En el marco del Día Internacional de la Paz ocurrieron dos hechos que no pueden pasar desapercibidos, ambos relacionados con el potencial transformador y sanador que trae consigo la materialización de la verdad.
Por un lado, se puede destacar el compromiso ético y moral de quienes firmaron el Acuerdo de Paz y siguen comprometidos con la reconciliación, en especial hacia las víctimas. Por otro lado, contrasta la postura negacionista de algunos altos mandos militares que, al encubrir o negar una política criminal de Estado, perpetúan lo que la sociedad colombiana conoce como los “falsos positivos”.
En octubre de 2020, en medio de un clima hostil y de sabotaje al Acuerdo de Paz, el secretariado de las extintas FARC-EP hizo una declaración sin precedentes: reconocieron públicamente su responsabilidad en los homicidios de Álvaro Gómez Hurtado, Jesús Antonio Bejarano, Fernando Landazábal Reyes, Pablo Emilio Guarín, Hernando Pizarro y José Fedor Rey.
Este hecho puso fin a años de impunidad en el caso de Álvaro Gómez y arrojó luz sobre otros hechos dolorosos que, por décadas, generaron profundas heridas entre los familiares y amigos de las víctimas.
Las declaraciones ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), y la asunción de responsabilidad, permitieron conocer casos como el de Hernando Pizarro, miembro de la primera disidencia de las FARC, acusado de participar en la masacre de Tacueyó en los años 80 y asesinado por la red urbana Antonio Nariño en Bogotá en 1995.
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Gracias a estas revelaciones, Gustavo Sastoque, un funcionario del CTI que fue injustamente condenado por la “justicia sin rostro” y que cumplió más de diez años de prisión, finalmente pudo encontrar la prueba que demostró su inocencia.
La Corte Suprema citó a tres integrantes del antiguo secretariado para que testificaran sobre el conocimiento que tenían del caso de Sastoque y su posible implicación en el homicidio. No solo ratificaron la responsabilidad de la organización, sino que, al unísono, pidieron perdón, reconociendo a Sastoque como otra víctima del conflicto.
Pocos días antes, la JEP inició su primer juicio adversarial, esta vez contra el coronel Publio Hernán Mejía, uno de los 4.299 miembros de la fuerza pública que se han sometido a la jurisdicción. En 2017, Mejía firmó el acta de compromiso y fue vinculado al recién abierto Caso 003, obteniendo los beneficios del Acuerdo.
Sin embargo, el año pasado dichos beneficios le fueron revocados debido a una serie de declaraciones públicas durante el estallido social que fueron interpretadas como contrarias a la promoción de una cultura de paz, una medida que muchos consideran una violación al debido proceso y otras garantías legales.
Lo que realmente ha llevado a este juicio, exponiendo al coronel a una condena de hasta 20 años de prisión, es su reiterada negativa de responsabilidad en los homicidios de 75 civiles ocurridos entre 2002 y 2005 en Cesar y La Guajira, cuando ejercía como comandante del Batallón ‘La Popa’, en lo que se conoce como los “falsos positivos”.
El compromiso con la verdad nos conduce inevitablemente al momento en que los expresidentes fueron excluidos de la jurisdicción de paz, en medio de la presión ejercida por altos mandos militares antes de la firma del Acuerdo.
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Esta situación ha atrapado a algunos miembros de la fuerza pública, quienes temen desatar el poder transformador de la verdad por miedo a involucrar a los verdaderos responsables de la criminalidad estatal y a mantener en la impunidad el entramado criminal que incluye a políticos, paramilitares, militares, empresarios y terratenientes.
En contraste, los firmantes del Acuerdo han contribuido con numerosas versiones para esclarecer los hechos más complejos del conflicto. A largo plazo, la verdad debe servir como fuente de justicia, dignificación de las víctimas y reconciliación para la sociedad.