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Señales del pasado

La violencia estatal que presenciamos durante el último mes y medio tiene muchos elementos que se reciclan de nuestro pasado reciente, pero hay un momento clave a finales de los años setenta y principios de los ochenta que refleja, con aterradoras similitudes, cómo se retoman prácticas de la paranoica lucha contra el enemigo interno.

Óscar Parra Castellanos
18 de junio de 2021 - 08:16 p. m.

Luego de superar el fenómeno del bandolerismo, a finales de los sesenta, con una fuerte presión militar sobre el ELN y las FARC en un lento proceso de expansión, el país vivió entre 1970 y 1975 un periodo en el que la violencia mermó. Algo similar a lo que vivió el país entre el 2013 y el 2017, con el proceso de paz con las FARC.

Pero volvamos a los setenta. Libres de las condiciones que imponía el Frente Nacional, sectores alternativos buscaron espacios en la política y, como ahora, en medio de una crisis económica, aumentó el descontento con la clase dirigente. También aumentó la represión estatal contra la izquierda y contra líderes sociales señalados de apoyar a las guerrillas. Militares y policías torturaron y asesinaron a voceros de organizaciones campesinas, así como a miembros del Partido Comunista y de la Unión de Oposición Nacional, UNO, en regiones como el sur del Magdalena Medio.

Con la represión creciente, maduró, como ha ocurrido en los dos últimos años, un fuerte movimiento de protesta social que desembocó en el paro de septiembre de 1977. Y con él siguió creciendo la violencia estatal. Cuando el paro terminó, varios líderes sindicales y estudiantiles quedaron expuestos y fueron asesinados, o desaparecidos. En 1978, según las cifras del Observatorio de Memoria y Conflicto, se registraron al menos 52 desapariciones forzadas, en contraste con los dos registros del primer año de esa década, en 1971.

Esta violencia fue empeorando con el tiempo. El gobierno Turbay creó el Estatuto de Seguridad, para continuar ‘cubriendo de legalidad’ todas estas violaciones a los derechos humanos. Policías y militares, muchos de ellos instruidos en una fuerte doctrina contrainsurgente, cometieron todo tipo de delitos cobijados por las garantías que les daba un Estado de Sitio permanente.

La situación cambió en el 82 con el gobierno de Betancourt y su propuesta de diálogo con las guerrillas. Pero pronto empezaron a escucharse las noticias de masacres en el Magdalena Medio y el Nororiente Antioqueño, por grupos que se autodenominaban MAS o ‘masetos’. Era simplemente un eufemismo para distraer, ya que tal organización ilegal, Muerte A Secuestradores, había dejado de existir en febrero del 82, aunque los agentes del Estado continuaron usando este nombre, MAS, para aterrorizar con violaciones a derechos humanos.

Las amenazas, las masacres, asesinatos selectivos y desapariciones eran realizadas por agentes del Estado, apenas guiados por unos cuantos paramilitares: civiles armados unidos a la causa. Las masacres en Puerto Boyacá, Cimitarra y Remedios de 1982 dan cuenta de esto. El eufemismo de ‘masetos’ subsistió hasta mediados de los noventa y volvió a reinventarse apenas hace algo más de una década con las ‘águilas negras’, nombre con el que hoy se continúa amenazando anónimamente.

Las similitudes del pasado alertan sobre lo que puede venir después de estos tiempos tan aciagos, como los vividos en el paro nacional con la represión estatal. Lo que pasó después, debe advertir sobre esa capacidad que tiene esa violencia para reciclarse, mutar y hacerse más poderosa, cada vez que se siente amenazada.

En 1983, el entonces procurador, Carlos Jiménez Gómez, le presentó al presidente Betancourt un informe sobre el MAS. La investigación involucró a 163 personas, de las cuales 59 eran miembros activos de la fuerza pública. Además, un número indeterminado eran militares y policías retirados, el resto civiles que se habían sumado a la causa con el patrocinio de empresarios y políticos de la región.

Para evitar ser el objeto de estas investigaciones, la violencia estatal tuvo su principal mutación: para disimular el actuar de los policías, militares y otros agentes del Estado que violaban derechos humanos, se fortaleció el paramilitarismo. Los civiles que se habían sumado a la causa, ahora financiados por el narcotráfico, recibieron instrucción en técnicas de tortura y asesinato y salieron por todo el país a masacrar.

Las escuelas tuvieron, inclusive, profesores extranjeros, como el israelí Yair Klein, que dieron la orden de partida a la ola de masacres de 1988: 113 en 21 departamentos del país. El establecimiento ya tenía un aparato alterno robusto para continuar su guerra, que se perfeccionó en los noventa. Y aún no sabemos toda la magnitud del horror que causó toda esta violencia de los agentes del Estado, que en estos tiempos, dolorosamente parece volver a germinar.

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