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La sal es vital para las comidas de los indígenas emberas que viven en el resguardo de Jaidukamá, en el norte de Antioquia. Es importante porque les da sabor al chiná (cerdo) y al patá (plátano) que hay en esas escarpadas y selváticas pendientes, pero además porque ayuda a matar bacterias de la comida y a conservar las carnes. Sin embargo, para los emberas es difícil conseguirla porque el pueblo más cercano queda a ocho horas en mula y la trocha sigue minada con explosivos.
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La fangosa vía que del corregimiento de La Granja, en el municipio de Ituango, lleva a Jaidukamá es a veces soleada: pasa por pequeñas mesetas que permiten ver a lo lejos cultivos de coca. Luego se torna oscura, tapada por una espesa jungla que parece gritar cuando todas las cigarras y los pájaros cantan al mismo tiempo. Otras veces el camino se hace angosto, cuando pasa entre peñas enormes. Es tan estrecho que los estribos metálicos de las mulas se golpean contra las rocas y emiten un sonido estridente, como cuchillos que se afilan contra la piedra. A principios de la década pasada, cuentan los líderes de la comunidad, era casi imposible conseguir una libra de sal porque la ruta duraba días completamente minada, obra del frente 18 de las Farc.
Pie de foto: Las jóvenes del resguardo de Jaidukamá conservan su atuendo y maquillaje tradicional. Afirman que ese ha sido uno de sus elementos de protección.
Era el apogeo del Plan Colombia y la Fuerza Pública colombiana estaba ocupada recibiendo US$4.500 millones del gobierno de Estados Unidos para, entre otras cosas, bombardear a las Farc. “Las bombas caían muy cerca al resguardo y de repente empezamos a ver que el Ejército, que antes ni siquiera entraba al corregimiento, empezó a llegar hasta las veredas”, recuerda Gustavo Domicó, hijo de uno de los líderes de la comunidad.La guerrilla contestó a la ofensiva militar sembrando minas por las cañadas, a orillas de los caminos y en los espacios de descanso. Las 92 familias emberas eyabidas que viven en el resguardo quedaron atrapadas en el medio. Los papás no podían salir a cazar, las mamás no podían ir al pueblo a vender sus artesanías y comprar mercado, y a muchos niños les daba miedo ir a la escuela. Gustavo los recuerda como días de hambre y de comer sin sal.
“A meambema no les gustaban los sapos. Si uno decía a alguien que había minas, se podía perjudicar”, dice Leonardo Domicó, coordinador de salud de Jaidukamá, refiriéndose a la guerrilla de las Farc. El miedo sólo se acrecentó cuando, en junio de 2009, una mina cobró la vida de Silverio Domicó, uno de los habitantes del resguardo. “Hubo desplazamiento de unas tres familias de la quebrada San Román hacia al río de San Matías. También se dejó de caminar a otras comunidades”, añade. El terror afectaba a indígenas y campesinos. Las décadas de guerra en el norte de Antioquia dejaron 14.094 víctimas registradas en Ituango, un municipio de menos de 21.000 habitantes. En medio de bombardeos, enfrentamientos, minas, cultivos de uso ilícito y rutas de narcotráfico que subían por el norte del municipio hacia Córdoba, los eyabidas encontraron que no estaban solos enfrentando toda esa violencia, tenían la protección de sus costumbres ancestrales.
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La historia de este resguardo se remonta más de 100 años. Dos familias, los Domicó y los Majoré, migraron desde los municipios de Dabeiba y Frontino. Algunos sabios dicen que estaban escapando de una guerra entre familias. Llegaron a esos terrenos baldíos con la idea de crear un nuevo resguardo. Muchos años después, nadie recuerda exactamente cuántos, llegaron las hermanas Misioneras de la Madre Laura a evangelizar a los emberas eyabidas. Las hermanas los introdujeron en la religión católica, pero ellos conservaron su lengua embera bedea, de raíz chocoana, dando vida a una cultura sincrética única en el mundo que hoy no tiene más de 400 personas. Dicen algunos que de esa relación surgió la vestimenta que portan, muy semejante a la que tienen las imágenes de los santos católicos.
Esto les pareció una buena idea a los mayores, ya que los ayudaba a distinguirse de su antigua comunidad. Estos hechos no están documentados por escrito, porque la tradición de los emberas es de la palabra hablada, pero los vestigios de esta historia están en las verdes laderas de Jaidukamá, donde todavía se ven corroídas imágenes de la Virgen y altas cruces de madera. “La forma de vestidura, la forma de pintura, nuestra lengua, son la forma de explicar que somos diferentes. Nuestra forma de vida nos protege de los actores armados. Ellos saben que nosotros no aportamos a la guerra”, dice con orgullo Argemiro Domicó Majoré, quien lleva 25 de sus 55 años de edad siendo el jaibaná o médico ancestral de la comunidad. Y el orgullo está fundamentado. Las mamás del resguardo de Jaidukamá dicen que uno de sus más grandes logros fue no permitir que sus hijos hicieran parte de ningún grupo armado. Una de esas mamás es Romelia Domicó, quien a sus 65 años pesca, caza y teje artesanías para sustentar a sus cuatro hijos, luego de quedar viuda.
Pie de foto: El patá, o plátano, es parte esencial de la dieta de este resguardo.
Ella cuenta que las minas dificultan su trabajo como artesana y también dañan la libertad de sus hijos. “Después de las minas, yo quedé como perdida. Nos decían que no pasáramos por esa montaña o por aquel camino hasta nueva orden, pero muchas veces esa nueva orden no llegaba. Pido ayuda porque mi familia y yo nos sentimos arrinconados”.Lo que dicen Argemiro y Romelia deja entrever que las minas afectan de forma diferente a las comunidades indígenas. Cuando se les pregunta cómo los afectaron las minas, no hablan sólo de la afectación directa a sus familias; también hablan de la tristeza que siente el suelo, de las enfermedades que le traen a la tierra la guerra y esos explosivos. Explican que la tierra también es víctima.</p><p>Por eso la petición de Romelia parece sencilla y hasta obvia, pero desminar las colosales montañas de Antioquia, el departamento más afectado por minas, es un reto mayúsculo.
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De hecho, Ituango es un municipio priorizado en la primera fase del Plan Nacional de Acción contra Minas Antipersonal y ya han empezado algunos procesos, pero ninguno queda dentro del resguardo. La Organización Indígena de Antioquia está abogando para que se inicie el desminado en la zona. “Desde hace dos años, la comunidad no ve ningún actor armado en su resguardo. Eso les da tranquilidad para empezar a señalar dónde podría haber minas”, explica Benigno Siniguí, consejero de la organización en vivienda y hábitat.
Pie de foto: El fútbol, sin reglas ni árbitros, es el deporte favorito.
El sueño de la comunidad en tiempos de paz es, además del desminado, fortalecer su gobierno y cultura, el vestido, la pintura y la lengua. Recuperar lo que se ha perdido por la guerra, incluyendo los cultivos, la caza y la recolección. Luego, explica el jaibaná, podrán interactuar con el mundo colonial. “Necesitamos mejor educación. También un médico no indígena, para que entre los dos puedan sanar a la comunidad. Necesitan infraestructura como viviendas y un camino”. No, el desminado no va a solucionar los problemas de abandono que históricamente ha tenido la comunidad, pero sería un buen comienzo.