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Por: Pablo Beltrán*
A los colombianos nos gusta la ficción. Quizá por eso hemos sido tan exitosos en materia literaria o en el mundo del audiovisual. Es posible que esa afición por la ficción tenga que ver con la dureza de nuestra realidad, por la omnipresencia de la violencia física y estructural en el día a día del país. Pero vivir en la ficción es extremadamente peligroso, especialmente cuando se trata de analizar los fenómenos políticos.
Iván Duque, el presidente electo, es dos. Uno de carne y hueso, atrapado en sus alianzas, deudor de una herencia política perversa, diseñado para mantener a Colombia en el pasado político y para llevarla a un futuro distópico. El otro, el de ficción, quiere ser como Emmanuel Macron, el presidente francés, y, cuando la imaginación se le dispara, aspira a emular con el primer ministro canadiense Justin Trudeau. Más allá del lamentable hecho de querer ser quien no se es y de seguir en esa dependencia colonial de compararse con los jefes de las metrópolis, hay que ser realistas y saber que Duque no es Macron y que Colombia no es Francia.
La realidad social, política, económica y cultural de Colombia requiere de soluciones colombianas y el estado de descomposición del modelo político diseñado por las élites del país no permite soñar con presidentes tecnócratas de la derecha disfrazados de centristas dialogantes. Eso no es posible.
Duque es Duque, como nos lo recordaron las personas más cercanas de su entorno en varias entrevistas postelectorales y eso, entre otras cosas, significa que responde a una trayectoria personal y a su breve recorrido político.
Lo único que comparte Duque con Macron es el manejo permanente de la denominada como postverdad. El ejemplo más claro tiene que ver con los procesos de paz que tambalean en el país. Cada vez que se le pregunta si va a “hacer trizas” lo pactado con las FARC o si va a romper la Mesa de Conversaciones con el ELN su primera respuesta es un rotundo “no” que luego matiza planteando cambios, ajustes o retoques que hacen inviables esos procesos.
Duque aún no es presidente y ya está alterando de manera significativamente el tablero en el que se juega la paz. El bloqueo de iniciativas incluidas en los acuerdos de paz firmados con las FARC y las condiciones guerreristas que se quieren imponer en la Mesa con el ELN suponen un golpe mortal a las esperanzas de una mayoría de colombianos y colombianos.
El gobierno constitucional de Juan Manuel Santos, que debería serlo hasta el mes de agosto, ya ha renunciado a sus obligaciones y escenifica cierta defensa de los procesos de paz, aunque le falta convicción y, ante todo, adolece de hechos políticos.
En el caso de la Mesa de conversaciones que se adelanta en La Habana, la parálisis de la delegación oficial comenzó antes del día de las elecciones. El ya entonces probable triunfo de Duque hizo modificar sustancialmente las posiciones de parte de la delegación, ya más pendiente de imaginar qué le gustaría a Iván Duque y los suyos que de lograr el acuerdo de cese al fuego bilateral, temporal y nacional tan trabajado durante los últimos meses. Para ese sector, ya desinteresado en el cese al fuego, el punto uno de la agenda, el de participación de la sociedad en la construcción de paz, le parecía una especie de sacrilegio. En resumen, la sola posibilidad del regreso del uribismo hizo presente a uribismo en una mesa en la que legalmente aún no tiene asiento.
Esto no es ficción. Es una dura realidad que hace pensar que vienen tiempos difíciles en los que lo avanzado en la conciencia colectiva del país en materia de construcción de paz puede ser botado a la basura en los primeros meses de ejercicio del nuevo Gobierno.
Sin embargo, a la opinión pública colombiana se le mantiene leyendo y viendo ficción, fingiendo que no pasa nada más allá de los éxitos o tristezas futbolísticas o tratando de transmitir la sensación de que Duque es sólo “un joven presidente” que va a “modernizar” la política colombiana, aunque vaya de la mano de algunos de los fantasmas que la envejecen cada día.
Duque no es Macron, pero ojalá que en su intento de serlo pueda mostrar carácter propio y cierta altura de miras para entender que el conflicto armado que vive el país desde hace décadas solo admite una salida política seria y comprometida. Los atajos guerreristas o la borrachera de victoria instalada en las Fuerzas Militares sólo camuflan la realidad y condenan al país a otros sesenta o setenta años de conflicto. Cambiar las formas no significa alterar el fondo y mientras las élites, esas que han apoyado a Duque en su campaña, no permitan que se transforme la estructura violenta y excluyente del sistema, habrá alzados en armas y resistencias. Por eso, retroceder en la construcción de la paz es uno de los actos más antipatriotas que podemos imaginar. Ojalá que la ficción supere a la realidad y que los temores reales e muchos se queden en el cuento de algo que jamás sucedió.
*Jefe Delegación de Diálogos ELN