¡Honores a la bandera de la vida!

Ana Lyda Melo
18 de agosto de 2023 - 04:25 p. m.
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La remembranza de hechos históricos en nuestro país buscando su libertad emancipatoria y organización estatal así como ciertos tratados y Constituciones, tiene como propósito en este artículo, desestimar el lugar protagónico otorgado a la guerra y las armas y darle relevancia al valor de la vida en un país que se ha ido acostumbrando a la muerte.

En relatos históricos dominantes sobre las épocas de la conquista, colonia e independencia de Colombia que datan de 1499 a 1819, se destaca el método de la guerra para reducir la resistencia, diezmar y someter su población. Unos pocos o muchos guerreros, nativos y foráneos abanderando razones territoriales expansionistas, económicas, políticas, religiosas y culturales, han sometido a otros usando armas para amedrentarlos y dominar su voluntad, convirtiendo este acto en un hábito institucionalizado e interiorizado de las sociedades, donde se atribuye un significado omnipotente a las armas para imponer y mantener órdenes sociales.

Todo Estado desde una mirada estructural, tiende a mantener un orden público a través de sus instituciones, un equilibrio que le permite funcionar en la cotidianidad desde una filosofía particular de soberanía, gobernanza, concepción del ser, libertades humanas y progreso. Aquello que vaya en contra de ese orden impuesto y establecido, se considera subversivo e insurgente, una afrenta, un atentado a lo sensatamente correcto, legal y legítimo porque desacata una normatividad que regula el comportamiento social y ciudadano, razón suficiente para perder la condición civil.

Entonces, el uso de armas de fuego y cortopunzantes, la pólvora, artefactos y sustancias explosivas; el despojo, secuestro, desplazamiento, abuso, saqueo, robo, asesinato; la enfermedad, tortura, esclavitud y violación, han sido tácticas de guerra implementadas desde las luchas neogranadinas hasta nuestros días y justificadas por combatientes bien sea para mantener y defender lo establecido o conseguir la libertad, construir un nuevo Estado democrático republicano y presionar por cambios y reformas.

Las salidas a esas guerras han estado enmarcadas por tratados y contratos que han permitido el cese de matanzas humanas y la naturaleza misma mediante acuerdos de paz, amnistías, indultos y la promulgación de Constituciones políticas. El Tratado de Armisticio y Regularización de la guerra fue el primer contrato internacional suscrito por la República de la Gran Colombia entre el presidente Simón Bolívar y el comandante español del Ejército Ultramar Pablo Morillo, quienes comprometieron sus dos naciones a derogar la guerra a muerte, cesar hostilidades, regular los límites geográficos terrestres y marítimos de las confrontaciones, respetar la vida de los civiles no combatientes y el canje de prisioneros.

A pesar de que el Tratado estuvo vigente hasta 1821 se ha mantenido como referente para regular conflictos sucesivos. Posteriormente, los Principios del Derecho de gentes, resultado de tres pactos previos en 1863, fueron incorporados a la Constitución del mismo año, reconociendo la rebeldía como delito político en combatientes, que aduciendo la búsqueda de cambios lo hicieran atentando contra el orden constitucional, jurídico, social y la seguridad nacional.

Se deduce entonces, que las Constituciones han sido pactos políticos y sociales para acordar las normas que rigen la convivencia de una sociedad y en el caso de Colombia, se han creado diez entre 1811-1991. La Constitución de 1863 propició una organización federal de gobierno, reguló el derecho a la guerra en cuanto a heridos, amnistías, libertades, cese de hostilidades y prohibición de dar muerte en estado de rendición.

La Constitución de 1886 optó por un gobierno centralizado alrededor del orden y la autoridad bajo el lema “una nación, una raza, un Dios”, impuso la pena de muerte por traición a la patria, delitos criminales y algunos de tipo militar y otorgó el indulto y destierro a delitos políticos de infractores arrepentidos. La Nueva Constitución de 1991, llamada de los Derechos humanos fue creada por iniciativas confluyentes como la del Movimiento Estudiantil y del Partido Comunista de Colombia Marxista Leninista – Ejército Popular de Liberación (PCCML-EPL) en su proceso de negociación de paz, seguida por organizaciones desmovilizadas en los años 90 dentro de un contexto nacional violento por la insurgencia, el narcotráfico y la delincuencia común.

