Miembros de la JEP: ¿por méritos o por padrinazgos?

En este análisis se propone que el Comité de Escogencia privilegie los conocimientos acumulados en todo el proceso de Justicia y Paz, en lugar de seguir premiando a los “cazadores de coyunturas”. Debate.

Pablo Gómez Pinilla
04 de septiembre de 2017 - 11:53 p. m.
 Pese a sus limitaciones, el proceso de Justicia y Paz dejó aprendizajes que se deben aprovechar.  / Archivo El Espectador
Pese a sus limitaciones, el proceso de Justicia y Paz dejó aprendizajes que se deben aprovechar. / Archivo El Espectador
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¿Políticos carismáticos o reconocidos académicos? ¿Altos funcionarios del Estado o funcionarios de carrera con experiencia especializada? ¿Activistas y defensores de derechos humanos o estadistas consagrados? ¿Simpatizantes del proceso de paz o representantes de quienes se opusieron a éste? ¿Qué tipo de perfiles y de conocimientos se van a privilegiar con la elección de quienes ocuparán los principales cargos de la JEP? Trayectorias como la de Ilva Myriam Hoyos —protegida del exprocurador Ordóñez— o la del político liberal Héctor Helí Rojas contrastan con las carreras judiciales de los magistrados y exfuncionarios del proceso de Justicia y Paz y ponen de presente algunas de las tensiones que envuelve la elección.

En efecto, la tarea del Comité de Escogencia es compleja y, hasta el momento, el sitio web dispuesto para el ciclo de observaciones ciudadanas parece ofrecer un espacio sin precedentes de participación. En todo caso, urge reflexionar sobre una reprochable tendencia en la historia institucional colombiana, que podría repetirse.

Los cazadores de coyunturas

Nuestro país tiende a desperdiciar sucesivamente el conocimiento institucional acumulado, premiando a los cazadores de coyunturas y castigando a quienes laboriosamente tejen procesos de largo aliento. La frenética dinámica del cambio coyuntural —ligada, comúnmente, a la lógica electoral— impide transformaciones efectivas y privilegia la sucesión de instituciones inconexas o fútiles. En términos sintéticos, la idea puede ilustrarse a través de los siguientes tres momentos.

El primero es el de la creación: con promesas y objetivos de apariencia loable nacen o se reformulan instituciones que en los tránsitos legislativos y de reglamentación administrativa van perdiendo paulatinamente la atención y, por lo tanto, el control ciudadano.

En un segundo momento, las creadas o reformuladas instituciones son puestas en marcha con tropiezos y lentos procesos de aprendizaje. Aunque para ciertos casos sería innegable la desviación funcional, la incompetencia o la corrupción, por regla general tales situaciones son más cercanas al nivel directivo que al operativo y, al menos para el sector de la justicia transicional, me atrevería a afirmar que los procesos de aprendizaje albergan invaluables tecnologías institucionales y funcionarios que, tras la discreta práctica cotidiana, son guardianes de profundos conocimientos sobre el conflicto armado en Colombia y algunas alternativas viables para su posible superación.

Pese a ello, en un tercer momento, cuando se expresa alguna crisis o las coyunturas electorales requieren propuestas de innovación, los aprendizajes acumulados son tirados en saco roto y los funcionarios con mayor conocimiento son reubicados en función de las conveniencias políticas de turno, ignorando, las más de las veces, la experiencia acumulada.

En cualquier institución pública estos tres momentos son conocidos, especialmente, por aquellos más antiguos. Aun cuando algunos persisten en el impetuoso cumplimiento de sus labores, tradicionalmente este movimiento tiene como resultado la desidia y el desinterés.

En esquemas de justicia transicional estos tres momentos se manifiestan de forma más crítica, pues su carácter transitorio comporta mandatos de corta y mediana duración, la mitad de la cual se destina al entrenamiento y aprendizaje, y la otra, a los planes de cierre o finalización. Los picos de aprendizaje y de plena operatividad duran apenas un instante.

La polémica creación, implementación, reforma y actual dinámica de cierre del proceso de Justicia y Paz puede ser leída bajo esta lógica, y la tendencia de desperdiciar los conocimientos allí acumulados será puesta a prueba tanto en la elección de los magistrados que conformarán el Tribunal de Paz y las Salas de Justicia como en su proceso de reglamentación e implementación.

No pretendo ofrecer una defensa en abstracto de Justicia y Paz. Al igual que sus críticos más férreos, comparto los reparos contra la oscuridad de las negociaciones entre el Gobierno y los grupos paramilitares, el carácter parcial de la desmovilización y, por supuesto, la muy cuestionable entrega de bienes dispuestos para la reparación de las víctimas. Basta recordar eventos tan reprochables como la extradición de líderes paramilitares fundamentales para el esclarecimiento de la verdad como Salvatore Mancuso, Ramiro “Cuco” Vanoy o Guillermo Pérez Alzate, y sentencias de pírricos alcances como la primera condena proferida contra Wilson Carrascal, alias el “Loro”, en 2009, para reconocer la defectuosa implementación inicial de este proceso.

Pese a las limitaciones estructurales del proceso, magistrados, fiscales, abogados defensores y representantes de víctimas se vieron obligados a enfrentar un escenario de judicialización masiva de hechos cometidos en el marco del conflicto armado. Desde las cuestiones dogmáticas (como la adecuación típica o las fórmulas de autoría para este tipo de delitos) hasta los aspectos prácticos y psicológicos (como la forma de cuestionar a los desmovilizados o surtir las audiencias de reparación) han dejado un legado de aprendizajes valioso en sí mismo. En Colombia hay un grupo de personas que conocen lo difícil que es la judicialización penal tras la guerra, principalmente, porque ya la miraron a los ojos.

