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Las máscaras de la historia indígena del Putumayo

Más de un centenar de máscaras nos interpelan con un mensaje de perdón y reconciliación. Estarán en La Giralda del Ministerio del Interior hasta el 19 de junio.

María Claudia Dávila Arenas
13 de junio de 2018 - 02:00 a. m.
Algunas de las máscaras que son expuestas en el Ministerio del Interior, en Bogotá. / Archivo particular
Algunas de las máscaras que son expuestas en el Ministerio del Interior, en Bogotá. / Archivo particular

Molestia, aflicción, burla, deformaciones y afloraciones del inconsciente. Estas eran algunas de las expresiones que venían a mi mente cuando veía las máscaras de las comunidades Inga y Kamëntsá, del Valle de Sibundoy. Exhibidas en el gris y acartonado edificio del Ministerio del Interior, estos objetos, con más de 130 años de antigüedad, no resisten las miradas; por el contrario, las llaman, las hipnotizan y hablan por sí mismas a quienes las respetan con la sacralidad que representan.

Las personas en la exposición no sabían a quién le pertenecían estas máscaras, al fin y al cabo era un dato irrelevante. Sabrían, más adelante, que llegaron a las manos de la Fundación BAT después de estar en el hostal de una mujer suiza en la laguna de la Cocha, en Nariño, y en la casa de Miguel Tauchert, un productor de cine alemán. Pero finalmente llegaron a BAT, para ser analizadas por la antropóloga y arqueóloga Lucía Rojas de Perdomo y varios taitas del Alto Putumayo.

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¿Cuáles fueron los hallazgos?

El principal: las máscaras narran. Los rostros de indígenas y blancos, figuras zoomorfas, criaturas diabólicas, oníricas y enfermizas cuentan las historias de dos pueblos diferentes con elementos comunes. Hablan del yajé, de su historia colonial y su capacidad de resiliencia.

El “yajesito”, como ambas comunidades llaman con cariño al bejuco que le da sentido a su espiritualidad y vida comunitaria, se utilizó desde tiempos inmemoriales, y se sigue utilizando para comunicarse con espíritus míticos y “abuelos” del pasado, que guardan como un objeto invaluable, quizás indefinible e impensable para el hombre blanco, las enseñanzas ancestrales.

Un taita Kamëntsá lo explicó de esta manera en el libro Violencia, cuerpo y persona, publicado en Bogotá en 1997: “Cuando uno sueña (refiriéndose a las ceremonias de yajé) transita por esos caminos, y se reúne con personas que ya murieron o que están muy lejos, que dan mensajes o que anuncian cosas que van a pasar (...). El indio está atado a la sangre de sus ancestros”.

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José Muchavisoy, como cuenta esta historia, lleva 21 años tallando el legado de sus ancestros con las formas y el color presentes en las visiones que le da el yajé. Son máscaras que se esculpen a sí mismas. El resultado que sale de sus manos es el puente que comunica el dolor de sus ancestros con el presente que, a su vez, le da sentido a su futuro.

Las máscaras representan el no tiempo; lo que fue, lo que es, lo que será.

Los gestos llorones, de indignación y de aniquilación, muestran el malestar histórico y cultural de los pueblos indígenas. Según la antropóloga Lucía Rojas, los antiguos indígenas del Valle del Sibundoy rechazaban dos cosas; uno, los espíritus que amenazaban su salud emocional y física; dos, el choque con la cultura hispana. El primer hecho se refleja en las máscaras que tienen rostros desfigurados, deformes y descolocados.

El segundo refleja su dolor colectivo.

Dolor, porque a partir de 1537 conquistadores, misioneros y colonos llegaron al Putumayo en busca de oro, cedro, quina, y caucho, despojando a los indígenas de sus tierras e ignorando su legado cultural. La historia colonial se repite una y otra vez.

Por esta razón, las máscaras también son una especie de cicatriz a sus heridas: los rostros tristes, con ira, la caricaturización de los rasgos blancos, a manera de burla; y las bocas desmesuradas gritando, protestando, fueron su retaliación oculta a lo que estaba pasando. Sabían que si se levantaban contra los blancos, sufrirían las consecuencias de un conflicto claramente asimétrico.

Pero las máscaras eran todo menos pasivas. No se quedaban quietas; salían, tentaban. Sobre todo al hombre blanco, al hombre despectivo.

Danzaban.

“Bëtscnate”, como dice el pueblo Kamëntsá, y “Kalusturinda”, como dice el Inga, son los nombres que recibe El Carnaval del Perdón. Un espacio en el que a través de la música y las máscaras se baila al son del no-tiempo. Los enmascarados/antepasados bailan con los no-enmascarados/presentes y, mientras lo hacen, desafían al tiempo lineal. Crean un agujero de gusano.

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Y no bailan - y usan las máscaras -porque sí, lo hacen porque es el gran día, el día del perdón: la fiesta del maíz. Es el momento para dar gracias a la madre tierra por los frutos recibidos. También se celebra, entre otras cosas, la ceremonia de las flores, la cual honra a los taitas y mayores, renovando los votos de convivencia y reconciliación de estos dos pueblos con orígenes diferentes. Hay desfiles, miles de cuerpos, música retumbando con tambores, armónicas, quenas, rondadores y el sonido de las semillas tejidas en collares que adornan los cuellos de los participantes.

Josefina Jansasoy Satiaca, integrante del Cabildo Indígena Inga, dice en este texto: “en la celebración le brindamos un homenaje a la tierra, para que Dios bendiga nuestros sembrados, nuestra familia, nuestra juventud y para que haya paz”.

El Carnaval es una forma de marcar el final e inicio de una etapa.Celebrar con trajes, música, pinturas y máscaras. Unas, femeninas que representan la Luna y otras, masculinas, que representan al Sol. Otras que mambean hojas de coca, sacan la lengua, hacen muecas, se burlan, enojan, ríen y evocan todas esas historias de pueblos indígenas que se tejen a lo largo del tiempo. Pero que convergen y danzan en un lapso específico y a la vez simbólico: el miércoles de ceniza. El mismo día en que, ese residuo frío y polvoriento que queda de la combustión, se pone en la frente como símbolo de lo que persiste más allá del fuego. Es la muerte de lo vano.

Béts-kna-té, en lengua Kamëntsá, significa “el día más especial”, porque es el día de todos, sin exclusiones. Todos. Antepasados también.

¿Y qué es lo que no puede faltar? la música de flautas, cascabeles y armónicas. Y claro, la chicha y la buena comida. ¿Por qué? Porque la muerte del rencor y la diferencia se deben celebrar.

Siempre se ha celebrado, porque el legado cultural de estas comunidades trasciende al tiempo y al espacio, a través de sus máscaras. Después de que la Fundación BAT creara esta colección, los taitas y chamanes de las comunidades Inga y Kamëntsá se reencontraron con estas piezas que creían perdidas.

Fue inevitable que contuvieran las lágrimas. Las máscaras del no tiempo regresaron a ellos como en un designio divino. Y ahora llegan a nosotros con la misma misión: enseñarnos a ver y ver-nos de una manera más espiritual.

Por María Claudia Dávila Arenas

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