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Hoy ya no queda mucho espacio político para defender la idea de una salida negociada al conflicto armado. La opinión pública se ha inclinado al péndulo de la confrontación. Opinión de Laura Bonilla, subdirectora de la Fundación Pares.

Recientemente, un profesor versado en modelos de negociación nos dijo en clase una frase que me quedó sonando: “la negociación hace parte constitutiva de la vida en sociedad”. Nosotros, los colombianos, sí que sabemos de eso. Además de las veces en que hemos hecho acuerdos con grupos armados, nuestra vida política y cotidiana está plagada de negociaciones: el presupuesto, los empleos, las leyes, los proyectos de desarrollo. Todo. En rigor, lo nuestro se parece más a un permanente regateo.
A tres años del gobierno de Gustavo Petro y de la llamada Paz Total, pareciera que llegamos a un cierre abrupto. Tras el video del ELN donde se atribuyen el secuestro de dos agentes de la DIJÍN, el presidente dio por rotas las negociaciones. En este trienio se pasó por todos los estadios: negociar con todos, ceses al fuego, negociar con algunos y ofensiva militar. Hoy, más allá de algunas treguas unilaterales decretadas en espacios sociojurídicos, ya no queda mucho espacio político para defender la idea de una salida negociada al conflicto armado. La opinión pública se ha inclinado al péndulo de la confrontación.
Pero las cosas ya no son tan sencillas. Cualquier decisión que se tome, de este gobierno o del próximo – independientemente de su marco ideológico – puede traer consecuencias nefastas. Colombia ha logrado una relativa estabilidad en las cifras de violencia combinando negociación y confrontación, pero estamos iniciando un nuevo ciclo de violencia, como ha advertido Francisco Gutiérrez Sanín. El éxito del pasado no garantiza el presente, y menos el futuro.
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El próximo gobierno no la tiene fácil. Una postura moderada, que analice riesgos y prometa decisiones razonables, no gana votos. Vociferar para un lado u otro, sí. Petro ha terminado virando hacia una mano dura simbólicamente distinta, con referentes como Camilo Torres, pero funcionalmente parecida a las salidas tradicionales. El dilema es falso: no se trata de elegir entre negociación o bala. Pero también es falso que negociar siempre funcione.
Mientras América Latina se desliza hacia el autoritarismo y la militarización, Colombia enfrenta un dilema fundamental: cómo proteger el Estado de Derecho y la democracia sin caer en la trampa de las fórmulas populistas. No tenemos recursos ilimitados, ni para la guerra ni para la paz. Y las expectativas de desarrollo siguen siendo altísimas. En 2023, por ejemplo, la ejecución en proyectos PDET mostró que un kilómetro de placa huella puede costar tres veces más que su valor en el mercado, debido a la complejidad de la contratación pública en zonas rurales.
Desde 2011 hasta hoy, se han invertido más de 259 billones de pesos en la Unidad para la Atención y la Reparación Integral a las Víctimas. De esos, 140 billones han sido en ayuda humanitaria, es decir, dinero que nos habríamos ahorrado si tuviéramos la capacidad de dejar de producir víctimas. Solo el 2% de los recursos se han destinado a reparación directa. La obligación constitucional de reparar a las víctimas, restituir tierras y garantizar la no repetición está lejos de cumplirse. No hacerlo puede tener consecuencias costosas para el país, incluyendo su credibilidad internacional.
