Democracia real

José Antequera
11 de agosto de 2017 - 01:25 p. m.
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Mandela, generalmente homenajeado por personas de todos los sectores políticos, aunque seguro compañero de García Márquez en el infierno de María Fernanda Cabal, planteó en su momento una visión que resulta relevante en nuestros días: negando que fuera comunista pero reconociendo la influencia que las ideas marxistas habían ejercido en él, se calificaba a así mismo como un patriota. Según lo decía en su discurso, la lucha por los principios democráticos debía ser no sólo el principio de un programa, sino un fin en sí mismo y en función de la bandera de la reconciliación nacional.

Sin embargo, el significado de la democracia en este planteamiento no se reducía al hecho de las elecciones, sin negar su carácter insoslayable. En el documento más importante del Congreso Nacional Africano (ANC por sus siglas en inglés) conocido como el Estatuto de la Libertad, se hablaba de redistribución de la tierra y de otros asuntos obligatorios para la redistribución de la base del poder político, que es lo que le da valor en el fondo a la participación electoral.

Eso  mismo defendió Martin Luther King en un famoso discurso un año antes de su asesinato. La lucha por los derechos civiles y la lucha contra la guerra resultan inseparables en la medida en que la energía y el dinero que se van en los esfuerzos bélicos deberían ser en cambio invertidos en lo que Luther King llamaba “rehabilitación de los pobres”.

Con toda la supuesta tradición democrática colombiana, cuestionable por las cifras y la realidad del conflicto que estamos intentando terminar para siempre, no es fácil encontrar reconocimientos suficientes a quienes han luchado por la democracia real. Éste concepto supone tanto la defensa de principios como la alternancia del gobierno como la distribución equitativa del poder político en la base a partir de la garantía de los derechos sociales. No obstante, es eso lo que se lee también en documentos como el primer programa de la Unión Patriótica o en los discursos más recientes de Carlos Gaviria, al que criticaron mucho en su momento porque se atrevió a decir que en Colombia no había democracia refiriéndose en esa realidad que tiene que ir más allá de las formalidades en las que se concentran algunos a quienes sólo parecen preocuparles el orden y las buenas costumbres.

En la medida en que avanza el post-acuerdo va quedando claro el carácter fundamental de la disputa por la noción de democracia en nuestro país. La respuesta frente a ese vacío de mentiras de las élites tradicionales que encarnan con descaro los nombres ficticios de Cambio Radical y del Centro Democrático, tiene que ser la democracia real como la causa común para una convergencia. Eso significa que el Acuerdo de Paz que no se quede en la visión mediocre del desarme a cambio de la conversión de las FARC-EP en partido político. Lo que no nos sirve es que se termine tratando a ese Acuerdo histórico como se le trató al Estatuto de la Libertad en Sudáfrica, hermosamente expuesto en un memorial pero irrealizado en su perspectiva económica y social. En el fracaso sobre esa lucha posterior a los acuerdos de paz en Centroamérica y no en la supuesta impunidad, como han defendido muchos ingenuos, se encuentra la razón principal de grandes escaladas de nuevas violencias.

Para el presupuesto de 2018 el gobierno propone reducir las partidas para inclusión social, ciencia, tecnología, deporte y recreación, pero en cambio aumentar la del sector defensa, contra la promesa de que la paz permite mayor inversión social por el relajamiento de la presión militar.

A la hora de hablar de reconciliación deberíamos siempre recordar las reflexiones del Arzobispo Desmond Tutu, presidente de una Comisión de la Verdad como la que estamos cerca de crear en Colombia: “¿de qué sirve haber hecho esta transición si no aumenta y mejora la calidad de vida de las personas? Si no se consigue esto, el derecho al voto es inútil”.

 

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