Teresa y Yolanda Sanjuán se graduaron el pasado viernes 18 de marzo. Ese día se vistieron de blanco para llegar a primera hora a la ceremonia en la sede de La Macarena de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. La noche anterior habían entregado tarjetas de participación a sus amigos, y junto a sus familiares decoraron trece velones blancos para llevar al acto. Ese día se convirtieron en la primera familia de un desaparecido en Colombia en recibir un grado honorífico: el de Alfredo Rafael Sanjuán Arévalo, como ingeniero catastral.
Alfredo Sanjuán fue desaparecido el 8 de marzo de 1982 a sus 34 años junto a su hermano Humberto, quien tenía 22 años. El primero salió de su casa en la mañana cuando iba camino a la Universidad Distrital, pero nunca regresó; el menor salió en la tarde a sacar el pasado judicial para conseguir su primer empleo y tampoco volvió. Este año se cumplen cuatro décadas desde que fueron desaparecidos forzosamente, según investigaciones judiciales, por agentes del F2, antigua estructura de inteligencia de la Policía.
Un día antes de la ceremonia, Teresa, una señora de 71 años, volvió a hacer memoria del momento en el que perdió a sus dos hermanos. Recuerda que estaba recién casada, había sido la primera de sus seis hermanos en salir de la casa materna y ya tenía una bebé. Aunque su vida había cambiado, nunca perdió una tradición que, hasta hoy con sus hijas y nietas, mantiene intacta: el ritual de almorzar siempre en familia. Dice que en esa época ya todos tenían sus ocupaciones, clases y empleos, pero reunirse alrededor de la mesa era un infaltable. “Yo vivía muy cerca de la casa de mis padres entonces iba constantemente. Y ese día Alfredo salió a estudiar y no llegó a almorzar, esa fue la primera alarma para mi mamá”.
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“Lo que más duro nos ha dado todos estos años es saber que nosotros llegamos hasta esta ciudad desde Ocaña, Norte de Santander, fue por Alfredito, que quería estudiar acá y como éramos tan unidos todos nos trasladamos”.
A Teresa se le entrecorta la voz y se le pierde la mirada cuando narra ese día. Tenía 31 años y aunque cuenta que en el país había una oleada de violencia muy fuerte, en Bogotá se sentían a salvo de peligros que incluso podían ser más latentes en el Catatumbo, de donde eran oriundos. “Lo que más duro nos ha dado todos estos años es saber que nosotros llegamos hasta esta ciudad desde Ocaña, Norte de Santander, fue por Alfredito, que quería estudiar acá y como éramos tan unidos todos nos trasladamos”, cuenta.
Cuando Alfredo logró entrar a estudiar Ingeniería Catastral a la Universidad Distrital fue todo un acontecimiento familiar. Después, apenas comenzó la segunda carrera en Arquitectura en la Universidad Nacional, de forma simultánea, se convirtió en el referente de todos sus hermanos, incluida Teresa. “Lo que más recuerdo es verlo en la mesa con sus mapas inmensos y estudiando todo eso que le encantaba sobre obras civiles”. Para la época ella trabajaba con el Estado y lo que más la unía a él era el atletismo, deporte que ambos practicaron en nivel de alto rendimiento.
Para seguir hablando sobre esos recuerdos saca una caja amarilla de plástico que tiene debajo del mueble de la sala de su casa. Allí guarda, literalmente, tesoros de oro, plata y bronce. Tiene más de cien medallas por competencias de atletismo, muchas de ellas fueron ganadas en Juegos Nacionales y otras tienen el sello de ‘marca nacional’, que la posicionaban como una de las mejores atletas. Pero no todas le pertenecen, muchas de ellas son de Alfredo, con quien a veces participaba en las mismas competencias, pero en categorías distintas.
En ese mismo bifé, que es lo primero que se ve al entrar a su casa, siempre hay objetos que le recuerdan a sus hermanos. Sobre la madera hay dos cubos de cristal grabados en 3D en láser con los rostros de Alfredo y Humberto. Teresa los toma con cautela, los pone sobre su cuerpo como quien cuida algo frágil y los ubica uno frente a otro como si se estuvieran mirando. Dice que así quiere tenerlos siempre. En ese mismo espacio guarda un relicario de plata con la imagen de Alfredo y no olvida mencionar que su hermana Yolanda tiene ese mismo collar, pero con la fotografía de Humberto. Seguramente las hermanas Sanjuán pronto le encontrarán un lugar valioso al diploma universitario de Alfredo que acaban de recibir en homenaje a él, 40 años después de su desaparición.
En 1982, el país conoció la historia del secuestro de tres niños de 7, 6 y 5 años, hijos del narcotraficante José Jáder Álvarez. Los menores de edad permanecieron retenidos en la capital y días después fueron trasladados hasta el municipio de Gachalá, donde fueron asesinados. Álvarez tenía negocios de ganadería en el Caquetá y buscó la liberación de sus hijos con la participación del movimiento MAS (Muerte a Secuestradores), organización paramilitar financiada por el narcotráfico que tenía como fin enfrentar a las exguerrillas de las Farc y el M-19, pero también pidió apoyo al Estado, que ordenó varios operativos de búsqueda en varias ciudades a través del F2.
