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El M-19 y la toma de la embajada 45 años después: la versión de Darío Villamizar

Fragmento de “Crónica de una guerrilla perdida”, libro publicado con el sello Debate (2022) en el que se detalla el asalto a la sede diplomática de República Dominicana realizado el 27 de febrero de 1980, que marcó la historia de esa guerrilla durante el gobierno de Julio César Turbay.

Darío Villamizar * / Especial para El Espectador

27 de febrero de 2025 - 11:00 a. m.
Guerrilleros custodiando a seis de los diplomáticos secuestrados, durante la toma de la embajada de República Dominicana
Foto: José María Guzmán

«La tarea del día es sacar a los compañeros presos», fue el mensaje que Jaime Bateman les transmitió a todos y, personalmente, puso manos a la obra. Designó a Lucho en las labores de inteligencia para buscar un objetivo que permitiera una toma de rehenes para canjearlos por presos políticos que se encontraban en distintas cárceles y denunciar, a nivel mundial, las violaciones a los derechos humanos en Colombia.

Una vez descartaron algunas propuestas, comenzaron a estudiar seriamente la sede de la embajada de la República Dominicana, en Bogotá, ubicada en avenida carrera 30 # 46-46 y que, el miércoles 27 de febrero, celebraría los 136 años de la independencia del dominio haitiano que sometió a toda la isla entre 1821 y 1844. Como nota curiosa, la casa había pertenecido al ya fallecido general Gustavo Rojas Pinilla. Bateman designó a Rosemberg Pabón como Comandante Uno de la Operación Democracia y Libertad, que fue el nombre que le dieron.

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Esta comenzó al mediodía del 27 de febrero de 1980, cuando los dieciséis integrantes del comando Jorge Marcos Zambrano del M-19 —seis mujeres y diez hombres—, bajo el mando del Comandante Uno ingresaron abruptamente a la sede situada, entonces, en inmediaciones de la Universidad Nacional de Colombia y del Instituto Geográfico Militar Agustín Codazzi.

Unos minutos antes fingían jugar animadamente un partido de fútbol en el parquecito que, en ese momento, estaba frente a la embajada. Por sus seudónimos, los combatientes se identificaban como: Pacho, Genaro, Ómar, Emilia, Natalia o la Chiqui, Jorge, María, Vicky, Alfredo, Pedro, Estela, Renata, Napo, René, Diego y Camilo, que se llamaba Carlos Arturo Sandoval, de tan solo 18 años, quien murió en el cruce de disparos en la puerta de entrada. Entre los guerrilleros había tres parejas sentimentales: Jorge y María, Rosemberg y la Chiqui, y Emilia y Alfredo.

En los rangos internos, todos ellos eran «oficiales», identificados con números impares para así despistar sobre la verdadera cantidad. Para la acción en sí se organizaron en tres escuadras de cuatro guerrilleros cada una. Estaban al mando de Genaro, que sería el Comandante Tres; Ómar, el Comandante Cinco, de nacionalidad

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uruguaya, y Alfredo, identificado como Comandante Siete. Los cuatro restantes (Rosemberg, María, Vicky y Jorge) ingresarían por la puerta principal, elegantes y con tarjeta de invitación. El armamento que portaban eran doce pistolas Browning de 9 milímetros, una pistola Walter P-38, cuatro escopetas recortadas de repetición calibre 12, un fusil automático, tres carabinas M-1 calibre 30 y algunas granadas.

Ese miércoles se realizaría, en la sede diplomática, una de las tradicionales recepciones. Como se acostumbra en estos casos, la delegación del país anfitrión invita a funcionarios públicos, empresarios, políticos, a otros miembros del cuerpo diplomático y a uno que otro lagarto de aquellos que no se pierden coctel en embajada.

En esta ocasión los anfitriones eran el embajador dominicano, Diógenes Mallol, y su esposa. Entre los invitados se encontraban el embajador de México, Ricardo Galán; el de Israel, Eliahu Barak; el de Venezuela, Virgilio Lovera; el de Brasil, Geraldo do Nascimiento e Silva; el de Estados Unidos, su excelencia Diego Asencio, y el nuncio apostólico, monseñor Ángelo Acerbi. Bocatto di cardenale.