Comprendiendo que las armas de guerra han sido prohibidas a los civiles para subvertirse al orden y la paz pública, es paradójico que hayan sido aprobadas en nuestras Constituciones y se obligue al ciudadano a usarlas cuando se considere amenazada la independencia nacional. Una independencia que en la lectura de la norma, pudiera estar

relacionada con la defensa de los límites fronterizos del país, pero también podría referirse a intereses políticos, estratégicos y económicos de personas o grupos, que sometiendo a una población comprometieran sus libertades.

Esa exhortación justificada del uso de las armas se constata en el numeral 4 del artículo 11 de la Constitución de 1830 “Servir y defender a la Patria, haciéndole el sacrificio de su vida, si fuere necesario”. En el Artículo 34 de la Constitución de 1863: “Todos los colombianos tienen el deber de servir a la Nación como lo disponen las leyes, haciendo el sacrificio de su vida si fuere necesario, para defender la independencia nacional”. En el artículo 165 de la Constitución de 1886, se ordenó: “Todos los colombianos están obligados a tomar las armas cuando las necesidades públicas lo exijan, para defender la independencia nacional y las instituciones patrias”. Y en el artículo 216 de la Constitución de 1991, el mandato se mantiene: “Todos los colombianos están obligados a tomar las armas cuando las necesidades públicas lo exijan para defender la independencia nacional y las instituciones públicas”.

En un país con pasado histórico batallador y conflictos armados añosos y prolíficos, esa exhortación constitucional al uso de las armas es un permiso interpretado mañosamente en tiempos de guerra, que aumenta la avidez por su porte y tenencia transitando desde la ilegalidad a lo permitido, del caso extremo a lo acostumbrado y que se justifica para el logro de reconocimiento y respeto, defensa, protección, sometimiento, la obtención de ingresos y financiación de organizaciones, la aplicación de castigos justicieros y exculpación de actos dementes.

Al desdibujamiento de la intención del uso de las armas se agrega la inquietud sobre quién las usa, su instrumentalización y las situaciones donde son utilizadas. El guerrillero argumenta que, la lucha armada impulsada por la búsqueda del cambio de las instituciones estatales es equívoca cuando su acción se desarticula del sentido político, entonces si la formación del combatiente se reduce al conocimiento de las armas, este procederá de acuerdo con esa capacidad singular, acercándose más al acto delincuencial y alejándose del propósito revolucionario.

En las Fuerzas Militares Armada, Ejército y Fuerza Aérea teniendo doctrinas diferenciales por sus misiones en aguas y mares, tierra, espacio aéreo y ciberespacio, coinciden en que allí están los cimientos de su formación y reglas de comportamiento en defensa de la Constitución nacional. Del acatamiento a la doctrina se deriva el honor militar, cualidad moral exigida para el cumplimiento de los deberes constitucionales que se juraron proteger frente a la patria, donde las armas están dispuestas para defender las instituciones cuando estas son atacadas. Un honor que aplica a cualquier actividad humana y que no sólo implica el uso de las armas sino también el consentimiento y consenso en los conflictos.

La guerra entonces, ha sido ese espacio primario y habitual de desencuentro entre dos fuerzas antagónicas que se enfrentan con las armas, una tiende por el mantenimiento del orden constitucional establecido y la otra pretende revertirlo debido a inconformidades recurrentes alrededor de la tenencia y distribución de la tierra, la centralidad del gobierno, la desatención de las provincias, la participación política monopolizada, las reducidas oportunidades de progreso y la distribución de la riqueza. De allí la inclinación por la guerra y las armas a diferencia de las negociaciones de paz donde el desarme adquiere un lugar relevante.

No son las armas las que producen los cambios revolucionarios, dan valor a las ideas u otorgan a las personas el respeto, credibilidad y confianza de los demás, es el convencimiento de dejar atrás una guerra que además de divisiones, pobreza, destrucción, muerte y profesionalización en el sicariato y mercenarismo, ha sido un método equivocado para buscar la justicia social. Es el momento de la acción decidida y coherente del gobierno y los insurgentes en las negociaciones, de la exaltación vehemente del valor de la existencia, demandando y apoyando el cese de hostilidades y uso de armas de fuego para buscar salidas plausibles en ambientes que propicien el diálogo, rindiendo con orgullo patrio ¡Honores a la bandera de la Vida!

Por Ana Lyda Melo

 

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