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¿Por qué importa aprender de No Violencia en estos tiempos? Un experto nos enseña

En el Día Escolar de la No Violencia y la Paz, que se celebra por el aniversario de la muerte de Mahatma Gandhi, capítulo del libro “No Violencia. 25 lecciones sobre una idea peligrosa”, sello editorial Debate.

Mark Kurlansky * / Esspecial para El Espectador

30 de enero de 2025 - 11:00 a. m.
Estudiantes junto a un mosaico de papel que representa a Mohandas Karamchand Gandhi con motivo del Día del Mártir, en el Museo Egmore en Chennai, India, el 30 de enero de 2023. El Día del Mártir conmemora la muerte del padre de la nación, Mahatma Gandhi, asesinado el 30 de enero de 1948. Su legado ahora recorre el mundo a través de la filosofía de la No Violencia y la Paz.
Foto: EFE - IDREES MOHAMMED

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Los seres imperfectos

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La primera pista, la lección número uno que hallamos en la historia humana sobre el tema de la no violencia, es que no existe una palabra que la defina. Las principales religiones han alabado el concepto. A lo largo de la historia ha habido practicantes de la no violencia. Sin embargo, aunque la mayoría de los idiomas tienen una palabra para la violencia, no existe una palabra que exprese la idea de no violencia exceptuando el hecho de que no se trata de otra idea, sino de la negación de la violencia. En sánscrito, la palabra para «violencia» es himsa, «daño», y la negación de himsa (igual que «no violencia» es el opuesto a «violencia») es ahimsa, «no hacer daño». Pero, si ahimsa es «no hacer daño», ¿qué es lo que sí lo hace? (Recomendamos una videoentrevista con Lorenzo Caraffi, jefe de la delegación del CICR en Colombia, sobre la importancia de la paz en Colombia).

La única explicación plausible para la ausencia de un término proactivo para expresar la no violencia es que no solo la clase dirigente política sino también la cultural e intelectual de todas las sociedades han considerado la no violencia como un paradigma marginal, un rechazo curioso de uno de los componentes clave de la sociedad, el repudio de algo importante, pero no una fuerza importante por sí misma. No se trata de un concepto auténtico, sino más bien de la negación de otra cosa. Se ha marginado porque es una de las pocas ideas revolucionarias verdaderas, una idea que intenta transformar por completo la naturaleza de la sociedad, una amenaza para el statu quo. Y siempre ha sido tratada como algo profundamente peligroso.

Los defensores de la no violencia —individuos peligrosos— han estado presentes a lo largo de toda la historia, cuestionando la grandeza de César, Napoleón, los Padres Fundadores, Roosevelt y Churchill. En cada cruzada, revolución y guerra civil ha habido quienes han defendido con gran claridad que la violencia no solo es inmoral, sino que incluso es un medio menos eficaz que otros de alcanzar objetivos loables. Se puede decir que lo que garantizó la independencia de Estados Unidos de Gran Bretaña no fue la Revolución norteamericana; lo que liberó a los esclavos no fue la guerra de Secesión; no fue la Segunda Guerra Mundial lo que salvó a los judíos. Pero esta posibilidad apenas se ha tenido en cuenta, porque los Césares y Napoleones de la historia han usado siempre su poder para acallar las voces de quienes ponían en tela de juicio la necesidad de la guerra; y han sido esos Césares, como observó el propio Napoleón, quienes han escrito la historia. Por tanto, a quienes se reverencia es a quienes han matado. Pero hay otra historia que ha conseguido sobrevivir.

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Sobrevive, sí, pero en realidad la no violencia es un rechazo marginal de un concepto marginado. La teórica política Hannah Arendt, en su estudio Sobre la violencia de 1969, indicaba que, si bien todo el mundo está de acuerdo en que la violencia ha sido uno de los principales acicates de la historia, los historiadores y los científicos sociales raras veces estudian este tema. Ella sugería que esto se debía a que la violencia era un pilar tan fundamental de la actividad humana que «se da por hecho y, por consiguiente, se ignora». La violencia es un elemento primario de la condición humana, mientras que la no violencia no pasa de ser una respuesta enrarecida a esa realidad. ¿Qué significa esto? Si viviéramos en un mundo que, para definir la guerra, solo dispusiera de la expresión «no paz», ¿qué tipo de mundo sería? No sería necesariamente un mundo sin guerra, sino un mundo que considerase la guerra como una actividad aberrante y poco importante. El paradigma de la mayoría de las culturas, implícito, respaldado por todo el mundo pero manifestado raras veces, es que la violencia es real y la no violencia no lo es. Pero cuando la no violencia se hace real es una fuerza poderosa.