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Mucho se especuló sobre la no presencia de diplomáticos de países socialistas entre los rehenes. La respuesta era muy simple: ese mismo día, a las dos de la tarde, se llevaría a cabo una actividad en la embajada de la República Democrática Alemana con motivo del Día del Ejército de esa nación. Además, en el caso de Cuba, este país no tenía relaciones con la República Dominicana, por lo tanto, sus representantes no estaban invitados.

Una vez los guerrilleros alcanzaron la puerta, se inició una balacera que duró el resto del día. En el balance de esa tarde, hubo tres heridos, dos de ellos diplomáticos y Renata, una de las guerrilleras. Contabilizaron 57 rehenes, en total trece embajadores, seis cónsules, dos encargados de negocios, un ministro consejero, dos funcionarios del Gobierno colombiano y otras personas que no pertenecían al cuerpo diplomático.

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En la noche, se organizaron las guardias, los horarios de alimentación, las tareas de limpieza, los turnos para la cocina y para los baños y se conformó un grupo de embajadores que ayudarían en las negociaciones tan pronto se iniciaran. En el texto del comunicado que firmaron Toledo y Bateman, exigieron la libertad de «los luchadores populares», se comprometieron a responder por la vida de los rehenes e hicieron responsable al general Camacho Leyva y a Turbay de cualquier provocación que pudiera ocasionar un desenlace fatal. «Ni con diez mil “consejos de guerra”, ni con las torturas, ni con los crímenes, ni con la represión, podrán impedir el triunfo de la revolución colombiana», concluía el documento.

Al momento de la toma, Bateman se encontraba en el Caquetá dirigiendo el Frente Sur del M-19 que, para entonces, no contaba con más de sesenta combatientes. Allí se habían concentrado los pocos guerrilleros que estaban con Antonio Navarro, Adán, en el Cauca, y los restos de la móvil que dirigía Germán Rojas, Raulito, en Córdoba. Con ellos, y con otros más, formó un Estado Mayor de seis miembros que, permanentemente, estaba escuchando las noticias y analizando lo que acontecía en Bogotá.

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Navarro recordaría tiempo después: De ahí, de esas discusiones, surgió la tesis que se le ocurrió a Bateman de planear la primera propuesta de paz que tuvo este país […]. De ahí fue surgiendo la idea de que había que plantear una salida global, que no podíamos dejar esto como una simple solicitud de liberación de presos que no salían de la cárcel. En la medida en que pasaban los días nos dimos cuenta de que no iban a salir de la cárcel.

La misma tarde de la toma, a través de una conversación telefónica entre el canciller Diego Uribe Vargas y el embajador Galán, se presentó el primer contacto con el Gobierno. Se aceptó que ingresara a la embajada un emisario, no propiamente delegado gubernamental, para enviar un mensaje. La persona escogida fue el excanciller Vásquez Carrizosa que, en horas de la noche, llegó acompañado del doctor Ernesto Martínez Capella, presidente del Colegio de Médicos de Cundinamarca.

En medio de esporádicos disparos, se les dieron a conocer las peticiones del comando: primero: retiro de la tropa y que no se intentara el asalto a la embajada; segundo: la libertad de 311 presos políticos de distintos grupos guerrilleros; tercero: cincuenta millones de dólares; cuarto: la publicación de un comunicado en la prensa nacional y en los principales periódicos de aquellos países de donde eran originarios los embajadores. Se acordó que, al día siguiente, retirarían el cadáver de Camilo, entrarían a la embajada especialistas para examinar a la guerrillera herida y el comando liberaría a algunos rehenes, especialmente a mujeres, niños y heridos. Así ocurrió. Estas medidas facilitarían el inicio de las conversaciones, aunque, en la práctica, las negociaciones habían comenzado.

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Pasados cuatro días desde la ocupación, el Gobierno delegó la negociación en dos funcionarios medios de la Cancillería: Ramiro Zambrano y Camilo Jiménez. Llegaron a la mesa con una consigna clara, trazada por el propio presidente Turbay: «Ni un peso, ni un preso». Por su parte, los guerrilleros escogieron como negociadora, de manera unánime, a la Chiqui, oficial nueve en la operación, una mujer preparada políticamente, con experiencia en el trabajo de la organización. La Chiqui rompía sus convenciones: tenían que sentarse a negociar con una mujer y encima guerrillera. En más de una ocasión les habló duro, los cuestionó a fondo y hasta llegó a levantarse de la mesa cuando sintió que le estaban «mamando gallo». Junto a ella y a los delegados gubernamentales estaría el embajador Galán en calidad de testigo, un personaje que gozaba de gran prestigio entre sus colegas rehenes y por la tradición de México en la protección de perseguidos políticos.

