Cuando Yuliana salió de su vereda, quería ser médica. Tenía 6 años y había terminado el grado cero en El Tambo, esa vereda tan nombrada después de su asesinato en Bogotá el 4 de diciembre de 2016. Ahí nació y jugó con muñecas untadas de tierra y con el monte de la cordillera Central. Camino al panteón donde quedó sepultada, Juvencio Samboní, su padre, recuerda los días en que Yuliana le tocaba la frente para saber si tenía fiebre. “Si está caliente es porque está enfermo, papá”, le decía, y salía corriendo por la casa de su tío Ovidio, donde vivió hasta agosto del año pasado en este pedazo del Macizo Colombiano.
Subiendo esa loma, Yuliana parece enseñarnos cuáles eran sus sueños. Pasamos tres alambrados y en cada uno los vecinos de la zona que nos guían hasta el cementerio nos muestran las plantas curativas. El mentol, una mata cuya raíz huele a menta. Sirve para curar la fiebre. El laurel, una planta que contiene bolitas grises que son las que sirven para hacer las velas y, al final del camino, un árbol de guayaba de monte, que es para cualquier tipo de emplasto ante un golpe.
En su casa paterna está Juvencio esperando la comitiva. Es 30 de diciembre de 2016 y allá no hay mucho que celebrar. Muchos recuerdos y sin Yuliana en casa. Es una vivienda humilde, tanto como los Samboní. Al frente, entre arbustos están camufladas un par de chanclas infantiles imitadas de la marca americana Crocks. En el ambiente solo se escuchan las torcazas y las gallinas que chillan descoordinadas buscando comida en la tierra y en los árboles. Nicol Yiseth, la hermana menor de Yuliana, corre con una muñeca en sus manos. La tira y luego abraza a su padre. Su padre la aprieta con fuerza y le da un beso en la mejilla.
La vivienda es de tierra y teja. En una de las tres habitaciones hay cuatro camas tendidas y al frente está el altar de Yuliana. Ahí duerme la mayoría de la familia Samboní. El cuadro que retrata a la niña que en Bogotá les decía a sus padres que quería ser modelo fue pintado por un escultor del municipio de San Pablo, Nariño. Es la pintura que salió de la foto que ella misma se tomó un día antes de la tragedia. Había lucido la corona que escogió para disfrazarse el día de Halloween y desfiló por el patio de la casa donde Juvencio pagaba $300.000 de arriendo en la capital. Alrededor hay muchas cintas con nombres de organizaciones y apellidos de tantas familias colombianas que le enviaron flores para su velación. Hay luces de Navidad. Cuelga solitaria una cinta de un clavo: “Miss Buenos Aires”, se lee. En Bogotá quedó la ropa que había escogido para estrenar el 25 de diciembre.
En otra de las habitaciones hay un televisor encima de una tabla que sostiene la pared. Juvencio y su hermano Ovidio corren cuando en las noticias hablan de Rafael Uribe Noguera, el victimario, el violador y asesino de Yuliana. Están hablando de su juicio, que será el 11 de enero de 2017. “Lo más difícil para mí será tener que verle la cara al señor”, dice Juvencio, mientras agacha su mirada frente al altar de su hija. Después conecta la serie de luces de Navidad y mira el tricolor con el que su hija los premió al terminar grado primero izando la bandera como la mejor de su colegio en Bogotá. “Guárdela, papito, porque voy a izar muchas más”, le dijo.
De la cocina de barro sale la esposa de Ovidio con una taza de café encima de un plato, que también contiene un pedazo de queso y dos panes dulces. “Ahora que bajen del cementerio vienen para que almuercen”, dijo la señora. En la otra habitación está arrumada la quinua del tío de Yuliana. Tiene cinco toneladas y desde agosto pasado, cuando la cosechó, no ha podido venderla porque se la quieren pagar “a huevo”, a $2.500, cuando el precio justo es $3.500 por kilo. Pero así son los intermediarios de Popayán, que se han aprovechado de la humildad de los campesinos de la zona desde la época del Plan Colombia, cuando ellos decidieron sustituir la amapola por la quinua. “Por eso es que mucha gente se ha ido a vivir pobremente en otras ciudades, pero buscando dignidad. Eso hizo la familia Samboní”, dice César Imbachí, un líder campesino de 50 años, quien lideró un proyecto de quinua que, con presupuesto de las regalías, impulsó la Gobernación del Cauca desde 2013 hasta 2016.
La amapola y la quinua
A la vereda El Tambo se llega después de siete horas de carretera desde Popayán. Tras trepar dos horas desde el valle del río Patía, llegamos a Bolívar. A lo largo de la vía escarpada y silenciosa los muros develaban letreros del Ejército de Liberación Nacional, pues en la zona opera la columna Camilo Cienfuegos. Ya en la cabecera municipal, los bolsiverdes, como les llaman a los habitantes de estas tierras, se preparaban para el carnaval de Negros y Blancos, declarado patrimonio inmaterial de la humanidad.
