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Cada 6 y 7 de noviembre se recuerda lo ocurrido en 1985: la toma y retoma a sangre y fuego del Palacio de Justicia en Bogotá. En esos hechos prevaleció la brutalidad y el desgobierno. Se pisoteó la dignidad de los magistrados, la de todas las personas que se encontraban en ese recito y la de sus familias. Bienvenidos los actos simbólicos, pero treinta y siete años después varias de las victimas siguen alzando su voz bajo una conjunción de sentimientos, donde el dolor y las decepciones son arropadas por la valentía para continuar exigiendo justicia.
Es merecido y solidario exaltar a los jueces que han entregado la vida en el cumplimiento de su deber; también a quienes día a día trabajan por la noble labor de administrar justicia con dedicación, honestidad y vocación de servicio. Este es un momento propicio para reflexionar sobre el peligro que implica desprestigiar a los jueces de la República. Se ha vuelto costumbre que ciertos medios de comunicación, programas amarillistas y algunos dirigentes políticos, con desconocimiento de la ley e imprudencia, atribuyan a los jueces responsabilidad por no encarcelar a los presuntos delincuentes, cuando la desbordada criminalidad e inseguridad no depende de ellos.
La permanente afectación a la vida, la integridad y los bienes de las personas produce miedo e indefensión. Si esas conductas no se castigan con la privación de la libertad o con condenas en establecimiento carcelario, aumenta la zozobra y la percepción de impunidad. Está arraigada una concepción negativa respecto a los jueces y los administradores de justicia; es común escuchar que la policía captura a los delincuentes y los jueces los dejan libres; que los funcionarios judiciales son corruptos, morosos e impreparados; proclives a las dádivas y a las influencias. Se ha creado un enfrentamiento entre jueces y sociedad, una controversia que degrada la independencia de los jueces y conduce al debilitamiento institucional.
En el ejercicio de la abogacía y el litigio, algunos profesionales actúan con negligencia, están desactualizados, descuidan los términos y actuaciones procesales, prometen ganar casos; y otros son expertos en dilación judicial. Ante sentencias o providencias adversas, se culpa al juez: no sabe, se equivocó, se parcializó, lo compró la contraparte; es como si esa especial atribución del juez imparcial cuyas ordenes están ajustadas a la ley, fuese una utopía o cosas del pasado.
En los procesos judiciales se obtiene resultados favorables y desfavorables dentro de un escenario de argumentos y pruebas. Respecto a los de delitos se pide penas severas, aunque existe un marco constitucional y legal que el juez no puede esquivar, se impone la garantía al debido proceso que comprende el derecho de contradicción y defensa para todas las personas. Difícilmente un operador judicial toma decisiones unilaterales, arbitrarias o sin fundamento legal, dadas las consecuencias penales y disciplinarias que le puede acarrear; no obstante, estas decisiones como aquellas donde hay puntos de derechos difíciles, se pueden controvertir acudiendo a los recursos legales en el ámbito interno e incluso internacional; este es el camino, no los asesinatos, las amenazas o la persecución a los jueces.
Desde luego que hay fallas humanas, determinados servidores de la justicia no realizan su trabajo en forma idónea. Sin embargo, el problema de fondo es la crisis estructural de la justicia derivada de un escaso presupuesto, de un reducido número de jueces, funcionarios y oficinas, lo que generaliza la morosidad judicial. En materia penal, la Fiscalía igualmente congestionada y sin suficiente personal, es la entidad encargada de investigar los delitos y acusar ante los jueces y tribunales a quien se presume ha cometido algún delito; por tanto, privar u ordenar la libertad de una persona no depende exclusivamente del querer del juez. Además, hay problemas con el sistema penal vigente, la congestión carcelaria y otras graves deficiencias. Por todo lo anterior, desprestigiar a los jueces es insensato.
Finalmente, lo que resulta inaceptable y provoca un enorme daño a la sociedad y a la rama judicial es la comisión de delitos por parte de magistrados, jueces y funcionarios; aquí hay una responsabilidad individual. Dado que se ha destruido la confianza ciudadana y traicionado la majestad de la justicia, las sanciones deben ser oportunas, drásticas y ejemplarizantes.