A esas alturas, ya los guerrilleros habían izado, en la azotea de la casa, la bandera azul, blanco y rojo con la sigla del M-19. La zona residencial estaba llena de periodistas nacionales e internacionales que montaron su campamento al que llamaron Villa Chiva. El primero de los 24 encuentros hasta el desenlace se produjo el domingo 2 de marzo, en una camioneta amarilla, marca Ford, de placas FA-3240, que permaneció parqueada frente a la embajada hasta el final de la toma.

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Los encuentros se hacían entre las 8 y las 11 de la mañana o en las tardes, entre las 2 y las 5. Las conversaciones eran grabadas por inteligencia militar con micrófonos ocultos en el mismo vehículo. Al promediar el año 2020, la historiadora antioqueña Yubely Vahos publicó un libro titulado La toma, en el que revela que, en uno de los walkie-talkies que el Gobierno suministró a los guerrilleros para las comunicaciones, se introdujo un micrófono que le permitía escuchar las conversaciones que tenían lugar en el interior de la embajada. Las grabaciones fueron conservadas en veinte casetes que reposan en el Archivo General de la Nación, a los cuales tuvo acceso la investigadora como una fuente hasta ahora desconocida.

La rutina de los diálogos se repitió durante las semanas siguientes; no faltaron los altibajos, las recurrentes tensiones, ni momentos difíciles, como cuando la quinta conversación, el jueves 14 de marzo, terminó abruptamente. La Chiqui salió de la camioneta y, con su infaltable capucha y voz firme, se dirigió a los periodistas para hacerles saber que el Gobierno estaba dilatando las negociaciones: «Nosotros exigimos la libertad de nuestros compañeros que están siendo torturados en las cárceles del país y los que están siendo juzgados en consejos de guerra. Esta es nuestra decisión final. La guerrilla sigue adelante. Nuestra consigna es vencer o morir», les gritó desde su improvisada tribuna y alzó la mano haciendo la V de la victoria, como lo haría en otras ocasiones.

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A raíz de este hecho, el Gobierno suspendió los encuentros durante diez días, hasta el 24 de marzo. A estas alturas, los guerrilleros habían solicitado la presencia del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. Pasadas varias semanas, no había respuesta del Gobierno, lo que ocasionó, durante el octavo diálogo, una gran molestia en el embajador Galán y su decisión de renunciar al papel de testigo. En esas funciones lo reemplazó Alfredo Tejeda, segundo secretario y cónsul general de Perú.

Promediando abril, el presidente Turbay Ayala aceptó invitar a los dos organismos internacionales para que acompañaran los consejos verbales de guerra; hubo cruce de cartas con Tom J. Farrer, presidente de la cidh, y con Erick Amin Kobel, representante del CICR, ambos dispuestos a participar «como garantes ante los captores» en la búsqueda de soluciones al conflicto que ya bordeaba los cincuenta días. En aspectos planteados desde el primer día, como la liberación de los 311 presos políticos —28 de ellos considerados como indiscutibles—, la publicación de un manifiesto en la prensa mundial y el rescate económico de cincuenta millones de dólares no había avances.

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A mediados del mes se conoció el informe de Amnistía Internacional, AI, organismo humanitario con sede en Londres, que había efectuado una visita a nuestro país entre el 15 y el 31 de enero anterior por invitación del presidente Turbay a raíz de las múltiples denuncias, nacionales e internacionales, sobre el estado de los derechos humanos en Colombia. El informe de los integrantes de la misión, entre quienes se encontraban un médico y un magistrado, reconoció la existencia de presos políticos y las graves violaciones a las libertades individuales. Amnistía Internacional expresó, así mismo, su preocupación por la prolongación del estado de sitio, la promulgación del Estatuto de Seguridad, la aplicación indiscriminada del artículo 28 de la Constitución, el juzgamiento de civiles por parte de tribunales militares y la suerte de campesinos e indígenas en zonas militarizadas; rechazó el arresto de médicos y abogados acusados de pertenecer a grupos subversivos, y pidió la libertad y vigencia de los derechos de los trabajadores.