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La no violencia no es lo mismo que el pacifismo, para el que existen numerosos términos. El pacifismo se considera casi un estado psicológico. Es un estado mental. El pacifismo es pasivo, pero la no violencia es activa. El pacifismo es inocuo, y por tanto es más fácil de aceptar que la no violencia, que es peligrosa. Cuando Jesucristo dijo que una víctima debía poner la otra mejilla, estaba predicando el pacifismo. Pero cuando dijo que había que ganar a un enemigo mediante el poder del amor, estaba predicando la no violencia. La no violencia, exactamente igual que la violencia, es una forma de persuadir, una técnica para el activismo político, un sistema para prevalecer. La planificación de medios no violentos —tales como boicots, sentadas, huelgas, teatro en la calle, manifestaciones— requiere mucha más imaginación que el uso de la fuerza. Además, no siempre existe un consenso sobre si un acto es o no es violento. Algunos defensores de la no violencia creen que los boicots y los embargos que provocan hambre y privaciones son una forma de violencia. Algunos piensan que usar métodos de fuerza menos letales, como lanzar piedras o balas de goma, es una forma de no violencia. Pero la idea central es que esos métodos de persuasión que no recurren a la fuerza física, que no causan sufrimiento, son más eficaces; y si bien a menudo existe un argumento moral que defiende la no violencia, el fondo de la idea es político: que la no violencia es más eficaz que la violencia, porque esta última no funciona.

Mohandas Gandhi inventó una palabra para definirla, satyagraha, que proviene de satya, que significa «verdad». Según Gandhi, la satyagraha significa literalmente «aferrarse a la verdad» o bien «la fuerza de la verdad». Lo más curioso es que aunque las enseñanzas y las técnicas de Gandhi han tenido un impacto poderoso sobre los activistas políticos de todo el mundo, la palabra que él usó para definir su filosofía, satyagraha, nunca ha arraigado.

Todas las religiones hablan del poder de la no violencia y de la naturaleza nociva de la violencia. El hinduismo, que afirma ser la religión más antigua aunque se desconoce tanto la fecha en que apareció como su fundador, no adopta una postura definida sobre la no violencia. Esta ambigüedad no resulta extraña, teniendo en cuenta que se trata de una religión antigua que carece de un corpus doctrinal y de sacerdotes oficiales, y que tiene numerosísimos libros sagrados, dioses, mitologías y sectas. A menudo los hindúes repiten el aforismo «Ahimsa paramo dharmah», que significa que «la no violencia es la ley más alta», pero este no es un principio inmutable de dicha religión. En la religión hinduista la violencia es permisible, e Indra es un dios guerrero. Sin embargo, también hay muchas obras escritas por sabios hindúes en contra de la violencia, sobre todo en un libro conocido como el Mahabharata. Los sabios hindúes solían considerar la no violencia como un objetivo inalcanzable. La no violencia perfecta supondría no dañar a ningún ser vivo. Los sabios aconsejaban el vegetarianismo para evitar matar a los animales. Los jainistas, seguidores de una religión que Gandhi admiraba, se cubrían siempre la boca con una máscara para estar seguros de que no se tragaban siquiera al insecto más pequeño. Pero el hinduismo admite que incluso los vegetarianos más estrictos matan vegetales para alimentarse. Como suele decirse, un santo podría vivir del aire, pero el hinduismo admite que esto es imposible. La ahimsa absoluta no se puede alcanzar. Gandhi escribió: «La no violencia es un estadio perfecto. Es un objetivo hacia el cual se mueve toda la humanidad de forma natural aunque inconsciente». Él creía que los seres humanos luchan por perfeccionarse. La violencia era un rasgo bárbaro y retrógrado del que todavía no se había desprendido. El ser humano que alcanzase la no violencia completa, según decía Gandhi, no sería un santo. «Simplemente sería un hombre», dijo.

