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Belarmina Mosquera dejó de pescar en el río San Juan (Chocó) porque un día su hijo fue a sacar la atarraya y se sorprendió con una mano. Él optó por desenredar la herramienta y dejar que siguiera el cuerpo impulsado por la corriente. Durante años el afluente fue la fosa acuática donde los integrantes del Frente Pacífico, de los paramilitares, arrojaban a sus víctimas.
En ese departamento se libró una guerra entre el Frente 34 de las Farc, el Frente de Guerra Occidental del Eln, el Frente Pacífico de las Autodefensas Unidas de Colombia y el Ejército. Para 2005, los habitantes de la comunidad de Angostura, en Tadó, tenían la esperanza de que amainara el conflicto porque, el 23 de agosto de ese año, 150 paramilitares entregaron sus armas en la vía entre Istmina y Condoto.
Pero informes de la Diócesis de Quibdó dan cuenta del recrudecimiento de la confrontación. “Continúa una fuerte presencia paramilitar bajo el nombre de Los Rastrojos, que se disputa con las Farc el control del negocio de la coca”, reza un documento fechado el 15 de mayo de 2007. Angostura fue escenario de la continuidad de la guerra. “El conflicto armado nos golpeó mucho porque este es un corredor y cuando había enfrentamientos se suspendían nuestras actividades”, cuenta Américo Mosquera, líder de la comunidad. “Había veces que uno se iba a ir para el monte (a trabajar) y los armados decían que por ahí no se podía pasar”, complementa Belarmina.
Con la reciente salida del Frente 34 de las Farc, que se dirigió a la zona veredal de Vigía del Fuerte (Antioquia), para dejar las armas, Angostura vive en una tensa calma. Hace más de un año que no ven grupos armados en su territorio. El último recuerdo de un enfrentamiento armado data de la mañana del 20 de abril de 2015 entre integrantes del Eln y unidades del Ejército. En el hecho murieron cuatro soldados.
Los habitantes de la comunidad han sentido un alivio con el silenciamiento de los fusiles, pero la guerra tiene sus herencias. Sus terrenos están minados; por lo cual, el miedo es la constante. Ellos vieron como, el 27 de enero del 2015, tres soldados de la Fuerza de Tarea Conjunta Titán cayeron en un campo minado. El saldo: uno de ellos murió y los otros dos quedaron heridos.
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Ese miedo tiene consecuencias sobre el bienestar de la población. “Muchos no vamos a trabajar el campo por el temor a las minas”, asegura Luz Mary Mosquera, integrante del Consejo Comunitario Mayor del Alto San Juan, organización de la cual forma parte la comunidad de Angostura. Eso ha representado que la participación de la mujer en la economía familiar haya mermado.
Belarmina Mosquera describe sus manos como “un poco ordinarias porque ya tienen callo del trabajo”. En la comunidad tanto los hombres como las mujeres se han dedicado a la minería artesanal, una tradición que en Tadó data de 1532. Sin embargo, muchas veces los hombres iban a trabajar a las minas mientras las mujeres labraban el campo. Debido a las minas antipersona, las mujeres han dejado de labrar la tierra y les ha tocado trabajar de lleno en la extracción del oro.
Cuando se les pregunta por soluciones para la falta de fuentes de empleo en Angostura, Luz Mary Mosquera no duda en sentenciar: “Desminar el territorio”. Reclaman su derecho a trabajar el campo y trabajar la minería, que ha sido una práctica ancestral la cual les ha asegurado el sustento.
La minería en Angostura
Durante siglos, los negros de Tadó trabajaron en la minería artesanal. Los líderes de Angostura cuentan que sus padres, sus abuelos y “seguramente” sus tatarabuelos se dedicaron a extraer oro de los alrededores del río San Juan. No utilizaban mercurio ni retroexcavadoras.
Esa práctica cambió. Américo cuenta que cuando llegó de prestar servicio militar, en 1980, se adelantaban labores de construcción de la carretera que comunica a Quibdó con Pereira. Hacia 1986, esa vía se habilitó para el tránsito de vehículos y la primera retroexcavadora llegó de la mano de un adinerado empresario de Caucasia (Antioquia). “La gente se ilusionó porque se dieron cuenta de que el metal que lograban sacar con la minería artesanal en tres meses, con la retro (como les dicen en la zona a las máquinas) lo extraían en un día”, cuenta Américo.