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Portada de la revista Cromos de la época sobre la toma a la embajada.
Foto: José María Guzmán

Por supuesto, un informe así fue descalificado de inmediato por el Gobierno, señalando al organismo de ser parte de una campaña de desprestigio internacional, «una conjura contra las instituciones democráticas». Igualmente, cuestionó a los comisionados que visitaron el país y los acusó de violar la soberanía nacional. En síntesis, negó todas las denuncias de AI porque buscaban, según el presidente Turbay en discurso televisado del 21 de abril, «desacreditar, ante la comunidad internacional, la democracia colombiana».

Los días pasaban y las reuniones en la camioneta amarilla continuaban sin resultado alguno. Los rehenes estaban exasperados por las lentas y dilatorias respuestas del Gobierno, y este seguía empeñado en que no había presos políticos y que el tema era competencia de la justicia penal militar. El M-19, por su parte, insistía en que quienes torturaban y asesinaban a sus compañeros no podían ser los mismos jueces, que en esas condiciones los presos políticos no tenían garantía alguna; por eso exigían su libertad. Señalaban, además, que atendiendo razones humanitarias habían liberado ya a treinta rehenes que estaban en la embajada. Sobre el rescate económico no se hablaba mucho, aunque se negociaba con dos hombres «amigos de los rehenes»: el industrial Víctor M. Sasson y José Manuel Rivas-Sacconi, quien había sido ministro de Relaciones Exteriores.

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Durante el tiempo que duró la toma, hubo rumores sobre un posible asalto a la sede diplomática por parte de comandos armados israelíes que ya estarían en suelo colombiano. La noticia circuló en cables cifrados que indicaban un plan de dilación por parte del Gobierno mientras que se estaría construyendo un túnel desde un punto cercano. Frente a esta versión, que cada día tomaba más fuerza, los cubanos se ofrecieron ante el Gobierno de Colombia para contribuir en una salida humanitaria.0

A mediados de marzo, el embajador cubano Ravelo se reunió con Turbay y puso a disposición, en nombre de su Gobierno, un avión para transportar al comando guerrillero, a los diplomáticos y a los presos políticos que fueran liberados. La respuesta no fue inmediata y solamente hasta el 22 de abril, por intermedio del canciller Uribe Vargas, se aceptó la mediación de Cuba y se solicitó que una aeronave de ese país estuviera lista en Bogotá el viernes siguiente, 25 de abril. Ravelo había hecho parte del Movimiento 26 de Julio, M-26-7, desde antes del triunfo revolucionario en Cuba; era un cuadro de las relaciones políticas y diplomáticas.

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Buscando también agilizar las cosas, el Comandante Uno propuso un contacto entre los captores y sus compañeros presos en la cárcel La Picota. En un casete enviado a través del delegado del CICR, hicieron una síntesis de lo conversado y de los logros hasta ese momento, en particular la presencia de los dos organismos internacionales y de juristas nacionales para que asistieran la parte pública del consejo de guerra verbal y constataran el cumplimiento de las garantías procesales.

La respuesta desde la prisión fue un espaldarazo a todas las gestiones que había realizado el comando y el apoyo a cualquier decisión que tomaran. El mensaje de fondo era que habían cumplido, que por primera vez una organización en armas ponía a dialogar al Gobierno, además de mostrarle al mundo que aquí se violaban los derechos humanos y que esto era un remedo de democracia.

Todo un análisis político-racional, aunque por dentro algunos tenían el corazón arrugado… y las maletas hechas. Las peticiones desde la embajada habían bajado; en este momento consideraban como «no negociables» a seis de los principales dirigentes en prisión: Iván Marino Ospina, Álvaro Fayad, Hélmer Marín, Carlos Pizarro, Andrés Almarales e Israel Santamaría.