Este concepto del hombre como ser imperfecto que está obligado a luchar para alcanzar una perfección inalcanzable impregna la mayor parte del pensamiento humano. El fundador del movimiento anarquista en el siglo XIX, el francés Pierre-Joseph Proudhon, escribió en su obra de 1853 Philosophie du progrès: «Nacemos perfeccionables, pero nunca seremos perfectos». Este argumento tan repetido a favor de la no violencia, que dice que somos violentos por naturaleza (no cabe duda de por qué la violencia exige una palabra propia), carece de validez a la luz del omnipresente argumento moral que sostiene que tenemos la obligación de intentar ser mejores de lo que somos.

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El hinduismo y Gandhi insisten en que la no violencia no debe proceder jamás de la debilidad, sino de la fuerza, y que solo las personas más fuertes y disciplinadas pueden alcanzarla. Quienes son incapaces de defenderse sin recurrir a la violencia, quienes carecen de la fuerza espiritual para enfrentarse a la brutalidad física de su adversario, ya sea por su propia debilidad o por la brutalidad empecinada del enemigo, están obligados a usar la violencia física para defenderse. En el hinduismo, la sumisión pasiva a la brutalidad suele considerarse un pecado.

Siempre que los chinos denuncian las tendencias pacifistas de su cultura, suelen culpar de ellas al budismo. Esto se debe a que el budismo es la única religión oriental importante en China que tiene un origen extranjero. Buda, que la fundó en el siglo VI a.C., nació cerca de la frontera entre la India y Nepal. Muchos chinos han afirmado que si el pacifismo es una debilidad nacional, no cabe duda de que la culpa es de los extranjeros. Así Hu Shi (1891-1962), un erudito chino que estudió en la Universidad de Columbia, dijo: «El budismo, que dominó la vida religiosa china durante veinte siglos, ha reforzado las tendencias pacifistas de un pueblo ya de por sí pacífico». Lo que quería decir es que el rechazo de la violencia convierte a las personas en seres pasivos, y muchos chinos de principios del siglo XX creían que su pueblo se había vuelto demasiado pasivo. Esto pasaba por alto el hecho de que la mayoría de las religiones y filosofías que rechazan la violencia no fomentan la pasividad, sino el activismo por otros medios: la no violencia.

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El budismo prohíbe acabar con una vida, pero parece que existe una amplia gama interpretativa de esta postura. En algunos países significa ser vegetariano, pero en el Tíbet, quizá debido a la falta de hortalizas, significa que a los animales hay que sacrificarlos «humanamente». Sin embargo, para un budista tibetano, esto significa lo contrario de lo que significa para un judío. Para los judíos, sacrificar a un animal de una forma compasiva supone degollarlo y desangrarlo por completo, mientras en el Tíbet supone matarlo por asfixia, a fin de evitar el derramamiento de sangre.

Si bien la prohibición budista de acabar con una vida solía interpretarse en China como una condena del militarismo, en el Japón medieval no pasaba lo mismo. En Japón, el budismo desarrolló la «escuela de meditación» que suele conocerse como zen. En la Edad Media, los monjes zen se convirtieron en guerreros, y los monasterios en fortalezas militares. La idea original del zen era la supresión del cuerpo para alcanzar un nivel más elevado de meditación. En el siglo XIV, la técnica se aplicó no solo a la meditación, sino también a la esgrima y al tiro con arco. Tres siglos después, el zen se había convertido en parte integral del código de los guerreros japoneses. Este no fue el primer ni el último caso en el que una religión se pervierte con propósitos militares.

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En el budismo, al igual que en el hinduismo, existe la idea de que los seres humanos pueden alcanzar un nivel más elevado, y una de las maneras de conseguirlo es prestando ayuda a todos los seres vivos. El budismo no es la única fuente del pensamiento no violento en China. La postura respecto a la guerra y la no violencia que tiene el confucianismo, un credo que se desarrolló en China entre los años 722 y 484 a.C., es incluso más imprecisa que la del hinduismo. Ni siquiera está claro que el confucianismo sea una religión. Muchos prefieren definirlo como una filosofía moral. Tampoco existe un consenso sobre el papel que desempeñó Confucio, cuyo verdadero nombre era Kongfuzi y que fue contemporáneo de Buda y vivió entre los años 551 y 479 a.C. Las Analectas, una recopilación de las máximas de Confucio que recogió mucho después de su muerte, definía la función del gobierno como la de proveer de alimentos y de soldados y ganarse la confianza del pueblo. Cuando se le preguntó de qué se podría prescindir en los momentos difíciles, respondió: «De las tropas». Esta idea de que el ejército es esencial para el gobierno pero menos que las demás funciones está presente en toda la obra de las Analectas.