En medio de esos operativos comenzaron a detener y desaparecer jóvenes en Bogotá, entre marzo y septiembre de 1982. La mayoría de ellos, estudiantes de la Universidad Nacional, un líder social y un mecánico. El primer caso se reportó el 4 de marzo y cuatro días después ocurrieron las desapariciones de los hermanos Sanjuán, que estaban empezando a destacarse como líderes estudiantiles. Durante esos siete meses fueron desaparecidos trece hombres: Pedro Pablo Silva, los hermanos Orlando y Édgar García Villamizar, los hermanos Alfredo y Humberto Sanjuán, Rodolfo Espitia, Edilbrando Joya, Gustavo Campos Guevara, Rafael Prado Useche, Hernando Ospina Rincón y los hermanos Manuel Darío y Bernardo Acosta Rojas.
Sin embargo, las familias no estuvieron conectadas entre sí hasta que se conocieron todos los casos. Fue en 1983 cuando se unieron para conformar lo que hoy se conoce como el Colectivo 82, el primer caso de desaparición forzada colectiva del que se tenga registro en Colombia. En ese mismo año también apoyaron la consolidación de la Asociación de Familias de Detenidos Desaparecidos (Asfaddes), una de las organizaciones de base con más trayectoria en Colombia. Nueve años más tarde, en 1991, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos determinó que el Estado fue el responsable por el secuestro y la desaparición de las víctimas, pero el proceso judicial no ha avanzado mucho en el país.
Aunque durante estas cuatro décadas han llamado a indagatoria a 22 integrantes de la fuerza pública que podrían estar relacionados con el caso, por este delito de lesa humanidad no hay ningún condenado. “Es increíble que, como han dejado que pase tanto tiempo, los investigados siempre se escudan en eso, dicen que ya no se acuerdan de lo que pasó y que no recuerdan cómo sucedió todo, pero no es que ellos tengan mala memoria, sino que siguen ocultando la verdad para el país”, advierte Martha Noguera, una de las hijas de Teresa.
Martha dice que de su niñez lo que más recuerda es ver a su abuela Élcida con la mirada perdida cuando parecía acordarse de ellos. “Ella no lloraba, pero se le notaba lo que sufría por dentro. A veces estaba así y de repente se quedaba pensando y mirando al vacío con tristeza, pero uno no le preguntaba nada porque ya sabía qué le pasaba”. Explica que los primeros diez años fueron los más duros en la búsqueda, pues los abuelos prefirieron regresar a Ocaña con la resignación de no encontrarlos vivos. Ambos fallecieron sin saber en dónde quedaron sus hijos.
“Este grado es un sueño y un logro importantísimo, porque no pudimos verlo culminar sus estudios, entonces que nos digan que ya terminó su carrera es impresionante. Me parece ver a Alfredito, todavía joven, así como lo recordamos, decirme aquí al frente: Teresa, Teresita, ¡por fin me gradué!”.
Varias generaciones buscando
La familia Sanjuán lleva cuatro generaciones buscando a Alfredo y Humberto. Los primeros fueron sus padres, Alfredo Sanjuán Quintero y Élcida Arévalo de Sanjuán, quienes imprimieron carteles para poner en toda Bogotá. “Mi papá murió siete años después de que a ellos los desaparecieran. Lloraba casi todos los días, se enfermó y murió casi de pena moral”, cuenta Teresa.
“Quisiera decirles que llevo su sangre en mis venas, sus ideales en mi cabeza, sus canciones en mis oídos y su amor en mi vida”.
Ella y Yolanda han estado frente al proceso judicial de sus hermanos con el Colectivo José Alvear Restrepo. Pero hay una tercera generación de la familia también ha buscado, como Martha e Hilda, esta última alcanzó a compartir los primeros años de su vida con sus tíos y ante la Comisión de la Verdad, en 2021, entregó una carta por la memoria del Colectivo 82. “Quisiera decirles que llevo su sangre en mis venas, sus ideales en mi cabeza, sus canciones en mis oídos y su amor en mi vida”, se lee en el papel.
Incluso también los nietos de los hermanos Sanjuán han crecido escuchando la historia. Gabriela, la hija de Martha, es una pequeña de once años que ha llevado claveles blancos a las marchas por los desaparecidos. La noche del 18 de marzo pasado, toda la familia Sanjuán conmemoró los 40 años de la desaparición con velones blancos que llevaron en marcha solemne desde la Universidad Distrital hasta la Torre Colpatria. Esa noche el rascacielos más importante de la capital se iluminó con los nombres de las 13 víctimas del Colectivo 82.