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La cereza del pastel fue el encuentro que el Flaco Bateman tuvo con el periodista Germán Castro Caycedo, entre el 18 y el 19 de abril, en una casa en Bogotá. Para ello regresó de Caquetá, salió a la carretera y allí lo recogieron; luego siguió de Neiva a la capital en una avioneta. Esa sería la primera entrevista pública del comandante Pablo, sin capucha y con peinado afro. «Soy el comandante general del M-19», fue lo primero que le dijo a Castro Caycedo y ahí empezó una larga conversación que duró «unas treinta y seis horas», según Bateman.

Le contó de la fundación del Eme, de las relaciones con la Anapo, de las primeras acciones y de los primeros secuestros, de cuando se hicieron ricos, del robo de las armas en el Cantón Norte y de todos los preparativos para el asalto a la embajada. También fijó su posición acerca del Gobierno de Turbay y sobre la economía nacional, habló de temas internacionales, se tomaron fotos y más fotos, le relató anécdotas y muchas historias desconocidas que solo el comandante las sabía o las podía contar.

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A través de Castro Caycedo, envió una propuesta al presidente Turbay Ayala, a dirigentes políticos sociales, económicos y guerrilleros, a los generales Landazábal, Matallana y Valencia Tovar, a la Iglesia, a los expresidentes Lleras Restrepo y López Michelsen, a García Márquez y a muchas personalidades políticas, «a todos aquellos que crean que pueden aportar en la búsqueda de soluciones que exige a gritos el país». Les proponía sostener una reunión en Panamá, en la cual se pudiera discutir hacia dónde iba Colombia, si existía la posibilidad de evitar la guerra y así encontrar una salida a la toma de la embajada.

Era la primera vez que se escuchaba, en la voz de un líder en armas, una invitación a encontrar salidas políticas al conflicto. Pese a tratarse de una tabla de salvación para las élites y para el sistema político, la propuesta sería rechazada por el Gobierno; sin embargo, a partir de entonces las guerrillas pasaron a ser interlocutoras obligadas en el debate político nacional. La paz comenzaba a ser más revolucionaria que la guerra.

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Al final, y con sus palabras, Bateman mandaba un mensaje de apoyo y de respaldo a los compañeros que estaban en la sede diplomática: Lo de la embajada ha llegado mucho más allá. Mucho más. Por eso en este mismo momento ya no nos interesan los presos políticos —y parece un poco duro decirlo— porque ellos ya saben qué suerte van a correr […]. Que los compañeros salgan en libertad, eso sería lo ideal para nosotros. Pero si no salen —como no van a salir—, ese es un grupo de cuadros muy cualificados que saben manejar muy bien esa situación.

Hubo entonces un diálogo telefónico, con altura y respeto, entre el canciller Uribe Vargas y el Comandante Uno, autorizado por el presidente de la República. Rosemberg le propuso tres cosas: uno, la entrega de los «no negociables» que estaban siendo procesados en La Picota. Dos, realizar una rueda de prensa en la sede de la embajada para dar a conocer el proceso de la negociación y los puntos de acuerdo o de solución a la ocupación. Tres, que se elevara el monto económico que se estaba negociando. La respuesta no llegó, la propuesta no fue aceptada. Sin embargo, la tarea estaba cumplida y así lo entendieron los guerrilleros con lo expresado por Bateman y con el mensaje que recibieron de sus compañeros presos en La Picota, en el que les manifestaban que los querían vivos.

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"La Chiqui", la jefe negociadora del M-19, durante la toma.

Así las cosas, los pasos siguientes fueron para pulir los detalles de la salida de la embajada y el viaje a Cuba, donde los guerrilleros recibirían asilo. Todos los preparativos se aceleraron en los últimos días. El Gobierno aceptó la ilegalidad de otorgar salvoconductos firmados y con el sello del Ministerio de Relaciones Exteriores a cada uno de los quince guerrilleros; el único nombre real era el de Rosemberg Pabón, los demás viajaron con sus seudónimos.

El sábado 26 de abril, día anterior a la salida, la Chiqui dirigió una nota manuscrita a los negociadores del Gobierno en la que expresaba, en nombre de sus compañeros, la conformidad con lo acordado y solicitaba «formalmente» que proveyeran el medio de transporte para salir del país, una aeronave que debía encontrarse lista para decolar en la cabecera de la pista principal del aeropuerto El Dorado, «mañana domingo a las 6½ am».

