El ascenso del enemigo interno y el “fin del mundo”
Una gran parte del país aún tiene un miedo profundo a las nuevas realidades que afronta. No es fácil dejar atrás décadas y décadas de un fuerte adoctrinamiento por parte de los grandes actores políticos, económicos y religiosos del país que le han repetido incesantemente a esta sociedad ‘los horrores de un apocalipsis moral y económico’ en el caso de que el enemigo interno asumiera el poder.
En las últimas semanas, ¿cuántos familiares y amigos les han planteado que quieren dejar el país, aunque no tengan siquiera cómo hacerlo? Ante los hechos recientes, hemos podido ver muy cerca el miedo que se ha sembrado con tanto ahínco, un temor que dolorosamente está relacionado con la fatídica política de violencia contra un enemigo interno que debe ser exterminado para evitar el momento que finalmente llegó.
El país viene andando desde hace rato un camino de construcción de verdad más inclusiva, en el que cada vez hay más ciudadanías preocupadas por informarse, pero aún falta un enorme trecho por recorrer. Un gran sector de la sociedad se resiste a asumir estos procesos y, especialmente durante los meses recientes, ha visto cómo tres hechos han disparado ese miedo que siempre se les inculcó: la publicación del informe de la Comisión de la Verdad; el reconocimiento de los crímenes de Estado asumidos por altos oficiales del Ejército, y, por supuesto, la victoria en las elecciones presidenciales de Gustavo Petro.
El informe de la Comisión de la Verdad plantea en su informe la responsabilidad del Estado en una significativa parte de los hechos del conflicto armado, así como en las condiciones de origen de estas violencias. Muestra cómo sistemáticamente el establecimiento construyó una narrativa de guerra contra un enemigo interno, representado por cualquier expresión política de izquierda.
Desde el mismo Estado se recurrió a discursos de odio contra estos sectores políticos, el cual justificó el exterminio de partidos completos como la Unión Nacional de Oposición (UNO) en los setenta y la Unión Patriótica en los ochentas y noventas. Así también se construyó la idea de que estudiantes, campesinos reclamantes de tierras y sindicalistas, entre muchos otros, asesinados, eran de alguna manera enemigos del país.
Por supuesto, las guerrillas de izquierda tienen una enorme responsabilidad en las crueldades de sus actos y sus consecuencias. Eso sí que lo sabe todo el mundo, pero se le ha vendido a gran parte del país que el trabajo de la Comisión de la Verdad busca cambiar la historia para exculpar a la subversión, cuando la realidad es muy diferente.
Y en parte, lo que ha enfurecido a ese sector del país que vive aún presa del miedo es, precisamente, ver por primera vez cómo actores del Estado, como militares de alto rango, admiten en la JEP, frente al país, que sus crímenes fueron parte de una política sistemática. Con todo esto se va cayendo a pedazos esa versión de un país con un establecimiento político y económico pulcro, atacado por una horda de terroristas y sus brazos políticos llenos de gente que reclama en un país en el que no hay nada que reclamar.
Y por último, el momento más crítico llegó con la elección de Petro, como un político que encarna, por mucho, a ese enemigo interno al que había que atajar de cualquier manera. El nuevo presidente es un político que se convirtió en un símbolo anti-establecimiento, aunque
es evidente que va a gobernar con gran parte del mismo. Su militancia en la guerrilla del M-19, su carácter populista y la recurrente comparación que se hace en América Latina de cualquier proyecto político de izquierda con los fracasos venezolanos y nicaragüenses lo hacían un blanco fácil para sumar todos los miedos.
Seguramente será un gobierno con diversos problemas, como lo han sido varios en el pasado, pero será muy difícil que represente el final de los tiempos como siempre se ha dicho. En un país tan estancado en la desigualdad, tan marcado por las clases sociales, la izquierda tiene una enorme posibilidad y responsabilidad de aportar.
Lo verdaderamente clave de este momento es que finalmente el país logre entender y asumir la dimensión de la violencia con la que ha convivido y los responsables hagan un mea culpa profundo, para no volver a repetirla. Nunca más podemos justificar la muerte de una persona por lo que piensa y mucho menos volver a aceptar que toda esta demencia criminal siga siendo tan habitual como lo ha sido para Colombia.
