Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En el post-mortem del proyecto de acto legislativo (PAL) para la regulación del cannabis, la lectura optimista es que cada vez son mayores las fuerzas a favor de una nueva política de drogas. El argumento pro regulación es contundente y tiene cada vez más adeptos. Para la muestra, hago cuña al documento CESED donde se consolida la evidencia disponible en esta materia. En resumen, regular favorece la salud pública, el desarrollo, el fisco y la creación de paz.
Sin embargo, la oposición a regular sigue teniendo suficiente credibilidad para bloquear avances legislativos – no por tener buenos argumentos, sino porque carece de ellos. Se basa en despertar miedos y prejuicios irracionales, sin evidencia, pero plausibles para la población no especializada. Por ejemplo, dicen que, si se regula, los niños van a “meter más vicio”, que la adicción va a aumentar, y que se va a promover el narcotráfico, cuando la evidencia muestra todo lo contrario: regular reduce el consumo en menores, permite bajar el consumo problemático, y arrebata ingresos al crimen organizado.
Frente a esto, al bando pro-regulación nos corresponde no sólo ganar el debate racional, sino demostrar con hechos que tener mercados regulados de plantas y sustancias psicoactivas nos conviene a todos.
Por fortuna, Colombia goza de suficientes herramientas jurídicas y administrativas para avanzar en la regulación, pase lo que pase en el Congreso. Vale la pena recordar que ya existen mercados legales regulados o semi-regulados para los usos médicos, científicos, industriales y culturales del cannabis, la hoja de coca, y los psicodélicos.
La prioridad es que estos mercados de verdad funcionen, crezcan y beneficien equitativamente a los participantes en sus sistemas productivos – desde el cultivo hasta el consumo. Esto permitirá acumular capital político para que en las próximas rondas legislativas no quede faltando “pelo pa’ moño”.
El punto de partida debe ser reparar la regulación de la industria del cannabis medicinal, científico e industrial, que no despega. Muchos han dicho que la industria actual está en cuidados intensivos. Desde el fracaso del PAL, el chisme es que muchos proyectos pasaron a cuidados paliativos. Si las regulaciones existentes no funcionan, ¿cómo esperar que haya suficiente fuerza para seguir avanzando en ese sentido?
La recomendación central es que el cannabis medicinal necesita ampliar su enfoque, complementando lo construido con oportunidades reales para toda la cadena productiva, y priorizando los territorios que más necesitan alternativas de paz.
La reglamentación del cannabis medicinal pretendía crear una nueva industria farmacéutica, generadora de valor y tecnología en Colombia, orientada a la exportación. Lamentablemente, en la euforia del boom especulativo, la industria (mal)gastó cientos de millones de dólares en cultivos, pero se quedó corta en la generación de demanda. Hoy muchas cosechas se están echando a perder, y no hay recursos para innovar productos, hacerles investigación científica y promocionarlos. Con esta situación, los médicos siguen reacios a prescribir y sin la formación para hacerlo. Lo cierto es que el caso de negocio para privados realizar investigación clínica en cannabis siempre fue débil: es difícil para una empresa justificar la multi-millonaria inversión requerida en investigación farmacéutica cuando lo que se piensa comercializar es un producto natural cuya propiedad intelectual no es privatizable – ni debería serlo.
Ante esta falla del mercado, el Estado colombiano debería intervenir: lanzar una política industrial que articule e invierta en modelos de beneficio compartido para fomentar la investigación y desarrollo en plantas psicoactivas – con participación para las comunidades cultivadoras, sus organizaciones productivas, sus autoridades étnicas y locales, el Estado, y los investigadores y empresarios comprometidos con estos ejercicios público-privados.
Pero viabilizar propuestas farmacéuticas tardará años e ingentes sumas de capital. Colombia no puede darse el lujo de esperar más para dinamizar alternativas a las economías ilegalizadas.
Por esto es clave recordar que el concepto “medicinal” no es monopolio del estamento médico occidental ni de productos con estudios clínicos basados en pruebas controladas aleatorizadas. No lo es en el “norte global” y menos aquí.
En California, donde se fundó el negocio del cannabis medicinal, este concepto emergió en respuesta principalmente al “uso compasivo” – sin estudios clínicos 1A. Fue así como se ampararon los pacientes de SIDA y cáncer que buscaban cannabis de buena calidad porque les brindaba alivio o bienestar, según su criterio personal. A partir de allí, se fueron expandiendo las experiencias de usos reductores de daño y terapéuticos, legitimados a través de ejercicios de ciencia ciudadana.
Ante el revés del PAL, el gobierno debe reconocer la diversidad de usos que los conceptos “medicinal y científico” abarcan. Los usos reductores de daño son terapéuticos, la ciencia ciudadana es una ciencia válida, y la medicina étnica es medicina – más en un país multi-cultural como Colombia. Con esta claridad, se puede expandir la estrecha ruta regulatoria que asfixia el cannabis medicinal – y volverlo un peldaño hacia la regulación incluyente que nuestro país tanto necesita.
*Investigador asociado del Centro de estudios sobre seguridad y drogas (CESED), Universidad de los Andes.