Ya el canciller colombiano le había solicitado al CICR supervisar el trayecto desde la sede de la embajada hasta el aeropuerto y, de allí, que un funcionario los acompañara a La Habana, donde quedaría libre con el resto de rehenes. La Cruz Roja Colombiana facilitaría los tres buses para el traslado al aeropuerto por una ruta establecida y protegida por la fuerza pública; en ese trayecto terrestre viajarían los captores, la totalidad de los rehenes, los negociadores del Gobierno, delegados de la CIDH, los dos negociadores económicos, el funcionario del CICR y el embajador Ravelo.

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Así ocurrió muy temprano en esa soleada mañana del domingo 27 de abril, cuando se cumplían sesenta y un días de la toma. Antes de salir, los guerrilleros hicieron una parada militar en homenaje a Camilo, el joven guerrillero muerto, que fue ascendido póstumamente. En el camino al aeropuerto, no hubo contratiempo alguno. Todos abordaron el avión tipo Tupolev Iluchin 62 con registro cu-1215 y, tal como se había acordado, antes de decolar, se bajaron los integrantes de la CIDH, los negociadores económicos Sasson y Rivas-Sacconi, los embajadores de Venezuela, Israel, República Dominicana y Egipto, el fotógrafo José María Guzmán, el periodista Luis Valencia y los dos negociadores colombianos. En la aeronave había un número importante de periodistas cubanos acreditados de radio y televisión, como le informó el embajador Ravelo al Comandante Uno.

Lo que no le dijo fue que otros «invitados», presentes en el avión, eran miembros de la seguridad cubana que venían preparados por si se presentaba algún contratiempo. Esa noche, el presidente Turbay Ayala, en una intervención radiotelevisada a todo el país, refiriéndose a los guerrilleros del comando Jorge Marcos Zambrano dijo, entre otras cosas: No salieron ellos de la embajada humillados, sino con la satisfacción de haberse preocupado hasta el límite de sus posibilidades por los miembros del movimiento subversivo a que pertenecen y esperanzados en la honesta conducta de la justicia colombiana. No sé cómo se reciba su actitud en el confuso universo de la subversión, pero puedo afirmar que dieron una tenaz batalla por sus compañeros de hazañas delictivas. Otra cosa es que no hayan podido alcanzar el triunfo de pretensiones imposibles.

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Al descender por la escalerilla del avión en el aeropuerto José Martí, de La Habana, una nube de periodistas los esperaba. Las declaraciones fueron parcas, aunque la Chiqui, sin lugar a dudas la figura emblemática durante la toma de la embajada dominicana, con su ya conocida capucha, respondió a una pregunta:

—Comandante, ¿se siente satisfecha de la labor que se cumplió en la embajada y en las negociaciones?

—Sí, bastante. Se alcanzaron logros políticos bastante importantes para Colombia, para los presos políticos y creemos que va a haber una apertura democrática en la medida en que los grupos de izquierda que quedan y el Movimiento 19 de Abril la sigan impulsando.

Al otro día, en compañía de Rosemberg y de Genaro, la Chiqui concedió una entrevista exclusiva a El Espectador. Les contó a los periodistas que había nacido en Cartago, Valle, que en un tiempo fue maestra de escuela y que su capucha la fabricó con el forro del saco del embajador de Uruguay antes de que este se fugara. Les habló de las relaciones entre los captores y de ellos con los rehenes y afirmó que, más temprano que tarde, todos los guerrilleros regresarían al país a continuar la lucha. Era una promesa que sería cumplida.

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* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Darío Villamizar Herrera fue militante del M-19. Es politólogo e investigador con especialización en Acción sin Daño y Construcción de Paz. Su trabajo se centra en temas del conflicto armado y procesos de negociación, reconciliación y paz. Ha publicado, entre otros libros, los siguientes: Insurgencia, democracia y dictadura. Ecuador 1960-1990 (El Conejo, 1990), Aquel 19 será (Planeta, 1996), Un adiós a la guerra (Planeta, 1997), Sueños de Abril (Planeta, 1998), Jaime Bateman, biografía de un revolucionario (última edición, Taller de Edición Rocca, 2015). Asesor en reincorporación de excombatientes en la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Miembro de Latin American Studies Association (LASA) y del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Coordina la investigación Memoria de guerrillas en América Latina y el Caribe.

Por Darío Villamizar * / Especial para El Espectador

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