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Esta columna no nació en Bogotá. Nació en el norte del Cauca, en Cajibío, en las montañas fértiles donde las comunidades insisten en algo muy escaso en Colombia: existir. Para ellas, eso implica poder vivir, sembrar y también resistir. Y nació también en las notas cuidadosas de Linda Posso: mujer negra, lideresa social, colega brillante en la Fundación Paz y Reconciliación, y referente moral de nuestro trabajo en Buenaventura y el pacífico. Esta columna es para ella y gracias a ella. Por su voz, su mirada, su valentía.
Cajibío es hoy el escenario de una disputa brutal y decisiva: una lucha por la tierra frente a una de las multinacionales de papel más grandes del planeta. Desde hace más de cuatro décadas, Smurfit Westrock –antes Cartón de Colombia– ha extendido su poder sobre el territorio a través de compras, arriendos a largo plazo y acuerdos institucionales. Ha convertido sabanas comunales en monocultivos de pino y eucalipto, ha desplazado la vocación alimentaria de la región, y ha secado la tierra con árboles que no alimentan ni protegen, sino que agotan la tierra poco a poco.
Las coníferas como pino o eucalipto son especies inducidas en Colombia con una gran demanda para la producción de papel, pero altos costos ambientales. Aún con buenos manejos y resiembra, agotan el suelo, lo acidifican y además requieren grandes cantidades de agua que comprometen la disponibilidad hídrica para otras necesidades como la agricultura. El cartón no se come, y los beneficios económicos en impuestos y regalías entran al ciclo de la corrupción, regional y nacional.
La empresa controla más de 67 mil hectáreas en Colombia. Solo en Cajibío, concentra al menos 2.900 en propiedad y 600 en arriendo. Pero lo que importa no es el número, sino el impacto: el agua escasea, el suelo se degrada, las semillas nativas desaparecen y con ellas los vínculos que sostienen la vida comunitaria. La tierra fértil que antes producía comida ahora produce cartón para la exportación. Y ese modelo –que parece técnico y productivo– es en realidad una forma de despojo ambiental, económico y cultural.
Pero Cajibío no se rinde. Frente a esta ocupación extractiva, las comunidades indígenas Nasa y Misak, campesinas y afrodescendientes sin tierra han creado el Territorio de Vida Interétnico e Intercultural de Cajibío (TEVIIC). No es solo un nombre: es una declaración política. En 2021, 150 campesinos recuperaron una plantación y comenzaron a sembrar comida. Desde entonces, ocupan pacíficamente, cultivan colectivamente, enseñan, resisten. Reivindican el derecho a permanecer, a producir, a decidir sobre su territorio.
El TEVIIC es un actor legítimo que interpela al Estado, que exige que se cumpla la Constitución, que pide interlocución, no represión. Pero la respuesta institucional ha sido, como tantas veces, insuficiente y parcial. La Fuerza Pública ha sido denunciada por actuar en favor de la empresa, e incluso por permitir el ingreso de actores armados ilegales a predios en disputa. En junio, una Misión de Verificación Humanitaria documentó violaciones sistemáticas de derechos humanos, y aún así, el gobierno no ha tomado una decisión clara.
Smurfit Westrock no opera sola. Su poder no es solo económico, es también político. Participa en gremios como ACOFORE, ha financiado campañas presidenciales, tiene asiento con voz y voto en el Consejo Nacional Ambiental, y recibe certificaciones ambientales que blanquean sus prácticas. Es el rostro corporativo de un modelo que privilegia los monocultivos y desprecia la soberanía alimentaria, que protege los intereses de exportación pero no los derechos de quienes viven y cultivan la tierra.
Y aquí es donde la historia de Cajibío se vuelve más que local: se vuelve una disputa por el modelo de país. ¿Queremos un país que exporte papel mientras importa comida? ¿Un país donde el acceso a la tierra sea un privilegio condicionado, y no un derecho? ¿Una democracia donde se criminaliza la protesta y se invisibiliza la resistencia?
La Constitución es clara. El artículo 64 ordena al Estado promover el acceso progresivo a la tierra para campesinos sin tierra. El 79 protege el derecho colectivo a un ambiente sano. Y la Corte Constitucional ha dicho, una y otra vez, que la tierra no es mercancía, es sustento y raíz de los pueblos. Pero entre lo que dice la norma y lo que se vive en Cajibío hay un abismo. Y ese abismo es político.
Las comunidades articuladas en el TEVIIC no están pidiendo favores. Están exigiendo justicia. Piden detener la expansión de los monocultivos industriales. Garantizar el acceso a la tierra. Sancionar el uso abusivo de la fuerza. Ser reconocidas como interlocutoras en la reforma rural. Iniciar procesos reales de reparación colectiva. Y tienen razón. Porque lo que está en juego no es solo un pedazo de tierra: es la posibilidad misma de habitar con dignidad.
A Smurfit Westrock se le exige lo mínimo: que no compre tierras en zonas de conflicto, que reconozca los daños causados, que se someta a los Principios Rectores de la ONU sobre Empresas y Derechos Humanos. A la comunidad internacional, que mire este caso con atención, porque aquí se decide si los derechos humanos pesan más que los balances corporativos. Y a la sociedad colombiana, que entienda que Cajibío no es una excepción: es una advertencia.
En Cajibío se defiende el derecho a cultivar y a vivir. A sembrar comida, a criar hijos, a morir en la misma tierra donde se nació. En Cajibío, la vida se resiste. Y mientras eso ocurra, todavía hay esperanza.
* Esta columna nace originalmente del corazón de Linda Posso, nuestra colega y coordinadora de la oficina de Pares en el pacífico colombiano.
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