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Desde hace varios meses se percibe en el ambiente un tufillo de censura que, sin ser expresa, parece estar contaminando buena parte de la actividad cotidiana en Colombia. Lo que en un principio parecía un esperable cambio en el discurso por parte de la nueva administración, con expresiones desafortunadas, pero aún aisladas, como la condena a la protesta social, hoy ya han logrado un nivel de acumulación que evidencia una política soterrada pero muy clara de silenciamiento de ciertas voces que pueden incomodar.
Ejemplos de esa tendencia hay muchos. Está, por ejemplo, el anuncio hace unas semanas del cierre de Noticias Uno, noticiero independiente y muy crítico con las políticas del gobierno, bajo pretextos financieros que poco convencen a quienes creemos que sus necesarias denuncias llegaron a un punto de intolerancia para los poderosos cuestionados con frecuencia en ese espacio. De otro lado, el Gobierno ha dejado de apoyar los eventos culturales internacionales en los que tradicionalmente había participado, a pesar de poder implicar expresiones de denuncia y disenso a sus políticas. También se conoce que desde el Centro de Memoria Histórica se ha manipulado la muestra itinerante del Museo de Memoria “Voces para Transformar a Colombia”, creada en la administración anterior, para quitar, por ejemplo, el relato imprescindible de nuestro conflicto que da cuenta de la violencia contra la Unión Patriótica. Sabemos también que el poder religioso y judicial también está en la cruzada de censurar la obra de Juan Pablo Barrientos sobre pederastia en la iglesia católica colombiana. Ello sin entrar a hablar del manejo tan arbitrario, violento y estigmatización con el que se han abordado las marchas y protestas de diversos sectores sociales del país con el fin de silenciarlas.
Hace unas semanas se presentó un acto claro de censura en el marco del 45º Salón Nacional de Artistas que organiza el Ministerio de Cultura. Luego de un acuerdo logrado entre los organizadores del evento y unos artistas plásticos, se intervino la pared del Centro Colombo Americano que da sobre el eje ambiental en el centro de la ciudad. Se trataba de un mural pintado por dos artistas actuando dialógicamente para presentar imágenes que denunciaban el moralismo sexual, el colonialismo político, la corrupción, el maltrato ambiental desde el poder, entre otros asuntos que, aparentemente, resultaron intolerables para la entidad cuya pared exterior fue utilizada en esta creación. Sin mediar conversación alguna con los artistas, se encargó a unas personas para que pintarán de blanco el mural aún no terminado, tapando, estratégicamente, las imágenes más polémicas de la composición. Ello, en una clara violación al derecho a la libertad de expresión de los artistas que, en medio de un evento artístico público, debía garantizarse, sin importar que la pared fuera de una entidad pública o privada, pues las características del evento y el contexto de su creación eran de naturaleza absolutamente pública. Además, la vulneración de derechos no solo recayó en los artistas; violentó también a la ciudadanía negándole arbitrariamente el derecho a conocer una obra creada como parte de un evento precisamente diseñado para el público de la ciudad. Se le censura el derecho a conocer el mensaje, la denuncia y la crítica, desconociéndola como agente activo en democracia de esa misma libertad de expresión. Días después ocurrió algo similar con una imagen gráfica en una pared denunciando los falsos positivos, en el preciso momento en que este asunto está siendo abordado por la Justicia Especial para La Paz y en el que la verdad se torna urgente para construir un verdadero relato de lo que nos ha pasado como sociedad en tránsito hacia la paz.
Sorprende que un Gobierno que se precia de encarnar la verdadera democracia y que critica tanto las conductas ‘dictatoriales’ que ocurren en tierras vecinas y que enarbola con tanto orgullo el discurso de la libertad ante los organismos internacionales, sea el que propicie prácticas tan contrarias a los mínimos valores de cualquier democracia. Impedir el ejercicio libre del derecho a denunciar, protestar y rebelarse contra lo establecido es una clara violación a la libertad de expresión que tiene todo ciudadano dentro de un sistema de este tipo. Poder expresarse contra lo que no se considera justo o ridiculizar las formas del poder, constituye un deber ciudadano que mediante el arte puede encontrar un canal de expresión y vigilancia sano, deliberante y cercano al público. Impedir la posibilidad del diálogo ciudadano en lo público sobre lo público, es un acto antidemocrático y verdaderamente arbitrario que pone en grave riesgo la vigencia de una democracia como la colombiana, tan frágil y amenazada.
Queda muy mal parado ante el sector de las artes creativas que el actual Gobierno que hoy se presenta como su aliado -al hablar de promover la ‘economía naranja’- no reaccione firmemente cuando un acto de censura se comete, en especial en un contexto de promoción y divulgación de esas artes que dice querer proteger. La posibilidad de interpelar el poder, de cuestionarlo y confrontarlo debería ser no solo respetada sino promovida como una práctica sana que permite a la sociedad construirse desde la diferencia y el reconocimiento del otro. No podrá existir ninguna conexión con el sector cultural, ni con la ciudadanía como receptora de sus obras, si desde quienes tienen el poder sigue presentándose este sesgo limitante que condena la expresión libre, la crítica y la contradicción y solo admite versiones disciplinadas que aplauden el establecimiento.
En Twitter: @julibuscel