Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Por Álvaro Leyva Duran, Diego Martínez Castillo y Enrique Santiago Romero*.
Desde lo tiempos del derecho romano el principio general “pacta sunt servanda” es considerado fuente del derecho en todos los sistemas jurídicos de los pueblos civilizados. Está recogido en el derecho civil colombiano y expresamente contemplado en los tratados internacionales firmados por Colombia, es decir, forma parte del ordenamiento jurídico interno e internacional.
El Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Colombia y las Farc-Ep, el 24 de noviembre de 2016, puso fin a un cruento conflicto armado interno que duró más de 50 años, haciendo realidad el cumplimiento y respeto del artículo 22 de la Constitución Política: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Fue refrendado el 30 del mismo mes por el Congreso de la República, alcanzando plena eficacia jurídica y política. El Acuerdo de Paz ha sido saludado por la Comunidad Internacional como un ejemplo para el mundo, por su vocación de reconciliación, la rapidez con que fue alcanzado, su rigurosidad y por la consistencia de las técnicas jurídicas empleadas. Sin duda todo es mejorable y seguramente los críticos con el Acuerdo habrían construido un texto mucho mejor, aunque no lo hicieron durante los 50 años de guerra, periodo en el que todos los presidentes de Colombia intentaron acabar el conflicto con una victoria militar, pero ninguno fue capaz de conseguirlo.
El Acuerdo incluyó distintos mecanismos para garantizar su cumplimiento, implementación y su estabilidad al menos durante doce años desde agosto de 2018. Además del principio pacta sunt servanda, es la norma constitucional, introducida por el Acto Legislativo 002 de 2017 de 11 de mayo, la que expresamente garantiza la “Estabilidad y seguridad jurídica” de lo acordado indicando que “las instituciones y autoridades del Estado” tienen, entre otras, la obligación constitucional de “cumplir de buena fe con lo establecido en el Acuerdo Final”.
La norma constitucional establece sobre la implementación normativa del contenido del Acuerdo que “(…) las actuaciones de todos los órganos y autoridades del Estado, los desarrollos normativos del Acuerdo Final y su interpretación y aplicación deberán guardar coherencia e integralidad con lo acordado, preservando los contenidos, los compromisos, el espíritu y los principios del Acuerdo Final”.
La Corte Constitucional precisó que la expresión “deberán guardar coherencia”, “impone a los órganos y autoridades del Estado el cumplimiento de buena fe de los contenidos y finalidades del Acuerdo Final, para lo cual, en el ámbito de sus competencias, gozan de un margen de apreciación para elegir los medios más apropiados para ello, en el marco de lo convenido”. El Estado goza de un margen para elegir “los medios” para el cumplimiento, pero no para alterar contenidos del Acuerdo Final, ya que la implementación ha de llevarse a cabo “en el marco de lo convenido”.
Conforme al Derecho Internacional incorporado previamente al ordenamiento interno, Colombia ha adquirido ante la comunidad internacional el compromiso de estricto cumplimiento del Acuerdo en los términos y con los alcances que indicó la Corte Constitucional. Se firmó como Acuerdo Especial del Articulo 3 Común de las Convenciones de Ginebra de 1949 y fue depositado ante el Consejo Federal Suizo en Berna, organismo depositario de las Convenciones; el Presidente Santos efectuó una Declaración Unilateral del Estado ante las Naciones Unidas, como obligación de Colombia en el cumplimiento y respeto del Acuerdo Final; y el texto íntegro del Acuerdo Final fue incorporado a un documento oficial anexo a la Resolución 2261 (2026) del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
El Acuerdo de Paz es el que se firmó el 24 de noviembre de 2016 y no puede ser modificado mediante normas de implementación que alteren lo acordado. El Congreso de la República está legitimado para acordar las leyes que considere, pero ni esta ni ninguna otra institución o autoridad están legitimados para incumplir un Acuerdo que obliga al Estado. Modificarlo unilateralmente no es “mejorarlo” sino alterarlo, rompe la relación sinalagmática contractual, y por tanto rompe el Acuerdo Final.
Entre las modificaciones sustanciales realizadas hasta hoy destacan la exclusión de la competencia obligatoria de la JEP sobre los civiles o agentes del Estado no pertenecientes a la Fuerza Pública; el régimen de condicionalidad agravado exclusivo para los exintegrantes de las Farc Ep; la creación de tratamientos y procedimientos separados para las fuerzas militares; y la prohibición de investigar planes criminales, estructuras de organizaciones criminales o sus redes de apoyo, o la existencia de patrones macro criminales de ataque a la población civil cuando estas conductas se presuman cometidas por agentes del Estado.
El actual Proyecto de Acto Legislativo nº 24 de 2018, “Por la cual se adiciona el Acto Legislativo 01 de 2017 y se dictan otras disposiciones”, tiene dos artículos.
