Solo quien ha percibido las implicaciones de una nueva vida podrá comprender la importancia de preservar las existentes. En anteriores escritos he mencionado la importancia de reconocer a las víctimas para construir escenarios de reconciliación, en esta ocasión me referiré a la vida como un valor inalienable.
Quizá solo las personas que han podido presenciar el nacimiento de un bebé y han acompañado de forma permanente su crecimiento, podrán reconocer en la vida una de las más profundas expresiones de la perfección, una dádiva divina que da gusto apreciar y reconocer. Es posible que solo quien ha criado un recién nacido, pueda comprender los miles de esfuerzos en los que se debe incurrir para superar la inmensa fragilidad que los acompaña y los esfuerzos arduos y constantes que se requieren para poder llevarlos a la adultez.
En Colombia se ha desarrollado una cultura indolente hacia el homicidio, por la cual esta problemática ha caído en lo más oscuro de las banalidades mediáticas. Según cifras del Centro de Investigaciones Criminológicas de la Policía Nacional, el promedio de homicidios por cada 100.000 habitantes experimentó un aumento progresivo para el periodo 1964-2012.
Para 1964, el promedio fue de 31,7 homicidios, el cual tuvo una reducción importante en 1969 en donde se dio el más bajo registro de las últimas cinco décadas con tan solo 19,78. Sin embargo la degradación del conflicto a partir de los años ochenta llevo a que esta cifra se disparara de manera escandalosa a 42 homicidios en 1985, 64 en 1988 hasta alcanzar los 81 en 1991, durante el clímax de un periodo de horror en Colombia.
Es evidente que la violencia se ha manifestado de múltiples formas a lo largo del conflicto armado, sin embargo, es la muerte causada a una persona a manos de otra uno de los hechos más lamentables de la vida en comunidad, a partir de ella se cercenan todas las características que engloban la condición de ser humano, es por ello que debe ser un derecho innegociable, por el cual ninguna sociedad digna, se rinda a luchar.
Actualmente hay una disminución en el número de homicidios, sin precedentes,. En efecto, desde el año 2007 el país ha experimentado un descenso vertiginoso en los indicadores, lo que condujo a que en 2012 tan solo se registraran 34 por cada 100.000 habitantes, esta cantidad se acerca a la consignada cincuenta años atrás en 1964. Este logro en las condiciones de seguridad debe constituir un verdadero orgullo para los colombianos, y un argumento en contra para quienes nos tildan de ser un país violento por antonomasia.
Quizá por el hecho de ser padre y reconocer en la vida humana un prodigio, en la cual se mezcla la perfección biológica con la precisión matemática, en donde cada cambio es un argumento para la estupefacción, tan solo quienes han conocido de cerca estos procesos pueden comprender todas las implicaciones detrás del crecimiento humano por ello, al asesinar una persona se está tirando por la borda todo un cúmulo de experiencias, que en suma son la caracterización social. En la vía de lo aristotélico se diría que el todo es más que la suma de sus partes.
Es por ello, que es incomprensible como algunos sectores rechazan el hecho de que en Colombia existan menos muertos por la violencia, más allá de estar o no de acuerdo con el proceso de paz, existe una realidad irrefutable: a diario mueren menos connacionales a causa del conflicto, hechos que no se apreciaban desde antes de la violencia partidista.
Tan solo por esto debe dársele una oportunidad a la vida y evitar la promoción de la guerra y la muerte. Nacer, crecer y morir debe ser un proceso mediado tan solo por la naturaleza.
Dedicado a Juan Martin, por representar el milagro de la vida.
* Historiador y Master en Seguridad y Defensa.