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Por primera vez en su historia, Colombia no solo ocupa un asiento en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, también está aprovechando esta plataforma para liderar debates globales que tocan sus propias heridas. Durante la sesión 60 en Ginebra, que acaba de concluir, el país impulsó y logró sacar adelante una resolución histórica sobre las implicaciones de la política de drogas en los derechos humanos.
La resolución fue adoptada por consenso, con un amplio apoyo de países en América Latina, Europa, Asia y África. Mediante esta decisión, se otorga un mandato contundente al Consejo para examinar los efectos de la aplicación de las políticas internacionales de drogas en derechos fundamentales, incluyendo la no discriminación, el derecho a la salud, y el derecho a un ambiente sano, entre otros.
Además, se decidió que la Oficina del Alto Comisionado de DDHH va a elaborar un informe sobre los impactos específicos de estas estrategias en mujeres y niñas, a presentar al Consejo en septiembre de 2026.
Todos estos son temas que el país ha experimentado en su más cruda realidad. Hemos vivido el rigor de los daños de una política punitiva, que dejó cerca de 2 millones de hectáreas asperjadas con glifosato, con graves afectaciones a la salud humana (como reacciones dermatológicas, afecciones respiratorias, riesgos potenciales de cáncer e impacto en la salud reproductiva) y los ecosistemas.
Una política que encarcela a quienes menos poder tienen en la cadena del narcotráfico y terminan envueltas en círculos de delito por falta de oportunidades. Un sistema que prohíbe las drogas y castiga el uso, pero no tiene una oferta real de tratamiento. Según el Ministerio de Salud, en el 95% de los municipios del país no hay un solo prestador de servicios especializados de tratamiento para el uso de drogas.
Sin embargo, mientras Colombia recibe apoyo amplio en foros multilaterales, en el frente interno enfrenta una tormenta política inesperada e infundada por parte del Congreso, particularmente de la “Bancada provida”, que citó a la Cancillería a un debate de control político por esta resolución que lideró Colombia, y por la resolución de prevención de mortalidad materna.
Acá tenemos un problema de fondo y un problema de forma. El de forma es sencillo: el Congreso no tiene competencias para definir la agenda de política exterior en cada organismo de Naciones Unidas, especialmente sobre decisiones que no tienen carácter vinculante, tal como las resoluciones.
Imaginemos si cada resolución que se apoye, solamente en Ginebra donde hay 23 organismos internacionales que la Cancillería con sus misiones debe representar, tuviera que consultarse con las bancadas del Congreso, sin contar todos los demás foros multilaterales y conferencias de las partes de los tratados. En materia de política exterior, el Congreso tiene una competencia clara sobre la ratificación de tratados, pero una resolución no tiene este carácter vinculante.
Pretender que cada resolución sea aprobada por el Congreso no solo es jurídicamente infundado: haría inviable la política exterior colombiana. Esto no significa que las estrategias de política exterior no puedan ser consultadas, pero se hace con las entidades competentes de la aplicación de estas políticas, tal como el Ministerio de Justicia y otros entes competentes.
Ahora, en los problemas de fondo, las críticas no revelan una preocupación genuina por la política exterior, sino un intento de usar los foros internacionales como escenario de batallas ideológicas domésticas, desconectadas de los consensos globales y de la realidad constitucional colombiana.
En el cuestionario, preguntan, asustados y desde el desconocimiento si esta resolución podría amenazar nuestra relación con la Unión Europea, socio en la lucha contra las drogas. Ignoran que los países de la UE apoyan tanto en Ginebra como en Viena, una política de drogas basada en los derechos humanos, y por ello varios copatrocinaron la resolución y apoyaron a Colombia durante las negociaciones, incluyendo socios clave como Bélgica, Alemania, Países Bajos, y España. Otros países de la Unión Europea que no hacen parte del Consejo también sumaron su apoyo: Dinamarca, Luxemburgo, Eslovenia y Portugal.
También aterrados, los congresistas alegan que no hay mención alguna sobre el precio que pagamos los países productores y sobre los graves efectos del crimen transnacional. Bastaría leer el texto de la resolución para encontrar que se afirma el compromiso “a la lucha contra los grupos delictivos que participan en actividades ilícitas relacionadas con las drogas, y a las personas que han sacrificado sus vidas y a quienes se dedican a abordar y combatir el problema mundial de las drogas”.
A la bancada también parece indignarle que se asocie la política de drogas con el derecho al nivel más alto posible de salud mental y física. Como si pudiéramos separar el uso de sustancias psicoactivas, sean legales o ilegales, con la salud de las personas. Olvidan, o escogen omitir que es la política de prohibición la que ha vuelto el uso de drogas ilícitas mucho más peligrosas, por la adulteración, y desconocimiento. Y que la reducción de daños ha sido mucho más efectiva en proteger la salud y la vida, en prevenir sobredosis, en dar información clara, y en mitigar los riesgos de usar sustancias, a través de entornos de acogida y confianza.
Entre otras preguntas que demuestran desconocimiento, dicen los congresistas que las posiciones de Colombia deben reflejar los valores constitucionales del país. En eso estamos de acuerdo. La Constitución política y la jurisprudencia han resaltado en decisiones de muchos temas que cualquier estrategia frente a las drogas debe aplicarse con debido respeto a los derechos fundamentales. Tal es el caso por ejemplo de la despenalización del uso personal de drogas, amparada en el derecho a la autonomía personal. O del debido cumplimiento del PNIS (Programa Nacional Integral de Sustitución de cultivos de uso Ilícito) , que debe atender al derecho a un nivel de vida adecuado para poblaciones campesinas que la Constitución reconoce como sujetos de especial protección.
Así que Colombia no solo está siendo coherente entre sus valores constitucionales y su política exterior, sino que está aprovechando de manera ejemplar la primera participación en el Consejo, liderando agendas que tienen relevancia para el país y donde tenemos legitimidad por conocimiento de dolores para hablar del tema. En lugar de temerle a este liderazgo, el país debería aprovecharlo para actualizar un debate interno que lleva décadas estancado. Colombia tiene legitimidad no solo para hablar de los daños de la guerra contra las drogas, sino también para liderar las soluciones globales desde una perspectiva de derechos. Ser miembro del Consejo es una oportunidad única para hacerlo.
*Directora de Elementa en Colombia
*Coordinadora de política de drogas en Dejusticia