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En paralelo, las promesas simplistas de bala y cárcel desconocen un hecho fundamental: el ciclo actual de violencia no es igual a los anteriores. No es la misma bala, ni la misma inteligencia, ni los mismos grupos. El reclutamiento hoy utiliza nuevas tecnologías, salarios y redes sociales para captar jóvenes. Hay que aceptar que las desmovilizaciones masivas de grupos, combinadas con otras estrategias de seguridad y justicia, han sido las más eficientes. Incluso podrían ser sumamente deseables si el país tuviera la capacidad de prevenir rearmes, que no la tiene, como lo demuestran los últimos ocho años. Actualmente, al ritmo de sometimiento y desvinculación de armados (únicamente relacionados con grupos armados reconocidos), y que para el 2024 tuvo el pico más alto desde 2015 según cifras oficiales del Ministerio de Defensa, se han alcanzado avances relevantes. De hecho, el gobierno Petro superó en un 23% el desempeño de Duque, pasando de 1.661 casos a 2.048 totales, y un 61% más si solo comparamos los sometidos frente al promedio 2018–2025. No obstante, a ese ritmo (unos 800 casos por año), necesitaríamos 25 años para desactivar al total de combatientes por estas vías, suponiendo que no hay nuevos ingresos – y sabemos que el reclutamiento está al alza con nuevas tecnologías y salarios ofrecidos a jóvenes –, que no hay reincidencia – y sabemos que el reciclaje es norma en Colombia –, y que no hay absorción de estructuras colapsadas – que la historia demuestra que también es una constante. Así que cuando cualquier candidatura dice que toda negociación es fracasada, está siendo igual de errada que cuando se dice que toda negociación es per se positiva.
Negociar o no negociar con grupos armados no es una pregunta moral ni de principios, es una pregunta de estrategia. Negociar tiene ventajas evidentes: permite desmovilizaciones colectivas, acuerdos de sometimiento, acceso a información crítica, posibilidad de verdad y, con suerte, menos muertos. Pero también tiene enormes costos: mientras se negocia, los grupos ganan tiempo, reclutan, se reagrupan, compran legitimidad. No negociar también tiene sus ventajas: refuerza la autoridad del Estado, transmite una línea de no concesión, y si se hace con inteligencia, puede golpear estructuras armadas. Pero también cierra puertas. Y cuando se cierran todas, lo que queda es el reciclaje de siempre. Por eso, la decisión nunca es simple. Y no negociar a toda costa también tiene costos importantes. Es literalmente imposible atacar nueve frentes con la misma intensidad, lo que significa que, en la práctica, siempre hay alguien que se aprovecha del vacío. Ninguna estrategia exclusivamente militar puede garantizar cobertura total ni sostenibilidad operativa, y mientras tanto, los grupos con mayor adaptabilidad territorial sacan ventaja. Lo que sí es simple es saber que no planear es peor que negociar o no negociar.
El problema no fue solo de idea. Fue de método. La Paz Total fracasó por desordenada y caótica. Se abrieron demasiadas puertas al tiempo, sin pedagogía, sin coherencia territorial, sin una arquitectura transicional entre tregua, sometimiento y justicia. Y sin una narrativa clara para la sociedad, que terminó viendo en los ceses al fuego un espacio de impunidad o permisividad.
Por eso, las candidaturas deberían responder preguntas urgentes. Primera: ¿cuáles serían los escenarios a 6, 12 y 24 meses si se rompen de entrada todas las mesas de negociación? Segunda: ¿cuál es su política de seguridad ciudadana para reducir extorsión, homicidios por riña y violencia de género, que concentran el mayor número de víctimas? Tercera: ¿qué harán con el reclutamiento infantil, del cual ni siquiera tenemos datos completos? Cuarta: ¿qué harán con los líderes sociales y defensores de DD.HH., enemigos declarados de todos los grupos armados? Y en ambos casos – negocien o no –: ¿cuál es su plan de contingencia?
Mi intuición es esta: así como la seguridad debe mutar, también debe hacerlo la paz. No basta con cambiar la retórica ni reeditar las viejas fórmulas. La paz también va mal por el camino tradicional. Se puede hacer paz sin negociación, pero requiere trabajo. Requiere reorganizar el modelo, articular lo territorial, reformar el aparato institucional, y sobre todo, hacer de la sociedad civil, y en especial de la región, una aliada activa. El trabajo pendiente no es firmar. Es construir. Y construir implica asumir que la paz, no necesariamente la negociación, puede y debe ser nuestro acuerdo nacional. Un acuerdo que no dependa de procesos entre élites, ni de cronogramas de alto nivel, ni de pactos secretos. Un acuerdo que empiece por cumplir. Cumplir lo básico. Cumplir sin esperar una consulta previa para cada derecho, sin esperar una firma para poner una escuela, una vía terciaria, una presencia institucional real. La gente no debería tener que rogarle al Estado para vivir con dignidad. La paz, entendida como justicia territorial, inversión sostenida y protección de lo público, puede ser con la gente, y es con ellos con quienes debe ser.
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