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Confucio no era pacifista, ni tampoco enseñó el poder de la no violencia. Pero las Analectas también rechazan en ocasiones el concepto de la violencia estatal, diciendo: «Si durante cien años gobernasen hombres buenos, se podría superar la violencia y dejar de aplicar la pena capital». Y cuando surgió el tema de cómo tratar a los bárbaros que estaban en las fronteras, y que solían ser el motivo de las campañas militares chinas, la respuesta que hallamos en las Analectas es la siguiente: «Si los pueblos distantes no se someten, edifiquemos la cultura y el carácter, y así los ganaremos para nuestra causa, y cuando los hayamos ganado ofrezcámosles seguridad». Se trata de una afirmación sucinta de la postura no violenta frente al activismo político.

Pero la postura china más fuerte sobre la no violencia llegó como oposición a Confucio, gracias a un hombre llamado Mozi, que vivió entre los años 470 y 390 a.C. aproximadamente. Mozi solía acusar con frecuencia a los confucianistas porque eran aristócratas, lo cual ha hecho pensar a algunos especialistas que provenía de esclavos. Pero igual que otros rebeldes, incluidos Jesús y Gandhi, Mozi podría haberse unido con las clases sociales más pobres para protestar contra el maltrato del que eran objeto. Mientras que Confucio era la voz que representaba a la clase gobernante, Mozi fue un rebelde. Mientras que Confucio imaginaba una jerarquía de amor en la cual el máximo afecto se reservaba para la familia, Mozi hacía un llamamiento al amor universal, el chien ai, y subrayaba que había que ayudar a los pobres. Mozi describía de la siguiente manera el concepto de chien ai: «Él me tira un melocotón, yo le devuelvo una ciruela».

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Mozi consideraba que este concepto de amor mutuo, chien ai, era la clave para solventar los problemas del mundo.

¿De dónde surgen los problemas? De la falta de amor mutuo. El hijo se ama a sí mismo y no a su padre, y por tanto lo engaña para beneficio propio; el hermano pequeño se ama a sí mismo y no a su padre, y por tanto engaña a su hermano mayor para beneficio propio. Lo mismo es aplicable a los oficiales del Estado y a sus supervisores. Esto es lo que el mundo llama «problemas». De la misma manera, el padre se ama a sí mismo y no a su hijo, al que engaña para beneficiarse, igual que lo hace el hermano mayor y el supervisor. Todo esto nace de la falta de amor mutuo. Se encuentran en el mismo caso que los ladrones y los malhechores que, de igual manera, aman a sus familias pero no a las de los demás, de modo que entran a robar en otras casas con afán de lucro. Igual que estos son también los oficiales estatales y los príncipes que guerrean contra otros países, porque aman su propio país pero no los demás, y por tanto intentan beneficiarlo a costa de esos otros. La causa última de todos los problemas del mundo es la falta de amor mutuo.

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Mozi prosigue estableciendo una idea que más tarde aparecería en el judaísmo en boca de un rabino del siglo I d.C., Hillel, y que reiteraría su contemporáneo, Jesús, bautizándola como la regla de oro. Mozi escribió:

Pues si cada hombre considerara la vida del prójimo como la suya propia, ¿quién infligiría sufrimiento y daño a otros? Si tuvieran el mismo concepto del hogar ajeno como del propio, ¿quién robaría la casa del prójimo? Por tanto, en ese caso no habría ladrones ni malhechores. Si los príncipes respetaran a otros países como al propio, ¿quién entraría en guerra con ellos? En ese caso ya no habría guerras.

El chino es el idioma que más se acerca a tener una palabra que defina la no violencia. En el taoísmo existe un concepto condensado en la palabra teh. El teh, que no es exactamente la no violencia, sino una fuerza activa, es la virtud de no luchar: la no violencia es el camino que conduce al teh.

