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Cuatro hechos clave que revelan la guerra entre Mordisco y Calarcá por Guaviare

La brutal confrontación entre ambas facciones disidentes de las FARC busca el control de una de las regiones más estratégicas del país para el narcotráfico, el tránsito amazónico y la proyección armada.

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Redacción Colombia +20
13 de julio de 2025 - 08:01 p. m.
Facciones disidentes de las FARC al mando de Iván Mordisco y Calarcá Córdoba buscan el control de una de las regiones más estratégicas del país JOAQUIN SARMIENTO / AFP.
Facciones disidentes de las FARC al mando de Iván Mordisco y Calarcá Córdoba buscan el control de una de las regiones más estratégicas del país JOAQUIN SARMIENTO / AFP.
Foto: AFP - JOAQUIN SARMIENTO
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Guaviare está en guerra. Y no es una guerra silenciosa. En apenas cuatro semanas, este departamento del suroriente colombiano ha sido escenario de un atentado contra un periodista comunitario, el asesinato colectivo de ocho líderes sociales y religiosos, la explosión de una moto bomba frente a una estación de Policía y la imposición de paros armados que paralizaron comunidades enteras.

Estos hechos son el reflejo brutal de una confrontación entre facciones disidentes de las FARC —El Estado Mayor Central, bajo el mando de Iván Mordisco y el Estada Mayor de los Bloques y Frente de Calarcá Córdoba— que se disputan el control de una de las regiones más estratégicas del país para el narcotráfico, el tránsito amazónico y la proyección armada.

Lo que está en juego en Guaviare es más que territorio: es legitimidad, rentas ilegales, poder armado y control social. Y en medio, como siempre, está la población civil.

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La última de las muestras de esta escalada fue el atentado contra Gustavo Chicangana, periodista comunitario que desde hace años documenta el impacto del conflicto armado sobre comunidades indígenas, campesinas y firmantes del Acuerdo de Paz en San José del Guaviare y Calamar.

Chicangana, quien dirige la emisora Guaviare Estéreo, asociada a Caracol Radio, recibió cuatro disparos, mientras que su esposa, Ana Milena Torres, fue herida en dos ocasiones. El ataque ocurrió a las afueras de su vivienda, en San José del Guaviare.

“La agresión contra Gustavo, quien además es la voz de referencia departamental para alertar sobre agresiones contra la prensa, deja a la región más expuesta, más silenciada y con menos garantías para informar”, manifestó la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP). Además de rechazar el ataque, la organización resaltó que el caso de Chicangana ocurre en medio de un creciente ambiente de hostilidad contra la prensa en ese departamento.

Su trabajo, según su mismo testimonio, incomodó a varios actores armados por visibilizar el reclutamiento de menores, las amenazas a líderes sociales y las restricciones de movilidad impuestas por las disidencias.

El segundo hecho ocurrió unos días antes cuando las autoridades confirmaron el hallazgo de una fosa común en zona rural de Calamar, con los cuerpos de ocho personas asesinadas. Las víctimas eran líderes comunitarios y religiosos, algunos provenientes del oriente del país, que se habían asentado en el Guaviare como parte de procesos de colonización campesina.

Según fuentes de inteligencia, habrían sido señalados —sin evidencia— de colaborar con estructuras rivales o con el ELN. Las versiones apuntan al Frente Armando Ríos, adscrito al Estado Mayor Central (EMC) que lidera Mordisco. Los cuerpos fueron hallados con signos de ejecución y enterrados clandestinamente.

Este crimen colectivo, uno de los más graves en lo que va del año, no solo revela la sevicia con la que se ejerce el control armado, sino también la intención de borrar todo liderazgo comunitario que no se subordine. En el Guaviare, la neutralidad no es una opción.

El tercer hecho ocurrió el 28 de junio, una moto bomba explotó frente a la estación de Policía del casco urbano de Calamar. El estallido dejó al menos 14 personas heridas, entre ellas niños y adultos mayores, y destruyó fachadas de viviendas cercanas. Aunque la acción apuntaba a las fuerzas del orden, el mayor impacto fue contra la población civil.

