En una empinada ladera a las afueras de Cúcuta (Norte de Santander) se encuentran los barrios Las Delicias y Manuela Beltrán. La montaña está cubierta de una viscosa arcilla que se adhiere con facilidad a zapatos, llantas y piel. Incrustadas en ese barro están las casas de cientos de desplazados por la violencia. Muchas de ellas están hechas con tejas de zinc, trozos de madera reciclada y pedazos de plástico provenientes de viejas vallas publicitarias, para aislar a sus habitantes de la humedad externa. (Vea aquí un video sobre cómo las víctimas e Cúcuta reconstruyen sus hogares después de la guerra)
A pesar de las precarias condiciones de muchas de esas viviendas, sus habitantes están celebrando porque hace tres meses la Alcaldía legalizó los dos asentamientos en los que habían vivido en la informalidad durante más de una década, y pronto terminarán de instalar el acueducto, el alcantarillado, el alumbrado público y empezarán a pavimentar las vías de la zona. Además se está dinamizando la economía local y los jóvenes que estaban desescolarizados obtuvieron oportunidades de estudio, deporte, actividades lúdicas y talleres para adquirir conocimientos técnicos.
La intervención empezó cuando se supo que casi la mitad de la población de esos barrios está registrada como víctima de desplazamiento forzado en el Registro Único de Víctimas (RUV) y por eso los habitantes, además de la situación de extrema pobreza, viven con miedo a que los actores armados que los sacaron de sus tierras vuelvan a hacerles daño. Una alianza entre la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), la Iglesia católica, la Universidad Libre y otras organizaciones públicas y privadas, impulsó el proceso.
El problema que enfrentan esas comunidades es una muestra de la situación que vive la capital fronteriza. En Cúcuta hay más de 92.000 víctimas registradas de desplazamiento forzado. Además, según cifras de la Unidad de Víctimas (UARV), más de la mitad de ellas están en condición de extrema pobreza. La Unidad identificó que la mayoría de los desplazados llegan sin recursos a los centros urbanos y se instalan en barrios marginales -como lo eran Las Delicias y Manuela Beltrán- donde hay una fuerte presencia de grupos armados y crimen organizado. Eso genera un riesgo aún mayor, porque las familias pueden ser víctimas de un nuevo desplazamiento o los jóvenes y niños reclutados por bandas de microtráfico o neoparamilitares.
En 2012, Acnur y Pastoral Social empezaron el plan piloto del programa Construyendo Soluciones Sostenibles (TSI, por sus siglas en inglés), con una iniciativa enfocada en los desplazados que no quieren volver a su lugar de origen sino integrarse a zonas urbanas. La intervención debía mejorar el acceso a vivienda y servicios básicos legalizando los barrios, impulsar el desarrollo económico, fortalecer las organizaciones comunitarias y el liderazgo local, tener en cuenta la seguridad y los derechos de las víctimas del conflicto y velar por los jóvenes y niños.
Por eso, desde hace cuatro años, Carlos Pabón, uno de los coordinadores de TSI, visita varias veces a la semana los barrios. Este hombre menudo de amplia sonrisa conoce por su nombre y apellido a la mayoría de los habitantes del sector. Recuerda sus historias, cuántos hijos tienen, qué beneficios han recibido y si llegaron desplazados de Arauca o de la zona del Catatumbo, las dos regiones de donde salen más víctimas hacia Cúcuta.
La historia de esta comunidad, me explica Carlos mientras nos dirigimos a la zona, se remonta al 2005, cuando unas 21 familias provenientes de Arauca, Cali, la zona del Catatumbo y los municipios de Arboledas (Norte de Santander) y La Ermita (Valle del Cauca) decidieron construir ahí sus casas, adjudicadas mediante documento de posesión por una líder. Un documento que no había normalizado su situación legal en ese predio. Con el tiempo, al pequeño asentamiento llegaron más de 1.200 núcleos familiares.
Mientras el carro sube por la serpenteante carretera que lleva a los barrios, vemos cómo en esos dos asentamientos se ven magnificadas todas las problemáticas de Cúcuta: el desempleo, la baja presencia policial y la siempre latente amenaza de bandas criminales. “Antes de la intervención era peor, mucho peor”, aclara Carlos.
Para hablar sobre el papel de la comunidad en el proyecto, llegamos al salón comunal del barrio Las Delicias, construido con la ayuda de empresas cucuteñas y organismos internacionales. Es una estructura de cemento con techo de zinc. Lo único que la salva de ser completamente gris es un vistoso grafiti con el nombre del barrio y un pavo real, la obra de arte de un grupo de jóvenes de la zona.
A ese lugar llega José Zabaleta, presidente de la Junta de Acción Comunal (JAC) de Las Delicias. Sacude sus remendados zapatos con la esperanza de sacarles algo de la arcilla que tienen pegada para no ensuciar el salón. “Aquí se celebran la reuniones de la junta, las actividades lúdicas para los niños, los bazares comunitarios y casi todos los eventos que unen al barrio”, explica.