El taoísmo se centra en las enseñanzas de Laozi, un personaje del siglo V a.C., a quien se considera el autor del Daodejing, o Tao Te-king, «El libro del camino y su virtud». La propia palabra tao es intraducible, y a menudo se menciona en las Analectas. Se trata de una fuerza que equilibra, y en ocasiones se dice que es lo que impide que la naturaleza se suma en el caos. En el Tao Te-king dice: «El gobernante inspirado por el tao no usará la fuerza de las armas para someter a otros países». Pero añade que un país debería disponer siempre de un ejército para defenderse, porque este sería un elemento disuasorio. El ejército debería «estar listo pero no ser jactancioso». Este medio camino hacia la no violencia no es en absoluto no violencia, dado que la historia demuestra que las naciones que tienen un ejército como elemento disuasorio acaban usándolo; esta es una lección inquietante en la era de las «armas nucleares disuasorias».

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Pero en el tao, igual que en el hinduismo, existe el concepto de que los seres humanos evolucionan, y que los más evolucionados entre ellos no necesitan recurrir a la violencia física. «El hábil no es belicoso. El estratega astuto nunca se enfurece. El que es capaz de superar a sus enemigos no entra en batalla.»

En el taoísmo, el teh es una perfección de la naturaleza y, como en el hinduismo, es algo que pocas personas tienen la fortaleza y el carácter suficientes para poner en práctica. Este concepto halla eco en el cristianismo, en ideas como la de que los mansos son bienaventurados y los últimos serán los primeros. El teh sostiene:

En la naturaleza, lo más blando resiste a lo más duro. En el mundo no hay nada más débil que el agua. Pero nada puede sobrepasarla en su capacidad de atacar lo duro y lo fuerte; no hay manera de alterarla. Por tanto, la debilidad supera a la fortaleza, lo blando a lo duro. El mundo sabe esto, pero es incapaz de ponerlo en práctica.

Las religiones orientales, que los occidentales consideran místicas y solo practicables por los idealistas más convencidos, tienen una faceta práctica. Admiten que la violencia es un error, que la no violencia es el camino que habríamos de seguir, pero también admiten que los humanos son débiles e imperfectos, y que solo unos pocos de los más evolucionados y extraordinarios optarán por seguir ese camino sin renunciar nunca a él.

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El judaísmo, una religión con más de 5.700 años de antigüedad, tiene muchos estratos de leyes y comentarios sobre ellas. Está repleta de aparentes contradicciones, entre ellas las que versan sobre el tema de la violencia. Los rabinos intentan resolver dichas contradicciones mediante la asignación de prioridades: hay advertencias más serias que otras, y determinadas doctrinas, prácticas o creencias son más importantes que otras. Por supuesto, los argumentos sobre qué escritos son los más relevantes son infinitos. Por regla general, en el judaísmo siempre se puede discutir todo, pero hay algunas leyes que son inviolables. El dogma central de esta religión es el monoteísmo, y no existen variantes ni excepciones ni se tolera ningún tipo de idolatría. También se acepta universalmente que los Diez Mandamientos que, según afirman los judíos, fueron entregados por Dios a Moisés en el monte Sinaí, son un conjunto de leyes inamovible e innegociable. El primero de estos mandamientos es el monoteísmo, y el segundo prohíbe la idolatría. El sexto mandamiento es «No matarás». Es uno de los mandamientos más breves y no proporciona comentario, explicación o variante alguna. No dice, como afirman muchos judíos, «excepto en defensa propia», ni tampoco «excepto cuando sea estrictamente necesario». Es una de las sentencias declarativas más directas de toda la Biblia. Pero quienes deseen matar pueden refugiarse en pasajes menos esenciales. El Antiguo Testamento está repleto de relatos de guerra, e incluso de justificaciones para ella. Esto no altera el hecho de que la ley central afirma «No matarás». A lo largo de la Biblia, entre las batallas y derramamientos de sangre, hallamos otros mensajes distintos. En el Levítico se dice «Ama a tu prójimo como a ti mismo», y este se considera también un dogma central para la religión.

