Cuando me senté a escribir este texto no sabía por dónde empezar. No sabía si estaba bien o mal, luego tomé la pluma y escribí. Han pasado muchos días desde aquel en el que la melodía de los fusiles hizo que las víboras se tragaran su propio veneno. Han sido tantas lágrimas, tantos recuerdos, tantos gritos silenciados que me gastaría cientos de páginas relatándolo.
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Es difícil decirle a esta nación que por años hemos sido esclavos de nuestros padres, hermanos y familiares que decidieron empuñar las armas para luchar por una guerra que no les pertenece, pero por la cual muchos de ellos, y otros inocentes, tienen rosas negras en las bocas.
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Rosas con raíces que atraviesan sus cerebros y siguen quebrando su alma. Por eso el mayor reto es perdonar. Perdonar a quien un día me hizo daño, a quien mantuvo la incertidumbre de quién sería el próximo en ir a la tumba. Fueron muchas noches que pasé arrullada por las chicharras imaginando qué haría cuando lo tuviera al frente. De pronto un día apareció en mis sueños y entonces empezó la tediosa tarea de perdonar, de decir: “Está bien”, aunque todo pueda estar mal, aunque los demonios de mi alma sólo quieran matarlo.
Durante años he sabido que la guerra calló a mi padre. Pero él no está muerto. Revive cada vez que hablo de él, como diría Rene Pérez en una de sus canciones: “Nacimos sin saber hablar, pero vamos a morir diciendo”. Sólo debemos olvidar el sin sabor que nos dejó el conflicto de estas tierras que luchan por la paz. Paz que no se firma nada más, sino que se construye día a día cuando aprendemos a amar, a no juzgar.
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La guerra destruye las costumbres, las esperanzas, destruye el mundo de ilusiones que hemos fabricado. En ocasiones, mientras escribimos, simplemente se acaban las ideas, pero no pasa lo mismo cuando escribo sobre la reconciliación. La reconciliación es hermosa después de la indiferencia. Reconciliémonos, no por mí ni por ti, por nuestra niñez.
Somos hijos de la guerra, hijos de la hambruna. Somos hijos de un mismo dolor. Somos hijos de una Colombia torpe y bravía que durante décadas ha resistido. Nuestros campos se han ruborizado una y otra vez con la sangre de nuestros hermanos. Son tantas historias tristes que ya no hay espacio en las fosas de mi memoria para enterrarlas allí.
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Se trata de empezar a reconciliarnos con nosotros mismos y sanar heridas casi imposibles. Se trata de tomar una aguja que arde para cosernos por dentro con hebras de verdad. Es triste recordar cuánto hemos callado. Es triste no saber lo que somos, ni qué coños seremos, pero es más puto plasmar una letra en este papel, sin saber si a alguien le ha de importar nuestra lucha por perdonar.
Como hijos de la guerra sólo pedimos tranquilidad para ver a nuestros hijos y nietos correr por las calles con los brazos abiertos. Las nuevas generaciones no deben olvidar las lágrimas de sangre que ha derramado este país, ni los inocentes que se ha tragado esa selva. Cuando terminaba de escribir estas líneas, me preguntaba quién hablará con valentía de estas memorias empolvadas. Perdonemos, pero sin olvidar. Lo estoy haciendo desde las entrañas del Catatumbo.