Hace 40 años, el 6 de septiembre de 1978, con facultades de Estado de sitio, el gobierno liberal de Julio César Turbay expidió el Decreto 1923, que tomó el nombre de Estatuto de Seguridad. Un articulado que amplió la potestad de las Fuerzas Armadas para enfrentar el orden público y derivó en una crisis de derechos humanos que puso a Colombia en los ojos de la comunidad internacional. Desde ese día cobró forma también una fuerza de oposición para impedir el control de la vida civil por parte del Ejército.
Aunque desde los años 60, en el contexto de la doctrina de seguridad nacional impulsada desde Estados Unidos, en Colombia se promovían normas de excepción, solo fue en la década de los 70 cuando el asunto se transformó en política de Estado. Por eso, los antecedentes inmediatos del Estatuto de Seguridad fueron seis decretos de Estado de sitio expedidos en el gobierno López Michelsen, que abrieron el camino al arresto de civiles por simple sospecha o a la extensión de facultades judiciales a las Fuerzas Armadas.
El paro nacional del 14 de septiembre de 1977, que dejó un sinnúmero de víctimas en una jornada de confrontación entre el Ejército y los sectores de oposición, fue el pretexto para que un mes después de asumir la jefatura del Estado, Turbay esgrimiera el Estatuto. Esa misma semana varios abogados lo demandaron ante la Corte Suprema, pues además de atribuciones a las Fuerzas Armadas, se crearon nuevos delitos, se aumentaron las penas, se impuso la censura y se afectó la separación de los poderes.
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El 12 de septiembre fue asesinado en su casa Rafael Pardo Buelvas, exministro de Gobierno de la era López. El hecho fue perpetrado por el Movimiento Autodefensa Obrera y sirvió al gobierno Turbay para insistir en el Estatuto. No obstante, ya se había convertido en piedra de discordia. Un grupo de funcionarios judiciales que se atrevió a criticarlo, a petición del gobierno, fueron investigados por la Procuraduría. Y aunque la Corte Suprema no lo tumbó del todo, le quitó sus principales excesos.
Varios magistrados, encabezados por los juristas Gustavo Gómez, José María Velasco y Jesús Bernal, no solo salvaron su voto, sino que apoyaron la tesis del defensor Gustavo Gallón, que calificó el Estatuto como una “dictadura constitucional”. Antes de caer el telón de 1978, al Ministerio Público llegaban semanalmente denuncias por torturas en unidades militares y crecían las detenciones arbitrarias, las desapariciones sigilosas o los allanamientos sin orden judicial.
El 2 de enero de 1979 trascendió la noticia de que, a través de un túnel, el M-19 había accedido al depósito de armas del Ejército en el Cantón Norte de Usaquén, llevándose consigo muchos fusiles. Para el Ejército fue un acto provocativo y, desde ese día, desató la represión. El 17 de enero fue capturado y torturado el director de teatro Carlos Duplat. Dos días después cayó presa la pianista antioqueña Teresita Gómez. En medio de redadas y aprehensión de sospechosos, crecieron las voces para criticar los desmanes.
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Fue tal el ambiente de control militar, que hasta Boris de Greiff, hijo del poeta León de Greiff, fue obligado a comparecer ante el general Miguel Vega para que respondiera dónde estaba la espada del libertador Simón Bolívar, robada por el M-19 en 1974. También fue conducido a la Escuela de Caballería el poeta Luis Vidales. Allá permaneció 15 horas con los ojos vendados. El comentario de Vega es que no sabía que era un poeta y que tenía 75 años. Los sacerdotes jesuitas Jorge Arango y Luis Alberto Restrepo también cayeron presos.
Entonces aumentaron las protestas. En su columna “Libreta de apuntes”, Guillermo Cano, director de El Espectador, rechazó los abusos. A su manera, el caricaturista Héctor Osuna denunció con humor. Puso a los caballos a conversar sobre los torturados y creó diálogos imaginarios como uno protagonizado por el ministro de Defensa, Luis Carlos Camacho, y Turbay. A la pregunta del presidente: “¿Y el orden público?”, el general contestó: “Todo bajo control, se han detectado dos focos subversivos y un foro de derechos humanos”.
Y justamente estas convocatorias fueron cruciales para ventilar la crisis que vivía Colombia. En particular, el foro que se realizó entre el 30 de marzo y el 1° de abril de 1979, organizado por el excanciller Alfredo Vásquez Carrizosa, que no solo reunió a los opositores del Estatuto, sino que se convirtió en expresión política de defensa de la democracia. El clamor recibió respuesta mundial. Amnistía Internacional hizo su primera visita a Colombia. Otros organismos la emularon.
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El periodismo sufrió por aparte. En el trabajo La libertad de prensa en Colombia durante el Estatuto de Seguridad, de Úrsula Andrea Rodríguez, se detallan múltiples casos de censura. Como impedir que la radio informara sobre la toma de la Embajada de la República Dominicana en febrero de 1980, las sanciones a varias emisoras por divulgar informaciones de orden público, el hostigamiento o captura de reporteros por parte de los servicios de inteligencia o la condena judicial contra la periodista Consuelo de Montejo.
Hasta el escritor Gabriel García Márquez tuvo que refugiarse en la Embajada de México, en marzo de 1981. La revista Alternativa, en la que escribía, se vio forzada a salir de circulación. Fueron incontables los casos de detenciones infundadas, acciones de tortura o abusos a nombre de la seguridad en todo el país. A finales de 1981, cuando era inminente que la negociación política del conflicto iba a imponerse, el gobierno Turbay derogó el Estatuto.
La práctica de expedir normas excepcionales vía Estado de sitio no se erradicó y hasta 1991 fue costumbre. Con el paso de los años, muchos de los procesos o atropellos cometidos en vigencia del Estatuto de Seguridad se convirtieron en casos de denuncia internacional o estudio jurídico. Las generaciones que vivieron los rigores del Decreto 1923 de 1978 aún recuerdan el costo que tuvo protestar, cuestionar la autoridad, invocar las libertades públicas o simplemente circular por las calles sin documentos de identidad.