El primero añade 14 magistrados a la JEP que se incorporaran a todas las secciones y salas de esta jurisdicción donde pueden abordarse cuestiones relativas a agentes del Estado -civiles o militares- o terceros. Estos magistrados constituirán sub secciones o sub salas. “Estarán organizados en grupos”, dice la propuesta, que “trabajarán de manera separada en el estudio de los casos de las guerrillas y de agentes del Estado.
Dado que el requisito para ser elegidos como magistrados es el conocimiento de un “derecho operacional” que se pretende diferente al Ius in Bellum reconocido internacionalmente como único derecho aplicable en la guerra, sin duda los magistrados serán reclutados entre servidores públicos al servicio de las Fuerzas Militares desde larga data, única forma de familiarizarse con esta supuesta rama del derecho.
Serán elegidos por un comité de escogencia decidido por instituciones del Estado, alguna tan seriamente cuestionada como el Consejo Superior de la Judicatura. La elección de los magistrados corresponderá por tanto a escogentes que, pudiendo haber estado vinculados al conflicto armado de forma directa o indirecta, podrían quedar bajo la jurisdicción de los magistrados a los que van a elegir. Jueces elegidos por agentes del Estado entre quienes hayan trabajado para la fuerza pública, para juzgar a agentes del Estado, mayoritariamente también miembros de la fuerza pública. Quedaría así erradicada de la JEP la competencia jurisdiccional del juez predeterminado por la ley, principio intrínseco al debido proceso.
Mas preocupante aun es el segundo artículo del Proyecto, que en caso de ser aprobado haría trizas la JEP irremediablemente, al establecer insalvables impedimentos al reconocimiento voluntario de verdad y responsabilidades: “la sola confesión de quienes se someten o quienes pueden ser llamados a comparecer ante la JEP no podrá ser prueba suficiente para proferir condena en su contra”. La mutación de los conceptos “reconocimiento de verdad y responsabilidad” y “sanción” establecidos en la JEP hasta convertirlos en “confesión” y “condena”, muestra una ignorancia supina sobre el sistema de justicia acordado para poner fin al conflicto, así como una errónea equiparación de un sistema de justicia para la paz con un sistema penal ordinario.
El proyecto anula los estímulos e incentivos al ofrecimiento de verdad y reconocimiento de responsabilidades sobre los que se cimenta la JEP: mientras más intenso y temprano fuera el reconocimiento de responsabilidad y el ofrecimiento de verdad, más alternatividad habría en las sanciones y más función restaurativa tendrán estas. Nuevamente aparece el pánico de la clase política a que se conozca la verdad sobre la participación de los civiles, políticos, funcionarios, instigadores, financiadores, etc., en el conflicto armado y se evidencia su determinación a no renunciar a la impunidad que han disfrutado durante décadas, parapetados otra vez tras la bandera y los uniformados, utilizándolos para oculta sus responsabilidades y su enriquecimiento con la guerra.
Esta operación para mantener la impunidad no va a pasar desapercibida a la comunidad internacional. Ni a la Corte Penal Internacional, que viene manifestando sus objeciones a las constantes excepciones que se han aprobado por el Estado respecto a sus agentes, ni a países que pueden ejercer jurisdicción universal para perseguir desde sus tribunales los crímenes internacionales que permanezcan impunes en Colombia.
A pesar de que la JEP acordada en La Habana ofrece las suficientes garantías a los integrantes de la Fuerza Pública para no necesitar situarse nuevamente bajo el punto de mira de la justicia internacional, un pésimo asesoramiento jurídico y el interés particular del establecimiento han vuelto a engañarlos.
Llama la atención que entre los firmantes de este proyecto que contraviene el Acuerdo de Paz, se encuentren legisladores que formaron parte de la delegación del Gobierno en la Mesa de La Habana, quienes debían ser respetuosos con el pacta sunt servanda por obligación ética y política y honrar sus compromisos. Entre los impulsores del Proyecto también hay políticos que han sorprendido al país al vincularse a este nuevo intento de dejar sin efecto el Acuerdo de Paz y seguramente no era esta su intención. Están a tiempo de recapacitar. El Proyecto desfigura hasta hacer irreconocible el Acuerdo de Paz y confronta con la norma constitucional y con las obligaciones internacionales de Colombia.
Lejos de ofrecer garantías adicionales a los miembros de la fuerza pública, los utiliza nuevamente acercándolos un poco más a la intervención de la Corte Penal Internacional. Si alguien pensó que estaba contribuyendo a mejorar el Acuerdo de Paz, que destierre esa idea. Un Acuerdo, por su naturaleza bilateral, solo puede ser mejorado de común acuerdo entre las partes que lo suscribieron. Estamos ante una usurpación de la voluntad y legitimidad de las partes, ante una falsificación de la historia sin validez jurídica y con dramáticas consecuencias políticas para Colombia.
*Abogados, miembros de la Comisión Jurídica que elaboró el acuerdo sobre la JEP.