Firma del Acuerdo de Paz en Colombia: seis años después
Camilo Cetina
En 1985 un artículo publicado en inglés bajo el título “War Making and State Making as Organized Crime” del sociólogo Charles Tilly mostró cómo el aparato de financiación de las guerras en Europa en los siglos XVI y XVII explica en buena parte la existencia e instituciones de los Estados modernos. Gracias a ello, hoy damos por sentado que el Estado constituye el monopolio de la fuerza, de la justicia y de la seguridad para los ciudadanos.
Recientemente, el análisis sobre el impacto de la violencia sobre las instituciones modernas volvió a estar en boga con Walter Scheidel (The Great Leveller, 2017) y Thomas Piketty (Una breve historia de la igualdad, 2021). Ambos autores suministran evidencia estadística para sugerir que, aunque la mayoría de las guerras en la historia no tuvo efecto sistemático en la distribución de recursos, existen tipos de violencia que por su escala y nivel de destrucción contribuyeron con el surgimiento y consolidación del Estado de Bienestar.
Señalan los autores que, en parte, como resultado de los incentivos generados por la construcción de paz y la no repetición de atrocidades, se incrementaron y consolidaron bienes públicos y servicios como la educación, la salud, las pensiones, el seguro de desempleo, entre otros mecanismos para eliminar la desigualdad socioeconómica y política.
Algo adicional que se extrae de este análisis es que los procesos de reconstrucción, diálogo, negociación y aprendizaje (posguerra o posconflicto) dentro de las nuevas instituciones que buscan sociedades más prósperas, son lentos y muy tediosos; pero son fructíferos, si se administran de forma persistente en el tiempo y consistente con el espíritu de los cambios que se buscan. Se cumplen seis años de la implementación del Acuerdo de Paz -AP- en Colombia y esta lección no podría estar más vigente.
Los últimos reportes de entidades independientes como el Instituto Kroc o la Secretaría Técnica del Componente Internacional de Verificación coinciden en que el avance está por debajo de lo esperado -aún cuando la visión es a 15 años-. En otro reporte de 2021, la Contraloría General de la República estimaba que el gasto para implementar el AP (incluyendo la cooperación internacional) alcanzaba un 65% de lo originalmente estimado en el Marco Fiscal de Mediano Plazo; y que a ese ritmo la ejecución tomaría unos 26 años. Aunque la evidencia estadística es clara en la responsabilidad y el peso del último cuatrienio en el panorama actual de la paz, las cifras también invitan a persistir en activar políticas públicas consistentes con el AP.
Es una afortunada coincidencia que este aniversario de la firma del Acuerdo coincida con la publicación y entrega de las bases del Plan Nacional de Desarrollo 2022–2026 -PND, al Consejo Nacional de Planeación. Este documento, aunque no es definitivo, deja ver una intención y una propuesta de desarrollo alrededor de la paz. Incluye transformaciones que llevan a un nivel más ambicioso la Reforma Rural del punto 1 del AP, puesto que propone, por ejemplo, una modernización progresiva de los territorios donde avanzan los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial -PDET, a través de bienes públicos básicos que los incorporen a cadenas de abastecimiento y mercados en crecimiento- y le agrega una vocación de productividad aparejada con sostenibilidad ambiental.
Las Bases del PND también proponen un desescalamiento de la violencia -a través de iniciativas de diálogo, memoria y la reconciliación-, y es claro en el mandato de la Oficina del Alto Comisionado de Paz para buscar acuerdos con todos los grupos irregulares. Finalmente, incluye una estrategia de transparencia e infraestructura de datos sobre la inversión de los cuantiosos recursos que se requieren para la paz, de modo que la confianza de los contribuyentes (ciudadanía, sector privado, sociedad civil organizada) así como del ecosistema de cooperación internacional, facilite la implementación de las nuevas políticas y programas.
Buscar la paz en un contexto de posconflicto (como el colombiano), abre puertas a la modernización de la sociedad y del Estado, con igualdad de oportunidades económicas. Piketty demostró que la desigualdad es más bien un régimen y está arraigada en ideología y política, antes que en efectos colaterales de la economía de mercado. De modo independiente Scheidel también documentó cómo en el siglo XX ese fenómeno tuvo que corregirse al final de sangrientos conflictos y revoluciones. Para el siglo XXI nadie sabe de dónde vendrán los nuevos cambios frente a la desigualdad mundial: si de una elección, de un movimiento social, de una guerra, de la crisis climática, de otra pandemia o de otros factores.
La reconstrucción posconflicto en Colombia que propone el nuevo PND es una oportunidad única para generar ese cambio y modernizar nuestras instituciones así como la vida económica de los colombianos, a partir de la paz y no de la catástrofe.