Autoridades atribuyen el atentado a estructuras de Mordisco que buscaban disputar el control territorial con Calarcá, cuya presencia se ha incrementado en ese municipio. La explosión no fue simplemente un acto terrorista: fue una advertencia entre estructuras rivales. En esta fase del conflicto, las armas no apuntan solo al Estado, sino también entre disidencias. El mensaje es claro: quien pretenda avanzar sobre territorios controlados por otro grupo, lo pagará caro.

El paro armado y la pelea entre Mordisco y Calarcá

El cuarto episodio fue la imposición de un paro armado en al menos tres municipios del departamento, entre el 16 y el 21 de junio. Durante cinco días, la vida se paralizó en comunidades rurales de San José del Guaviare, El Retorno y Calamar. Las disidencias —según fuentes locales, pertenecientes al EMC— impusieron restricciones de movilidad, suspendieron actividades escolares, bloquearon el transporte público y amenazaron con represalias a quienes no acataran sus órdenes.

La población, atrapada en el miedo, optó por confinarse. Las autoridades, sin capacidad de respuesta efectiva, solo llegaron días después con operativos reactivos. Más de 10.000 personas vivieron bajo régimen de facto, sin presencia institucional y con las reglas impuestas por los armados.

Estos cuatro hechos permiten entender el nivel de fragmentación del conflicto en el Guaviare. La disputa entre Mordisco y Calarcá no es solo militar. Es también simbólica y económica.

Cada facción busca no solo el control físico del territorio, sino la lealtad de las comunidades, la apropiación de las rentas ilegales —narcotráfico, minería, extorsión— y la legitimidad como actor armado dominante. La confrontación no se da solo en los márgenes de la selva: también en los cascos urbanos, en las veredas, en los espacios donde antes había organización social, y ahora solo queda miedo. Se trata de una guerra de ocupación: quien gana, impone su ley.

Guaviare ha sido, históricamente, un territorio de presencia insurgente. Desde los años ochenta, las FARC-EP consolidaron allí frentes que operaban con control sobre la vida rural. Tras la firma del Acuerdo de Paz en 2016, el Estado no logró ocupar los espacios que dejó la insurgencia desmovilizada.

Lo que vino fue una recomposición armada acelerada. Estructuras que nunca se acogieron al acuerdo, o que se rearmaron luego de abandonarlo, ocuparon esas zonas.

El Frente 1, el Armando Ríos y el Frente 7 son apenas algunas de las estructuras que hoy operan con mando autónomo, aunque orgánicamente adscritas al EMC o a redes que responden a Calarcá. Guaviare se volvió un nudo de interconexión entre Caquetá, Meta, Vaupés y la frontera amazónica. Es un corredor clave para rutas de narcotráfico y paso de insumos ilegales.

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En este contexto, el Estado aparece como un actor periférico. Ni las Fuerzas Militares ni las instituciones civiles han logrado establecer una presencia sostenida. Las comunidades indígenas y campesinas reportan abandono, falta de inversión social y ausencia de garantías. Las entidades de justicia transicional, como la Unidad de Búsqueda o la JEP, apenas han podido hacer presencia marginal.

La política de Paz Total, mientras tanto, enfrenta un dilema profundo: mientras se sostiene una mesa de negociación con una fracción disidente (como la de Calarcá), otras —como las de Mordisco— avanzan militarmente. Esto ha producido un escenario de incertidumbre en las comunidades: ¿quién representa al grupo armado?, ¿con cuál se puede hablar?, ¿a quién le cree el Estado?, ¿quién protege a las víctimas?

En San José del Guaviare, medios locales han optado por la autocensura. En Calamar, organizaciones religiosas piden apoyo psicológico para sus comunidades. En las veredas, los líderes sociales han empezado a borrar sus huellas digitales. Lo que ocurre en Guaviare es una advertencia sobre el tipo de conflicto que se configura en Colombia tras la firma del acuerdo con las FARC: un conflicto atomizado, con múltiples actores armados, sin líneas claras de negociación, con capacidad de fuego y con dominio territorial efectivo.

Si la respuesta del Estado no llega con fuerza —no solo militar, sino institucional, social y política—, Guaviare podría consolidarse como uno de los epicentros de la nueva guerra en Colombia. Y si eso ocurre, no solo será una derrota para la paz total, sino también una señal alarmante de que el país está cediendo otra vez sus márgenes al control de las armas.

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