¿Qué tendría que haber pasado al final del gobierno de Juan Manuel Santos para que se proyectara la implementación adecuada del Acuerdo de Paz con las FARC, que cumpliera con la promesa de “la paz territorial” de la que hablaba Sergio Jaramillo cuando recorría el país en campaña por el Sí?
¿Qué tal si no hubiera habido ese silencio y oportunismo extendidos frente al entrampamiento contra Santrich, y hubiera habido un rechazo amplio y frontal contra esa operación que hubiera enviado el mensaje correcto a quienes respondieron, con tan poca imaginación, con el rearme?
¿Qué tal si, en vez de esa dispersión de candidaturas presidenciales a favor de la paz, se hubiera consolidado el gobierno de concertación del que hoy habla el senador Iván Cepeda, que, después de ganar las elecciones, impidiera el sabotaje sistemático que sucedió con Iván Duque?
¿Qué tal si, en vez de esos recortes en el Acuerdo y esa negación del paramilitarismo, se hubiera preservado el equilibrio sobre lo acordado y se hubiera combatido a los grupos herederos?
¿Qué tal si ahí, cuando se habían alcanzado los niveles más bajos en muertes por el conflicto, se hubiera aprovechado el momento para enfrentar las bases del crecimiento del narcoparamilitarismo actual?
A algunos se les olvida que estamos hablando de paz total en Colombia en el 2023, porque estas cosas no pasaron.
Y no sirve de mucho que ahora se contraste lo que se hizo bien con lo que se está haciendo mal. Sirve que quienes tienen el conocimiento y la experiencia la compartan en los lugares correctos, que no son los programas de radio donde importa la polémica más que la construcción. ¿Se están abriendo los espacios de diálogo que permitan elaborar mejores estrategias ahora o ya están agotadas las conclusiones? Esa es la primera cuestión.
La filosofía de la “paz con legalidad” fue de normalización de la guerra y la violencia en los extramuros de una nación central, siendo el Acuerdo con las FARC un momento de apertura de la puerta temporal de la nación amurallada en la que entraron algunos redimidos y quedaron por fuera los irredentos.
A mi modo de ver, el verdadero distintivo de la consigna de la paz total es que se enfrenta con esa filosofía, y no con la que determinó el Acuerdo logrado en La Habana con el protagonismo de Humberto de la Calle, que no continuó porque no tuvimos la grandeza histórica que nos jugábamos en las elecciones de 2018. Así, una ley de sometimiento, la vuelta a la negociación con la Segunda Marquetalia y el planteamiento de un acuerdo nacional con el ELN, corresponden a una filosofía que no es una nueva apertura de puertas, inaceptable para muchos, sino una obra para correr los muros, y eso es más difícil.
A mí, la obra me parece necesaria y correcta, aunque, como a muchos, me preocupa la planeación, que es lo que permite que las consignas se vuelvan realizables. A eso aluden las críticas que hay que escuchar.
Por ahora, por lo menos, pongámonos de acuerdo en los términos del debate. En la nación amurallada que nos dejaron no solo no caben miles de armados y perpetradores, frente a quienes se plantea la idea de la paz total; tampoco caben millones de personas víctimas, cuya situación no puede seguir igualmente normalizada.