Lo que sigue es la vía del Libertador. Por aquí transitó Simón Bolívar cuando se iba a enfrentar al Ejército Real en el departamento de Nariño. La carretera es una trocha, pero el paisaje es majestuoso. Hay cerros, destila agua en cada curva y las casas, como en todas las historias de la Colombia profunda, son de teja y barro. En la cabecera del corregimiento de Los Milagros, a 15 minutos de El Tambo, una señora nos vendió a las 7:30 a.m. un tinto con arepa del maíz que se da en la zona y que solo producen para comer, porque para venderlo no es rentable.
Ese grano, la papa, el fríjol, los limones, los mangos y la quinua los producen para el sustento diario o para engordar las gallinas. El último producto, la quinua, fue una salida a la amapola que se enquistó desde los años 80 hasta el 2008, como una bonanza que trajo violencia y muchos muertos. Los campesinos, conscientes de lo que estaba pasando, varias veces pidieron auxilio al Estado para sustituir el cultivo y lo lograron sin muchos beneficios.
Primero, fue durante la época del Plan Colombia. En 2002, el Gobierno les llegó con ayudas asistencialistas. Por cada jefe de hogar les entregaban $150.000 trimestrales, cuenta don César. El problema es que en viviendas, como ocurre con los Samboní, viven hasta cuatro familias, pero solo le daban el beneficio a una persona. “Muchos queríamos meternos en ese proyecto, pero para la gente que tenemos dos o tres hijos estudiando eso no era justo, entonces unos se querían meter al plan, otros no y siguieron sembrando amapola, pero dijeron que eso así no era legal. Sustituíamos todo el corregimiento o no había nada”, explica este campesino de ruana de lana de ovejo, sombrero de vaquero y botas pantaneras.
De esa época, mucha gente huyó del territorio, pues las ayudas no se materializaron. La sangre corrió por cuenta de la flor ilícita –de ella se extrae el látex para el opio y la heroína– y del corredor que se prestaba para su movilidad. La pobreza arreció en los estómagos de los campesinos. En 2008, la Gobernación del Cauca respaldó un proyecto piloto para que se sustituyera la amapola por la quinua y los labriegos cumplieron hasta hoy.
Sin embargo, el Estado los ha engañado. Las promesas fueron muchas y la desazón, como en tantos rincones rurales del país, es tan triste como la muerte de niñas inocentes de esta violencia estructural, como el caso de Yuliana Samboní. “A mucha gente nos tocó cosechar el producto y darles a las gallinas porque nos engañaron. Apenas salió la quinua no había quien nos la comprara. Nos trajeron una semilla de quinua amarga que no sabíamos prepararla y tocó botarla”, insiste don César.
En 2013 llegó el programa de la quinua dulce, la quinua de Jericó, como la llaman. Era de nuevo la ilusión de exportar el producto y poder vivir ahora sí dentro de la legalidad. Fue un proyecto financiado con los dineros de regalías del Cauca y a cada campesino le entregaron $1’800.000 en semilla y abonos. Eso lo recibieron, dice don Ovidio, y el nuevo intento de dejar la amapola iba por buen camino. No obstante, volvieron a aparecer los intermediarios y los casi 250 sembradores de la vereda El Tambo hoy tienen la quinua amontonada por arrobas en sus casas.
A nuestro paso por varias viviendas, la gente nos brinda café y queso y abren de par en par las puertas, por donde se ven los bultos llenos del grano. La promesa del proyecto era que también les iban a garantizar la comercialización. Ocurrió, con contratiempos, las primeras veces. En una de esas, don César tenía listos todos los documentos para demandar a los que manejan el negocio: Agroinnova, la empresa de Popayán que es intermediaria.
Esos campesinos les entregaron 12 toneladas de quinua y les dijeron que en 20 días se las pagaban. Sin embargo, pasaron cinco meses, la plata no llegó y los comerciantes pretendían devolverle la quinua que porque estaba almacenada en Popayán. “Les dije: yo cómo les voy a recibir ese grano. ¿Con qué les voy a salir a los campesinos?”. Pero, cuando César tenía todos los papeles listos para meter la demanda, le dijeron: “No, tranquilo, deje eso quieto, que nosotros les vamos a pagar”. Siete meses después les depositaron la plata, aunque tocó pagarle al banco por todo el tiempo de espera y la ganancia se mermó.
“Decidimos cambiarnos de la amapola a ese producto legal, porque la Gobernación prometió ayudarnos. Pero las ayudas fueron muy pocas y en cuanto al comercio ha sido difícil. Por lo menos yo tengo el grano ahí acumulado y no sé cómo venderlo. Otra vez estamos en una situación compleja, difícil, porque pensamos que se podían cambiar las cosas, pero estamos en lo mismo siempre y nos va a tocar volver a sembrar la flor de la amapola”, comenta el tío de Yuliana.
