Guillermo Cano escribía en días en que las noticias no alcanzaban para contener la violencia. Desde su escritorio en El Espectador, veía cómo la guerra se filtraba en cada rincón del país: en las montañas del Cauca, en los pueblos que aprendieron a callar para sobrevivir, en las ciudades donde la muerte se anunciaba con titulares. Y, sin embargo, nunca cedió al cinismo. Creía que la palabra podía empujar la historia hacia otro destino.
Su periodismo fue una defensa inquebrantable de la paz entendida como justicia y no como tregua cómoda. En los últimos días, el equipo de Colombia+20 leyó casi 50 editoriales que escribió el destacado director de este periódico sobre derechos humanos, políticos, la paz y la guerra. La conclusión es que Cano dejó sobre el papel una idea que sería brújula para todo lo que vino después: “No se resuelve el problema de la violencia eliminando a los violentos, sino las causas que la alimentan”, dijo en su editorial “Estructuras, cambio y subversión”. Esa frase escrita en 1979 no era solo una postura intelectual, sino un desafío político.
En un país, aún hoy, acostumbrado a pensar que la paz llegaría después de una victoria militar, Cano proponía invertir el orden: primero la justicia, luego el silencio de los fusiles. Lo suyo no era ingenuidad: era una certeza forjada en la experiencia de décadas de guerra.
Esa convicción lo alejaba de las soluciones fáciles: ni la represión pura ni la rendición ciega eran el camino. La paz, para él, se construía desde la raíz.
En los primeros años de los 80, el miedo se instaló como política pública. El gobierno multiplicaba los operativos militares y el Estatuto de Seguridad se convertía en carta blanca para detener, interrogar y censurar.
En 1981, en el editorial “Estado policial o Estado de derecho”, Cano, sin levantar la voz, advertía sobre el peligro: “Alguna diferencia, y es una diferencia muy grande, debe existir entre un Estado respetuoso de los derechos humanos y los regímenes dictatoriales y represivos”. En esas líneas estaba el corazón de su pensamiento: la defensa de la democracia no podía hacerse a costa de destruir las libertades que la sustentaban. Cano no aceptaba que la defensa de la democracia incluyera violar los derechos que la sustentaban.
Era consciente de que las negociaciones con la insurgencia estaban llenas de trampas y recelos. Las treguas, advertía, podían ser solo un paréntesis para que las armas se afilaran de nuevo. Una tregua no podía ser un respiro para que la guerra se fortaleciera. Aún es así, pero no dudaba en defenderlas: “El perdón no es debilidad; es la mayor demostración de fuerza moral”, escribió ese mismo año. Para él, la amnistía debía ser más que una concesión: una señal de que el país quería dejar de matarse.
Sabía que la guerra también tenía su teatro. Entendía que el conflicto armado tenía su marketing. En el editorial titulado “Tragedia, drama o farsa”, denunció los montajes militares organizados para las cámaras, con armas incautadas cuidadosamente dispuestas y prisioneros exhibidos. “La guerra no es un espectáculo para las cámaras, es una herida abierta en el alma del país”. La política de la imagen —soldados sonrientes, armas incautadas, prisioneros exhibidos— le parecía un insulto a la gravedad del conflicto.
Sus críticas no se dirigían a un solo bando. Cano fue implacable con guerrilleros, militares y políticos que saboteaban el diálogo. En 1986 publicó una dura frase: “Cuando se cede en lo esencial, se traiciona la esperanza que se ha sembrado en el pueblo”. En sus posturas había una convicción que atravesaba su oficio: el periodismo debía ser incómodo. La verdad, para Cano, no era negociable ni podía adaptarse para agradar al poder de turno. El país, escribió, necesita que la verdad se diga completa, aunque incomode. No calló, aunque sabía que eso lo convertía en blanco.
En el editorial “Una solución política” apeló a la memoria histórica: “Nos sigue doliendo Colombia”, decía, y recordó que ya antes el país había logrado acuerdos sin vencedores ni vencidos. Cano no pedía ingenuidad, sino voluntad. Su lucidez también alcanzaba para señalar a todos los saboteadores de la paz.
Su mirada nunca se limitó a Bogotá. Sus columnas miraban, con datos y sensibilidad, hacia las regiones donde la guerra no se discutía: se sufría. En el editorial “El Cauca, entre todos los fuegos” mostraba a esa zona del país atrapada —aún sigue así— entre guerrilla, narcotráfico y abusos estatales, encontró una verdad que la política capitalina prefería ignorar: “La paz no puede llegar por decreto desde Bogotá, sino construirse desde la realidad de cada región”. Allí donde el Estado era una sombra y la ley, un rumor, Cano veía que el conflicto no era un titular: era la vida diaria.
En el texto “Qué le pasó a Belisario”, la decepción se hacía personal. Había visto en el presidente Betancur a un líder capaz de abrir la puerta de la paz, pero el retroceso fue evidente: “Cuando se cede en lo esencial, se traiciona la esperanza que se ha sembrado en el pueblo”. Cano sabía que la paz también moría por cobardía política. Y sobre todo, defendía el papel del periodismo como voz incómoda: “El país necesita que la verdad se diga completa, aunque incomode”.
El 17 de diciembre de 1986, las balas del narcotráfico apagaron su vida, pero no su voz. En sus editoriales dejó la certeza de que la paz es fruto de la justicia y el diálogo sincero; la guerra, sea cual sea su bandera, es siempre una derrota moral, y la prensa, si es libre y valiente, puede empujar a un país hacia su mejor versión.
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