Por Angélica María Cuevas*
Ciro, valiente: perdón en nombre del país que tanto dolor te ha causado; en nombre de la Colombia más violenta, de la nación de la indiferencia y la brutal desigualdad. Perdón, Ciro, en nombre del país que permite que campesinos como tú y tu familia sean atropellados una y mil veces por los bandidos y por el Estado. Perdón porque una parte de tu historia ocurre aquí en Bogotá, justo al lado de la mía y, sin embargo, yo la desconocía.
La historia de Ciro Galindo -respetuosa y delicadamente llevada al cine por Miguel Salazar, en el documental ‘Ciro y yo’- abrió nuevamente en mí una puerta que pocas veces he desasegurado. Yo la llamo “mi duelo de país”: una sensación de que necesito llorar a Colombia.
Quizá la primera vez que tuve plena conciencia de esto, acababa de llegar de la universidad y en el noticiero vi el aviso de “Noticia de última hora”, al que ya nos habíamos acostumbrado en una época de tragedias ininterrumpidas. La presentadora comenzó a decir que, “al parecer por error”, las Farc habían asesinado en algún lugar de la selva a once de los doce diputados del Valle que llevaban cinco años secuestrados por esa guerrilla. Sentí un vacío por dentro y lloré sin parar.
Y aunque sabía que era un hecho cruel y doloroso, se me hizo difícil entender por qué reaccionaba así, si yo había crecido en la Medellín de los 90 que estuvo plagada de noticias trágicas. Ya una vez mi mamá me había protegido de una balacera, había visto a varios muertos en las calles, conocía el color de la sangre en el pavimento, había tenido amigos del colegio que crecieron con sus papás presos por delitos de drogas en Estados Unidos; me había acostumbrado a las palabras secuestro, desplazamiento, narcotráfico, sicario, carro-bomba, asesinato...
Pero la muerte de los diputados me llegó a un lugar que yo no podía explicar, y que me hizo sentir un dolor inusual, por ellos y por todas las familias que quedaban huérfanas. Ese nudo en la garganta regresó cuando vi a Ciro Galindo en la pantalla. Su historia se convirtió en la mía y en la de muchos colombianos, estoy segura. Ciro tiene un acento que se me hace dulcemente familiar: es tolimense, como mi mamá, mi papá y mis abuelos. Su humildad y su mirada me recuerdan a mi abuela Idaly, quien tuvo que huir de esa tierra, como él, por la guerra bipartidista. Ella pudo haber elegido ir a Caño Cristales, en La Macarena, como Ciro, pero no lo hizo, y eso me entregó a mí y a mis hermanos la oportunidad de vivir en una Colombia menos vulnerable y con más oportunidades. Crecí en Medellín. No fui del campo, no sufrí la violencia del campo.
El hermoso documental sobre Ciro Galindo me llega al corazón porque siento que hay trozos de mi historia familiar que este país me arrebató. Cuando Idaly huyó una noche de Santiago Pérez, en el Tolima, muerta del miedo, montada en una canoa por el río y con mi papá siendo un niñito, mi relato familiar se fragmentó para siempre. La abuela volvió muy pocas veces al pueblo. Hoy casi no habla de ese pasado y yo a veces siento que no sé muy bien de dónde vengo.
Antes de ‘Ciro y yo’ me venía preguntando cómo sería esa vida de la abuela antes de La Violencia. Había días en que me obsesionaba la idea de conocer ese pasado, pero Ciro Galindo me hizo ver que no solo me hacen falta páginas de mi historia familiar, sino que desconozco en gran medida qué pasó en este país en los años más cruentos de la guerra. Ciro vino a recordarme de dónde vengo, así que tomo su historia como personal. Finalmente somos hijos de la misma Colombia.
Cuando vi a Ciro Galindo personificar el rostro más crudo de la historia de mi país -la cara del campesino marginado por quienes vivimos en las ciudades- me pregunté por qué el azar lo llevó a él a ser un perseguido, un desplazado; por qué la guerra se le llevó a dos hijos y a su esposa Anita; por qué Colombia eligió para él el dolor y para mí el bienestar.
Por eso, no puedo dejar de imaginarme que lo tengo al frente para decirle: Ciro, perdón, en nombre de la nación de la indiferencia y la brutal desigualdad.
*Periodista de Dejusticia