los negocicios, cobran arri3ndos retrasados y cuidan los autos en las calles....No sabe uno si la ausencia del Estado propicia este "control mafioso" o al contrario. Ahora si no te metes con ellos no tendrás problema.
Pedro Juan Aristizábal Hoyos(86870)26 de junio de 2025 - 06:57 p. m.
Traer a Von Hayek heredero de la Escuela austriaca de economía y padre del neoliberalismo es una buena idea. Hayek, su apuesta por el caos es tremenda por su mentaliadad craticida. El estado es fundamental. La ley de oferta ya no y menos la neoliberal
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