En 1985 un artículo publicado en inglés bajo el título “War Making and State Making as Organized Crime” del sociólogo Charles Tilly mostró cómo el aparato de financiación de las guerras en Europa en los siglos XVI y XVII explica en buena parte la existencia e instituciones de los Estados modernos. Gracias a ello, hoy damos por sentado que el Estado constituye el monopolio de la fuerza, de la justicia y de la seguridad para los ciudadanos.
Recientemente, el análisis sobre el impacto de la violencia sobre las instituciones modernas volvió a estar en boga con Walter Scheidel (The Great Leveller, 2017) y Thomas Piketty (Una breve historia de la igualdad, 2021). Ambos autores suministran evidencia estadística para sugerir que, aunque la mayoría de las guerras en la historia no tuvo efecto sistemático en la distribución de recursos, existen tipos de violencia que por su escala y nivel de destrucción contribuyeron con el surgimiento y consolidación del Estado de Bienestar.
Señalan los autores que, en parte, como resultado de los incentivos generados por la construcción de paz y la no repetición de atrocidades, se incrementaron y consolidaron bienes públicos y servicios como la educación, la salud, las pensiones, el seguro de desempleo, entre otros mecanismos para eliminar la desigualdad socioeconómica y política.
Algo adicional que se extrae de este análisis es que los procesos de reconstrucción, diálogo, negociación y aprendizaje (posguerra o posconflicto) dentro de las nuevas instituciones que buscan sociedades más prósperas, son lentos y muy tediosos; pero son fructíferos, si se administran de forma persistente en el tiempo y consistente con el espíritu de los cambios que se buscan. Se cumplen seis años de la implementación del Acuerdo de Paz -AP- en Colombia y esta lección no podría estar más vigente.
Los últimos reportes de entidades independientes como el Instituto Kroc o la Secretaría Técnica del Componente Internacional de Verificación coinciden en que el avance está por debajo de lo esperado -aún cuando la visión es a 15 años-. En otro reporte de 2021, la Contraloría General de la República estimaba que el gasto para implementar el AP (incluyendo la cooperación internacional) alcanzaba un 65% de lo originalmente estimado en el Marco Fiscal de Mediano Plazo; y que a ese ritmo la ejecución tomaría unos 26 años. Aunque la evidencia estadística es clara en la responsabilidad y el peso del último cuatrienio en el panorama actual de la paz, las cifras también invitan a persistir en activar políticas públicas consistentes con el AP.
Es una afortunada coincidencia que este aniversario de la firma del Acuerdo coincida con la publicación y entrega de las bases del Plan Nacional de Desarrollo 2022–2026 -PND, al Consejo Nacional de Planeación. Este documento, aunque no es definitivo, deja ver una intención y una propuesta de desarrollo alrededor de la paz. Incluye transformaciones que llevan a un nivel más ambicioso la Reforma Rural del punto 1 del AP, puesto que propone, por ejemplo, una modernización progresiva de los territorios donde avanzan los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial -PDET, a través de bienes públicos básicos que los incorporen a cadenas de abastecimiento y mercados en crecimiento- y le agrega una vocación de productividad aparejada con sostenibilidad ambiental.
Las Bases del PND también proponen un desescalamiento de la violencia -a través de iniciativas de diálogo, memoria y la reconciliación-, y es claro en el mandato de la Oficina del Alto Comisionado de Paz para buscar acuerdos con todos los grupos irregulares. Finalmente, incluye una estrategia de transparencia e infraestructura de datos sobre la inversión de los cuantiosos recursos que se requieren para la paz, de modo que la confianza de los contribuyentes (ciudadanía, sector privado, sociedad civil organizada) así como del ecosistema de cooperación internacional, facilite la implementación de las nuevas políticas y programas.
Buscar la paz en un contexto de posconflicto (como el colombiano), abre puertas a la modernización de la sociedad y del Estado, con igualdad de oportunidades económicas. Piketty demostró que la desigualdad es más bien un régimen y está arraigada en ideología y política, antes que en efectos colaterales de la economía de mercado. De modo independiente Scheidel también documentó cómo en el siglo XX ese fenómeno tuvo que corregirse al final de sangrientos conflictos y revoluciones. Para el siglo XXI nadie sabe de dónde vendrán los nuevos cambios frente a la desigualdad mundial: si de una elección, de un movimiento social, de una guerra, de la crisis climática, de otra pandemia o de otros factores.
La reconstrucción posconflicto en Colombia que propone el nuevo PND es una oportunidad única para generar ese cambio y modernizar nuestras instituciones así como la vida económica de los colombianos, a partir de la paz y no de la catástrofe.