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Por Natalia Aril Bonilla y María Camila Jiménez Nicholls*
La más reciente encuesta de Invamer muestra que la popularidad del presidente Iván Duque bajó del 53.8% al 27.2%. Un resultado que era de esperarse por las odiosas propuestas en materia tributaria y su injusto trato a las exigencias de la educación pública, por decir lo menos. Sin embargo, una de las pocas iniciativas que contribuyen a ese 27% son los Talleres Construyendo País, que, según propone Duque, serían una especie de mecanismo de denuncia rápida y espacios de fomento de proyectos de desarrollo comunitario. Es decir, un espacio para escuchar las preocupaciones e ideas de las comunidades. Toda una novedad.
Aunque en principio parece una fórmula mejorada de los Consejos Comunales del expresidente Álvaro Uribe, no es más que una repetición de la fórmula de siempre donde los gobiernos invitan a las comunidades para discutir sobre los proyectos que necesita el territorio. Una práctica de antaño en Colombia que se remonta, incluso, a la década de los 70 cuando luego de la negociación de paz de Belisario Betancurt surgió el Plan Nacional de Rehabilitación, como una estrategia de desarrollo rural territorial que contó con la participación de la ciudadanía.
La fórmula, como lo indica la receta histórica, incluye una participación sin capacidad de decisión. Usualmente los gobiernos de turno reúnen a las comunidades organizadas a través de consejos comunitarios, resguardos indígenas y/o juntas de acción comunal, entre otros espacios, con el fin discutir sobre las acciones de su territorio, escucharlos, llamar la atención sobre sus intereses y sus necesidades, para luego tomar la decisión con los poderosos de siempre.
En el caso del Cauca, la comunidad explicaba el proceso de construcción de los PDETs como “tú participas, yo participo, todos participamos y después, ¿quién decide?, porque el hecho de participar y hacer presencia en una reunión no significa que yo estoy decidiendo”.
Por ejemplo, para llegar a la región del Naya (en el Pacífico caucano) la gente debe hacer un recorrido en carro por trochas, después en mula y por último a pie hasta llegar al mar. ¿Qué pasaría si la gente priorizara la construcción de una vía que conecte al Naya con un municipio del norte del Cauca, pero los empresarios de la región solicitaran la construcción de un aeropuerto de carga para exportar sus productos? ¿A quién se le hace caso? ¿A qué se le destinan los recursos? y sobre todo ¿para quién?
Lo mismo sucede con las Juntas de Acción Comunal que siempre las convocan para la implementación de los programas o políticas públicas del estado. Los gobernadores, los alcaldes, la nueva institucionalidad agraria, entre otras, siempre los convocan al inicio de cada proyecto, pero no los tienen en cuenta para el desarrollo del mismo, ni para la toma de decisiones importantes frente a la puesta en marcha de los programas. Al respecto un integrante de la Confederación Nacional de Juntas de Acción Comunal comentaba “si no podemos decidir, entonces no estamos participando”.
En estos casos, y en la larga lista de iniciativas que emprende el Estado, se crea la ilusión de la participación de la comunidad en escenarios de toma de decisión, pero esto es solo una ilusión. Un sello de participación que certifica el fairtrade o trato justo, en términos del mercado, de las políticas públicas en Colombia para mostrar que “todos participaron”. Pero al final siempre quedan los interrogantes de ¿cómo se priorizan las necesidades de todos los actores en lo local?, ¿qué tiene más peso?, ¿cómo hacer presión para que escojan o se atiendan las necesidades de unos actores sobre otros? y ¿cómo decide el gobierno qué hacer?
Las discusiones rara vez sobrepasan la lista de mercado de las políticas concretas que los habitantes de un barrio, vereda, corregimiento o municipio necesitan. No se involucra a las comunidades en la implementación de los planes o proyectos, con recursos y capacidad de decisión, ni se tienen en cuenta para hacer la veeduría, auditoría y seguimiento de dichas iniciativas, con el suficiente poder para sentenciar si la obra sigue o se reevalúa. Dentro de estos espacios no se cuestiona, siquiera, la noción de desarrollo que esconden los temas sobre los que se habla en las reuniones.
La etiqueta del fairtrade la han tenido casi todos los gobiernos y Talleres Construyendo Paz no es la excepción. Es una etiqueta amigable, que vende la marca y la hace ver como algo positivo. Pero si las comunidades no tienen poder de decisión con el peso que merecen en esos escenarios de participación, no estamos más que frente a una simple etiqueta que romantiza la exclusión política.
*Investigadoras