Las balas, la muerte y el miedo se convirtieron en el pan de cada día en la infancia de Estefanía Herrera. Su corazón latió constantemente con fuerza, siempre queriéndose salir de su pecho, al ver el asesinato de campesinos y niños. La crueldad y la sevicia de la guerra entre el Ejército y la guerrilla fue constante, tanto así que se volvió rutinaria. No había día en el que alguien no falleciera en Argelia, municipio ubicado en el oriente antioqueño, que fue azotado por el conflicto y que dejó muchas familias separadas y desplazadas.
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Estefanía Herrera se crió junto a sus abuelos, Octavio de Jesús Herrera y Fanery Marín Navarro, su mamá, María Fania Herrera, y su hermana Yeni Katherine. Era una niña hiperactiva, siempre alegre y con un anhelo que no podía satisfacer por falta de recursos: la bicicleta. Estudiaba en una vereda llamada La Mina, en la escuela San Andrés. “Muchos niños asistían descalzos o con chancletas”, recuerda. Pero cuando los combates entre las Fuerzas Militares y las guerrilleras se hicieron frecuentes, el miedo, la inquietud y la intranquilidad se apoderaron de ella.
De niña tuvo que ver muchas cosas que terminaron convirtiéndose en angustiosas pesadillas: como cuando mataban campesinos y se los llevaban cubiertos con sábanas ensangrentadas. “A los guerrilleros no les importaba que uno viera esas cosas. En ese tiempo, la que mandaba en el sector era alias Karina y era una cosa muy tremenda, porque el Estado quería acabar con ese grupo armado, razón por la que bombardearon con helicópteros los puntos en los que se encontraban. Constantemente se veían tiroteos, los combates eran constantes. Hubo muchos niños que fallecieron por balas perdidas”.
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Con frecuencia observaba pasar a los guerrilleros, quienes preguntaban a la población si habían visto pasar a hombres del Ejército. Si no respondían, el castigo era la muerte. “Decían que uno los estaba encubriendo, por lo que acabaron con la vida de muchos campesinos y de familias completas”, afirma. A esto se le sumaba que el grupo armado ilegal siempre buscaba nutrirse con niños. “Se los llevaban cuando cumplían los 11 años. Simplemente les endulzaban el oído diciéndoles que eso era muy bueno, que si se metían ahí iban a ayudar a su familia. Todos eran aptos, siempre y cuando pudieran cargar un fusil”.
Por ese miedo de ser reclutada por la guerrilla y la amenaza en contra de su familia si no dejaban la finca en la que vivían, dejó Argelia y se fue a vivir a Medellín. “Mis abuelos, después de unos años, se regresaron para la finca. Mientras que yo me quedé viviendo con mi hermana en el barrio La Libertad. “Trabajábamos vendiendo productos naturales en la calley fue muy complicado para las dos salir adelante. Gracias a unos ahorros compré una bicicleta, que lijé y pinté de rosado: por un lado del marco le puse ‘Estefanía’ y por el otro, ‘Herrera’. Ese día cumplí mi anhelo”.
Desde entonces empezó a practicar con algunas personas mayores, hacía hasta 100 kilómetros cuando desayunaba, cuando no, sabía que no podía exigir el cuerpo a profundidad. Sus cualidades en la escalada las potenció Benjamín Laverde y combinando trabajo con entrenamientos, el ciclismo se convirtió en su vida, en el deporte con el que empezó a construir un camino lleno de éxitos e ilusiones y con el que dejó atrás la tristeza y desazón de una guerra desgarradora: ganó la Vuelta al Valle en 2016, compitió en Costa Rica y este año ganó en Marinilla, quedó cuarta en la Vuelta a Colombia Femenina y ahora sueña con el título del Tour Femenino, que se corre en el departamento de Córdoba.
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