*Por Ángela Pinzón
Este año se cumplen 50 años de la guerra contra las drogas, una política que Estados Unidos, varios presidentes de Colombia y algunos políticos y senadores han defendido a capa y espada. A pesar de que llevamos medio siglo en estas, el cultivo de coca con fines ilegales y la comercialización de su producto en el exterior siguen existiendo y la violencia asociada con el negocio no ha cesado. Con lo anterior, además, nacen un sin fín de problemáticas que, más allá de inflar las cifras de consumidores en el mundo -como si en este punto algo las fuera a frenar-, tienen consecuencias negativas en la manera como se manejan los asuntos legales e ilegales internamente en el país.
Para nadie es un secreto que el negocio de la coca históricamente se ha ubicado en dos planos importantes. Por un lado, está su evidente vinculación con la tenencia y el uso de la tierra, de lo que deviene la necesidad de acaparar grandes extensiones territoriales; y por el otro, su cercanía con las administraciones locales y las élites regionales. Esto último es lo que ha permitido que el negocio, por más guerras que le declaren, siga vigente y ganando fuerza.
Pero ¿cómo han incidido las administraciones locales y las élites regionales dentro de la prosperidad de los negocios ilícitos en Colombia? Se trata de una pregunta peligrosa, responderla implica aceptar que hay muchas cosas dentro del funcionamiento estatal de este país que no caminan como deberían; pero, sobre todo, significa aceptar que la clase política colombiana, se ha valido de mecanismos legales para validar acciones ilegales donde los principales perjudicados han sido los campesinos.
Para comprender lo anterior es necesario ir por partes. Hay que entender que la guerra contra las drogas, en su afán por acabar con el tráfico de cocaína a Estados Unidos, invirtió - e invierte- dineros en Colombia que deben destinarse, por un lado a terminar con los cultivos ilícitos y, por el otro, a detener y extraditar a los narcotraficantes. Lo anterior hizo que, para que el negocio siguiera funcionando como venía, fuera primordial que la plata generada a través del tráfico de drogas se legalizara, así mismo toda la cadena productiva ligada a ella. En este escenario aparecen al menos dos problemáticas que tienen una relación estrecha con el uso y la tenencia de la tierra: cómo se erradican esos cultivos y cómo se legalizan las actividades.
En lo que tiene que ver con la erradicación, la problemática ha sido profunda. La aspersión aérea de glifosato ha demostrado ser una medida peligrosa y violenta. Su uso, no sólo no cumple con los protocolos que la misma empresa recomienda para salvaguardar la salud de las personas, sino que también tiene unos fuertes impactos medioambientales. Al regarla por los campos colombianos, si bien sí seca los cultivos de coca, también acaba con cualquier otra siembra y contamina los ríos de donde beben agua personas y animales. Además, es necesario tener en cuenta que no todos los cultivos de coca se hacen con fines ilícitos y que, para muchas de las comunidades indígenas del país, el consumo de hoja de coca es un rasgo cultural.
En cuanto a la tenencia de la tierra, desde la década de los ochenta para acá se ha venido presentando una situación: la aparición de grupos paramilitares en zonas estratégicas para el transporte de cocaína han agudizado la violencia en los territorios. Así, la tierra se convirtió en el eje fundamental del conflicto, no sólo para sembrar la mata de coca, sino también para tener control sobre los corredores por donde se transporta el narcótico. Aquí los vínculos entre la legalidad y la ilegalidad son claves, ya que gracias a ellos la compra forzada de tierras, el desplazamiento y el acaparamiento legal fueron posibles. En nuestro país el puente que logra unir esos dos mundos es la figura del notario. De ahí que, durante el llamado periodo de la parapolítica (2006 - 2010) la entrega de notariados funcionaran como prebenda en diferentes intercambios y favores políticos -como el escándalo de la yidispolítica-.
Ante este escenario que se viene presentando, cabe hacerse la pregunta de ¿por qué continuar una guerra donde evidentemente el enemigo nos lleva años luz de ventaja? Con la relación legalidad/ilegalidad que existe en Colombia va a hacer muy difícil que este tipo de políticas altamente punitivas y criminalizantes tengan un impacto negativo en quienes realmente lo deben tener: los narcotraficantes y sus aliados legales e ilegales. Tal vez ya viene siendo hora de parar y hacer un balance con respecto a la guerra contra las drogas. Quizás es hora de aceptar derrotas y buscar nuevas formas donde la carne de cañón no sean los campesinos y las comunidades indígenas.
*Observatorio de Tierras