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Los antiguos judíos hacían la guerra, pero aparentemente nunca les gustó recurrir a ella. A diferencia de muchas culturas modernas, no celebraban las victorias militares. La única festividad del calendario judío que celebra un triunfo militar es la Hanuká. Es una festividad posbíblica, que conmemora la victoria en el año 166 a.C. de un ejército guerrillero conducido por los macabeos contra los gobernadores seléucidas de Palestina que, con el apoyo de algunos judíos, habían intentado modificar la práctica religiosa tradicional judía. A los rabinos nunca les acabó de gustar esta festividad, y los escritos donde se plasma su práctica no se consideraban textos sagrados, y solo han sobrevivido en la traducción griega, la lengua de los derrotados. La Hanuká siempre fue una festividad menor, con una relevancia religiosa muy limitada, hasta la época moderna, cuando sucedieron dos hechos que cambiaron su significación. En la década de 1890, con el desarrollo del sionismo, se fomentó la Hanuká porque celebraba la conquista militar judía de Jerusalén. Como los monjes zen, los sionistas sabían cómo usar la religión para acceder al poder político. Hoy día, en Israel, esta festividad tiene un carácter político casi al cien por cien.

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La popularidad de la Hanuká ha ido en aumento, aunque sigue sin ser considerada una fiesta religiosa, y en la época moderna los comerciantes que pretenden vender objetos a los judíos durante la época de Navidad le han conferido una importancia mayor. El momento tradicional en que los judíos regalan cosas a sus hijos solía ser en Purim, al final del invierno. Si bien no celebra una victoria militar, esta festividad también tiene connotaciones violentas, debido a que el malvado Amán y sus cohortes fueron colgados de las murallas, y recuerda además la matanza de 75.000 persas. Varios siglos de comentaristas han debatido la indecorosa brutalidad de esta historia. Pero mientras la mayoría de las festividades judías son adustas, el Purim pretende ser un momento para dejarse llevar, un poco como el Carnaval antes de Cuaresma en el calendario ritual católico. Se fomentan las borracheras y asimismo la burla contra los eruditos más respetables. En Purim se vuelve a contar la historia de Ester, como un melodrama que parodia y exagera los hechos, en el cual se aplaude a los buenos y se abuchea a los malos. Los eruditos y los rabinos señalan que en la historia de Purim «Dios no está presente». El Libro de Ester es el único en todo el Antiguo Testamento, aparte del poema amoroso el Cantar de los Cantares, en el que Dios no aparece en ningún momento. Los personajes no oran, no imploran la ayuda de Dios. Dios no participa en esta operación sangrienta. Ya ha quedado claro de antemano que Dios no quiere que la gente se mate entre sí.

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Por lo general, las festividades judías rechazan la violencia. En Yom Kippur, la violencia es uno de los pecados a expiar. En la Pascua, que celebra el episodio en que Moisés liberó a los hebreos de la esclavitud en Egipto, hay un momento en que los judíos se compadecen de los egipcios, los enemigos que murieron ahogados mientras intentaban perseguir a los hebreos por el lecho del mar Rojo. Un dogma fundamental del judaísmo es que no hay que odiar a los enemigos.

El judaísmo enseña también que existe la posibilidad de ser perfecto. Se dice que, algún día, el humano perfecto, el Mesías, vendrá a mostrar a la humanidad el camino hacia la perfección. Según la tradición, los judíos debían regresar a Israel solo cuando llegase el Mesías, no después de la Segunda Guerra Mundial. El judaísmo reformado no predice la venida de un Mesías, sino el advenimiento de una era mesiánica completa. Según el irascible profeta Isaías, en algún momento del futuro, cuando al final el mundo preste oídos a Dios, las naciones «convertirán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; ninguna nación se levantará en guerra contra otra, ni volverán a entrenarse para la guerra».

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Aunque la mayoría de las religiones rechazan la guerra y sostienen que la no violencia es la única vía moral hacia el cambio político, la religión y su lenguaje propio han sido perseguidos por los violentos antes de gobernar las distintas sociedades. Si se presentaba alguien que no quería doblegarse, un rebelde que insistía en seguir esa senda moral, rechazando todo tipo de violencia, esa persona era considerada una amenaza tan grande que había que matarla, y después de su muerte era canonizada o deificada, porque un santo es menos peligroso que un rebelde. Esto ha sucedido en numerosas ocasiones, pero el primer y más destacado ejemplo de ello fue un judío llamado Jesús.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Mark Kurlansky es un periodista mundialmente famoso, autor de libros como “El bacalao: biografía del pez que cambió el mundo” y “Sal: historia de la única piedra comestible”.

Por Mark Kurlansky * / Esspecial para El Espectador

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