Así, César, Ovidio y muchos otros campesinos de El Tambo y Los Milagros, los mayores productores de quinua de la región, se quedaron a la espera del centro de acopio que les prometieron. También se quedaron sin trilladoras, porque la Gobernación las recogió para hacer un inventario y luego entregárselas, pero eso no ha ocurrido. Todos coinciden en que el producto no es rentable y que la gente está empezando a sembrar de nuevo el cultivo de uso ilícito. El que les trajo tanta sangre e innumerables desplazados. Lo contrario dijo a El Espectador un vocero de la Gobernación (ver recuadro): que hay respaldo y buenos horizontes.
La casa materna de Yuliana
Nelly Muñoz, la mamá de Yuliana, está en la casa de su progenitora, doña Marina Muñoz Ruano. Es de barro sin pintar. Rústica, pero decente para el gusto de un campesino, aunque no es digna para que un ser humano la habite. Tiene dos habitaciones y una cocina de leña. Ahí están Nelly, Marina, dos hijas más y cerca de ocho niños que juegan en la tierra. Todos son primos de Yuliana. El mayor tiene 8 años. Los baños son letrinas y el lavadero es de agua natural que llega de una quebrada.
Doña Marina tiene 60 años, un tic nervioso en el ojo izquierdo y un gorro de lana para el frío. Es de frases cortas y describe a Yuliana como la niña que le llevaba dulces, abrazos y besos cada 31 de diciembre cuando la visitaba. “Mi hija tuvo que irse para Bogotá porque somos pobres. A ella le tocó ir a buscar mejor vida, pero encontró la muerte. Cada año se llegaba el 31 de diciembre y estaban acá con nosotros, pasándola, pero ahora no fue así”, comenta la abuela entre sollozos y lágrimas.
De repente sale Nelly de su habitación. Una hermana la saca cogida de un brazo. Se sienta pensativa en una banca de madera mirando el horizonte del Macizo. “Yo lo único que les pido es que me ayuden para que se haga justicia. Justicia, justicia, justicia, justicia”, replica varias veces y se desgrana en llanto. Luego de unos segundos cae desmayada. Ese es su estado anímico de todos los días. Una pastilla para doparla y una caricia de doña Marina la calman. “Yo a mi hijita la quiero por su nobleza”, alcanza a decir la abuela de Yuliana, mientras contempla la barriga de Nelly, que tiene cinco meses de embarazo.
“¿Y no será que nosotros pedimos justicia? Porque nosotros estamos para eso. ¿No será que lo castigan? Es que la justicia debe ser castigo”, insiste entre lágrimas doña Marina. En su casa hay muchos silencios, que se rompen con la bulla de Nicol Yiseth y sus primos que arrastran carros de juguete y gritan por todo el patio de esta casa adornada con los colores de la ropa extendida y húmeda, que no es de marca, sobre el alambrado.
Nubes blancas invaden las montañas esta tarde del 30 de diciembre. El espíritu de Yuliana parece latente en esta parte del Macizo. “Ella es un angelito que nos espera en el cielo. Allá nos ha de brindar aunque sea un vaso de agua”, retoma su abuela. En su memoria, el heredero de la familia Samboní, el que viene en camino, se llamará Yulián Andrés Samboní Muñoz. Eso dicen su padre y su madre. Un homenaje a la vida, para que no se repita la historia.
Gobernación: sí hay respaldo a los campesinos
Ary Burbano, ingeniero técnico del proyecto quinua de la Gobernación del Cauca, le dijo a El Espectador, sobre las quejas de la familia Samboní y sus vecinos acerca de la quinua: “Ningún gobierno puede fijar el precio del producto, eso lo definen la oferta y la demanda. Sin embargo, en este momento toda la quinua que ha estado saliendo es bajo estándares de calidad gracias a que nosotros hemos capacitado a la gente y toda se les ha comprado. La Gobernación del Cauca ha hecho una intermediación sin costo, por eso organizamos a la Asociación de Quinueros de los Milagros Bolívar (Asoquimil). Esa asociación es la que se encarga de venderle directamente a Colombia, la multinacional que tiene su parque industrial en Santander de Quilichao.
Nosotros lo que hacemos es enlazar a Omar Samboní, que es de la vereda El Tambo, que es el representante de Asoquimil, y al jefe de mercadeo de Colombia, ellos llegan a un acuerdo de precios y listo. Lo que nos ha afectado en este momento los precios es que en Perú está saliendo mucha quinua y eso ha hecho que el precio se haya bajado un poco. A la gente se le estaba pagando a $3.500, pero en el momento está a $3.000. Y el costo de producción cuando más caro es oscila en $1.600, entonces hay buena utilidad.