Judicialización masiva

Tras una serie de reformas introducidas entre 2011 y 2013 (v.gr., Ley 1592 o Decreto 3011), la lógica penal del proceso se modificó profundamente. Se transformó la concepción del tipo de criminalidad y aparatos que se estaban persiguiendo y se concibieron alternativas efectivas de judicialización. En términos prácticos y conceptuales, estas modificaciones han permitido rendimientos superiores a los que podrían atribuirse a tribunales penales internacionales ad hoc, como el de la antigua Yugoslavia o el de Ruanda o, incluso, la misma Corte Penal Internacional (aunque su naturaleza es distinta y hay matices, una mera comparación de los recursos económicos disponibles con el número de hechos y personas judicializadas permitiría acercarse a esta conclusión).

La naturaleza nacional del proceso y la obligación de concentrar la acción penal en los máximos responsables, con fundamento en contextos y patrones de macro-criminalidad, han resultado en decisiones judiciales cada vez más detalladas sobre las lógicas del conflicto armado, con precisiones geográficas y temporales necesarias no sólo para la atribución de responsabilidad a los postulados, sino para rastrear los azarosos vínculos entre los actores armados legales e ilegales, así como sus financiadores y auspiciadores. Sentencias como las proferidas contra Arnubio Triana Mahecha, Ramón Isaza, o contra los principales líderes del Bloque Calima o del Frente Héctor Julio Peinado Becerra ilustran esta situación.

Aunque la estructura de la JEP es significativamente diferente a la de Justicia y Paz, entre otras razones por la vocación y naturaleza política del actor desmovilizado (las Farc), en términos penales los retos de judicialización masiva de crímenes internacionales son semejantes. Teniendo en cuenta que, además, serán los propios magistrados, quienes se impondrán sus normas procesales, es útil rescatar al menos los siguientes tres aprendizajes:

El primero es de tipo formal y se refiere a la importancia de diseñar un esquema procesal que permita equilibrar las demandas de eficiencia (número de hechos, víctimas y responsables) con las cargas de calidad de las decisiones (capacidad de esclarecimiento de verdad, representatividad de los hechos juzgados, etc.). Aunque requiere perfeccionarse y adecuarse, el esquema formal de elaboración de macrosentencias al final del proceso de Justicia y Paz contiene algunas herramientas útiles para lograrlo (v.gr., imputación de acuerdo a patrones y, una vez reconocidos, la posibilidad de solicitar sentencias anticipadas).

El segundo es de tipo sustantivo, e indica que la aplicación adecuada de estos esquemas requiere el estudio de los contextos sociales, económicos y políticos en los que se cometieron los hechos. No se trata de un ejercicio de regocijo intelectual, sino que constituye la condición para configurar adecuadamente los delitos, atribuir responsabilidad dependiendo de la estructura armada e identificar a los auspiciadores y financiadores del conflicto. Asimismo, el conocimiento del contexto permite vislumbrar mejores opciones de reparación y garantías de no repetición. El conocimiento sobre el funcionamiento de varios de los bloques paramilitares ya existe, y es indispensable, ya que muchas de las acciones guerrilleras no se podrán entender si no se contrastan con las formas de operar de los grupos paramilitares y las Fuerzas Armadas.

Finalmente, el tercer aprendizaje indica que para lograrlo se debe contar con recursos humanos comprometidos y capacitados. El proceso de formación es largo porque más allá del derecho penal se requiere de un conocimiento preciso de los contextos regionales y del funcionamiento de la guerra. Las deficiencias estructurales de Justicia y Paz no se pueden cobrar a quienes asumieron el reto de juzgar el paramilitarismo en Colombia. Nombres como los de Eduardo Castellanos, Uldi Teresa Jiménez, Alexandra Valencia o Rubén Darío Pinilla (con enormes diferencias y posturas) representan un conocimiento que el Comité de Escogencia debe valorar detenidamente. Este comentario se extiende para los aspirantes que provienen de la Dirección de Justicia Transicional y de la extinta Dirección Nacional de Análisis y Contextos de la Fiscalía General de la Nación como Elba Beatriz Silva o Gina Cabarcas.

Otros sectores

Ahora bien, aunque me limité a resaltar la importancia de rescatar ciertos conocimientos y funcionarios, la JEP deberá balancear el conocimiento previo con nuevas perspectivas. Indudablemente la elección de magistrados también será una oportunidad para abrir el acceso a estos cargos a sectores que no habían sido tenidos en cuenta en Justicia y Paz y que serán fundamentales para labores precisas de la JEP como la representación indígena y afro, que en términos prácticos será indispensable en aspectos como la resolución de los conflictos de competencia entre la JEP y la Jurisdicción Especial Indígena o el conocimiento detallado de los contextos regionales; o académicos que pese a no ser funcionarios de carrera conocen las complejas relaciones entre derecho penal, guerra y justicia transicional. Igualmente puede ser un reconocimiento para abogados y abogadas representantes de víctimas y de organizaciones de la sociedad civil que tienen una larga historia en la defensa judicial de derechos humanos. No obstante, también será una gran oportunidad para cazadores de coyunturas con importantes padrinos que ven en la JEP una tarima política sin precedentes y que han pasado su vida de terna en terna, sin importar la entidad que se trate.

Ojalá varíe la tendencia. Ojalá se premie al mérito y no al padrino.

 

* Maestrante, Universidad Nacional Autónoma de México.

Por Pablo Gómez Pinilla

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