La nueva forma de trabajo empezó a ser el barequeo al lado de las retroexcavadoras. Es decir, las máquinas removían todo el material (piedras, ramas y plantas) y los pequeños mineros buscaban el oro entre la tierra. La producción se incrementó, pero los impactos sobre el medio ambiente en esta selvática región empezaron a hacerse evidentes.
Cuando hacen minería artesanal, trasplantan las hierbas medicinales que están en el camino para no dañarlas. Las maquinarias entran sin ningún tipo de consideración. Casi siempre llegan de la mano de foráneos, que arriendan las tierras a cambio de un porcentaje del oro.
Además, en los procesos de minería artesanal se tapa el hueco que queda tras el trabajo. Con las retroexcavadoras es a otro precio: los operadores abren el hueco y queda ahí. Argumentan que tapar los huecos genera más costos. En palabras de Luz Mary: “Si les va bien no lo tapan y si les va mal pues peor”. También se redujeron de forma dramática los peces (que eran parte importante de la alimentación) y entraron elementos contaminantes como el mercurio, que nunca había tenido espacio en el proceso de extracción de oro en Angostura.
A pesar de que Américo no se arrepiente de haber trabajado con retroexcavadoras, sí hubo un proceso de reflexión en la comunidad. La autocrítica desembocó en un programa llamado Oro Verde, que era apoyado por los consejos comunitarios de Tadó y Condoto, Fundamojarras y Fundación Amigos por el Chocó. El proyecto, que comenzó labores en 2002, consistía en apoyar a los mineros artesanales para quitarle espacios a la minería contaminante.
Los consumidores finales del oro que era extraído de Angostura pagaban un 15 % más, que era una prima por la extracción del mineral de manera amigable con la naturaleza. Las plantas medicinales se trasplantaban a un lado, los huecos se tapaban y no se utilizaba mercurio. En febrero de 2010, Oro Verde ganó el premio internacional SEED, que se le otorga a “emprendedores en desarrollo sostenible”.
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El programa duró hasta 2014. Ese año les dejaron de comprar el oro y hasta hoy siguen buscando apoyos para que el programa vuelva. “Nosotros sabemos que las retroexcavadoras nos han hecho daño, pero nos alivianan mucho el trabajo”, dice Belarmina Mosquera. Para llegar a una mina deben caminar durante más de una hora por un camino en el cual muchas veces se encuentran con animales salvajes que los ponen en peligro. Luego, en las minas trabajan muchas horas agachados, por lo que muchos sufren de dolores de espalda. Además, deben sacar todo el material con las manos.
El panorama de la minería en Chocó es dramático. Solamente en 2014, unas 2.300 hectáreas de bosque fueron destruidas en ese departamento por la explotación de oro de aluvión, el 86 % del arrasado en todo el país. Hoy, las retroexcavadoras siguen entrando, pero la comunidad, por temor, no se atreve a decir quiénes las llevan. El país conoce que la minería ilegal se ha convertido en una renta importante para los grupos armados.
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Mientras tanto los habitantes de Angostura buscan alternativas para asegurar su subsistencia cultivando cachama. “Antes pescábamos en el río; eso de cultivar pescados no se veía. Pero ya ve”, dice Belarmina. No pierden la esperanza de que Oro Verde vuelva y que la paz, de la cual tanto habla el Gobierno, se traduzca en garantías para su subsistencia. Américo concluye, con la visión de los pobladores de ese rincón de Chocó sobre cómo debe construirse la paz: “Nuestra consigna es que haya para todos, porque, si todos tienen, nadie va a estar pensando en quitarme lo mío”.
Esta historia es parte de una serie de relatos que busca aportar a una sociedad pacífica y sin violencias contra las mujeres. Se hizo con apoyo de la estrategia De Igual a Igual, de ONU Mujeres, en alianza con la Embajada de Suecia en Colombia e implementada por el Consorcio ECHO Caracola