Una gran parte del país aún tiene un miedo profundo a las nuevas realidades que afronta. No es fácil dejar atrás décadas y décadas de un fuerte adoctrinamiento por parte de los grandes actores políticos, económicos y religiosos del país que le han repetido incesantemente a esta sociedad ‘los horrores de un apocalipsis moral y económico’ en el caso de que el enemigo interno asumiera el poder.
En las últimas semanas, ¿cuántos familiares y amigos les han planteado que quieren dejar el país, aunque no tengan siquiera cómo hacerlo? Ante los hechos recientes, hemos podido ver muy cerca el miedo que se ha sembrado con tanto ahínco, un temor que dolorosamente está relacionado con la fatídica política de violencia contra un enemigo interno que debe ser exterminado para evitar el momento que finalmente llegó.
El país viene andando desde hace rato un camino de construcción de verdad más inclusiva, en el que cada vez hay más ciudadanías preocupadas por informarse, pero aún falta un enorme trecho por recorrer. Un gran sector de la sociedad se resiste a asumir estos procesos y, especialmente durante los meses recientes, ha visto cómo tres hechos han disparado ese miedo que siempre se les inculcó: la publicación del informe de la Comisión de la Verdad; el reconocimiento de los crímenes de Estado asumidos por altos oficiales del Ejército, y, por supuesto, la victoria en las elecciones presidenciales de Gustavo Petro.
El informe de la Comisión de la Verdad plantea en su informe la responsabilidad del Estado en una significativa parte de los hechos del conflicto armado, así como en las condiciones de origen de estas violencias. Muestra cómo sistemáticamente el establecimiento construyó una narrativa de guerra contra un enemigo interno, representado por cualquier expresión política de izquierda.
Desde el mismo Estado se recurrió a discursos de odio contra estos sectores políticos, el cual justificó el exterminio de partidos completos como la Unión Nacional de Oposición (UNO) en los setenta y la Unión Patriótica en los ochentas y noventas. Así también se construyó la idea de que estudiantes, campesinos reclamantes de tierras y sindicalistas, entre muchos otros, asesinados, eran de alguna manera enemigos del país.
Por supuesto, las guerrillas de izquierda tienen una enorme responsabilidad en las crueldades de sus actos y sus consecuencias. Eso sí que lo sabe todo el mundo, pero se le ha vendido a gran parte del país que el trabajo de la Comisión de la Verdad busca cambiar la historia para exculpar a la subversión, cuando la realidad es muy diferente.
Y en parte, lo que ha enfurecido a ese sector del país que vive aún presa del miedo es, precisamente, ver por primera vez cómo actores del Estado, como militares de alto rango, admiten en la JEP, frente al país, que sus crímenes fueron parte de una política sistemática. Con todo esto se va cayendo a pedazos esa versión de un país con un establecimiento político y económico pulcro, atacado por una horda de terroristas y sus brazos políticos llenos de gente que reclama en un país en el que no hay nada que reclamar.
Y por último, el momento más crítico llegó con la elección de Petro, como un político que encarna, por mucho, a ese enemigo interno al que había que atajar de cualquier manera. El nuevo presidente es un político que se convirtió en un símbolo anti-establecimiento, aunque
es evidente que va a gobernar con gran parte del mismo. Su militancia en la guerrilla del M-19, su carácter populista y la recurrente comparación que se hace en América Latina de cualquier proyecto político de izquierda con los fracasos venezolanos y nicaragüenses lo hacían un blanco fácil para sumar todos los miedos.
Seguramente será un gobierno con diversos problemas, como lo han sido varios en el pasado, pero será muy difícil que represente el final de los tiempos como siempre se ha dicho. En un país tan estancado en la desigualdad, tan marcado por las clases sociales, la izquierda tiene una enorme posibilidad y responsabilidad de aportar.
Lo verdaderamente clave de este momento es que finalmente el país logre entender y asumir la dimensión de la violencia con la que ha convivido y los responsables hagan un mea culpa profundo, para no volver a repetirla. Nunca más podemos justificar la muerte de una persona por lo que piensa y mucho menos volver a aceptar que toda esta demencia criminal siga siendo tan habitual como lo ha sido para Colombia.