Al preguntarle cómo era la situación de la zona hace cinco años mira a lo lejos, como si rebobinara una película. “Cuando el asentamiento era ilegal y no teníamos acueducto, alcantarillado, alumbrado público, gas ni electricidad. Traíamos agua de una quebrada cercana con baldes o mangueras y nos alumbrábamos con velas. No teníamos acceso a salud ni educación”. Lo que cuenta Zabaleta también está registrado en informes de la Alcaldía. En esos barrios las mujeres eran muy vulnerables a la violencia sexual y faltaban espacios y acceso a actividades de desarrollo, cultura, recreación y deporte para niños, niñas y adolescentes. Todas esas falencias motivaban a los jóvenes a vincularse a actos delictivos.
Lo primero que hicieron, recuerda Zabaleta, fue un diagnóstico. Los líderes ayudaron a recopilar información general (número de construcciones, familias y necesidades apremiantes). Decidieron que trabajarían cinco aspectos: legalizar el barrio, mejorar la prestación de servicios públicos, proveer educación para los jóvenes, incentivar el desarrollo económico local y empoderar políticamente a los líderes comunitarios. El reto que asumieron Acnur y Pastoral Social fue buscar la forma de resolver estos problemas en cuatro años y con $1.000 millones.
Se estableció el Comité de Impulso, una instancia independiente que tenía la capacidad de tomar decisiones sobre los proyectos planeados. El comité se encargó de avanzar en el plan de acción y repartir las responsabilidades, así como de recopilar toda la información y enseñanzas para aplicarlo en otras localidades. “Para mí fue un reto participar en el proyecto. Cada vez que me enfrentaba a un problema grande y me asustaba, me decía que no podía dejar eso tirado, tenía que ir pa lante. Ahora siento mucho orgullo al ver que logramos las metas. Cuando uno logra algo por esfuerzo propio, lo aprecia más y no deja que otro lo dañe”, añade Zabaleta mientras se despide.
La legalización de los barrios Manuela Beltrán y Las Delicias fue la columna vertebral de toda la intervención y una de las metas más caras y difíciles de lograr. Es una experiencia piloto para el posconflicto en las áreas urbanas.
De vuelta en Cúcuta, en la Alcaldía, Yalila Orjuela, coordinadora del área de legalizaciones de la Secretaría de Planeación , nos explica que la buena disposición de la familia Abrahim, dueños del lote, para conciliar con la comunidad ayudó a agilizar el proceso. “Es la primera vez que un privado promueve la legalización de un barrio en la ciudad. Ellos pagaron los estudios de suelo para que la Secretaría de Planeación pudiera legalizar el predio, vendieron cada lote a $5.000 el metro cuadrado y dieron financiación directa a las familias para luego entregarles las escrituras a medida que terminaban de pagar”.
Una intervención integral
Además de legalizar el barrio, se adelantaron proyectos para fortalecer las microempresas locales. Una de las beneficiadas fue la carpintería de don Carlos. Con ella sostiene a sus tres hijos y esposa luego de que fueron desplazados de Arauca. La entrada de su casa está llena de curiosos artículos de madera para cuartos infantiles, cocinas y salas. Él explica que con la nueva maquinaria que recibió la producción se disparó. “Ahora trabajo menos y gano más. Mejoré mi casa, compré una moto para hacer los domicilios y hasta un televisor para ver los partiditos”.
Para mejorar el aspecto social se hicieron talleres de educación y empoderamiento de los líderes comunitarios para que hagan control político. Con el programa Rumbos de Paz reintegraron a decenas de jóvenes a la educación básica. Unos talleres de hip hop, grafiti y edición de video sirvieron para crear una pequeña comunidad en la que se podía hablar sin miedo de sexo, problemas familiares y los planes a futuro.
Los retos del futuro
Durante 2016, Carlos Pabón y todas las organizaciones que hicieron posible el proceso de legalización se estarán despidiendo de los habitantes de los barrios Las Delicias y Manuela Beltrán, porque ya se lograron las metas previstas. Quedan cuatro retos: que la Alcaldía adopte las estrategias del TSI como políticas públicas, que se instalen los servicios de acueducto y alcantarillado en los barrios ya legalizados, que cada familia reciba las escrituras de su casa y, por último, capacitar a los líderes comunitarios para resolver conflictos locales antes de que pasen a mayores.
La Alcaldía ya se comprometió, en su Plan de Desarrollo, a legalizar al menos 20 barrios en los próximos cuatro años, una cifra sin precedentes. “Tendremos 10 profesionales que harán todos los estudios pertinentes para agilizar el proceso. Para este rubro se dispusieron $12.000 millones y se firmó un contrato con Metrovivienda para todos los procesos que vienen después de la legalización”, explicó Orjuela, quien está animando a los dueños de los predios ocupados a que se involucren de lleno en la legalización y usen Las Delicias y Manuela Beltrán como modelo.
Al mismo tiempo, líderes como José Zabaleta, del barrio Las Delicias, y Gabriel Hernández, del barrio Manuela Beltrán, se capacitarán en resolución de conflictos.
Las comunidades todavía enfrentan grandes retos, explica Gabriel Hernández, pero ya “es un logro entrar al despacho de un funcionario público sabiendo cómo actuar, qué mecanismos usar para presentar un proyecto o exigir un derecho. Podemos requerir, siempre con respeto, que los funcionarios cumplan sus promesas. Uno, aún con escasos estudios, entra con la frente en alto a cualquier instancia pública o privada porque representamos a toda una comunidad que está trabajando de forma organizada para erradicar la violencia y mejorar la calidad de vida”, concluye.