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Henry Ramírez Soler: un cura de pueblo que defiende los derechos humanos

El sacerdote ha trabajado con las víctimas del conflicto armado en Chocó y Meta, y ha acompañado la búsqueda de los desaparecidos.

Laura Dulce Romero/ @lauradulcero
18 de abril de 2019 - 03:00 p. m.
Henry Ramírez es misionero claretiano hace 27 años. Desde 1992 trabaja con las comunidades más afectadas por el conflicto armado en Meta y Chocó.  / Gustavo Torrijos
Henry Ramírez es misionero claretiano hace 27 años. Desde 1992 trabaja con las comunidades más afectadas por el conflicto armado en Meta y Chocó. / Gustavo Torrijos

El 14 de febrero de 2004, a las 6:00 a.m., Henry Ramírez Soler, sacerdote de Medellín del Ariari, un caserío del municipio de El Castillo, en Meta, recibió de una niña un papel para fotocopiar. “Padre, que si por favor saca 500 copias”. Él, siempre dispuesto a ayudar, pero también invadido por la curiosidad, leyó primero lo que decía. Era una amenaza del Frente 26 de las Farc contra siete familias que quedaban en Puerto Esperanza, un pueblo a tan solo media hora. El padre le advirtió que no haría semejante barbaridad. Luego entró un paramilitar exigiéndoles las fotocopias, pero él, confundido, se rehusó.

Después llamó angustiada la profesora de Puerto Esperanza. Seis de las siete familias abandonaron el pueblo. Solo quedaban ella, 80 niños del internado, donde de lunes a viernes permanecían los hijos de los campesinos de las veredas más alejadas, y la amenaza de los paramilitares, quienes estaban en una hilera al filo de la montaña observando cualquier movimiento. Llamaron a las autoridades, pero nadie respondió.

El cura fue hasta Puerto Esperanza en una moto destartalada, que lo dejó botado en la mitad del camino. Corrió, trotó, siguió corriendo hasta que llegó y buscó la manera de evacuar a los pequeños hacia Medellín del Ariari. Un señor que tenía una volqueta le ayudó a transportarlos. En el último viaje, llegó el Ejército y la Policía. El comandante regañó al cura y a la profesora por incentivar el desplazamiento. Ellos lo confrontaron. La rabia les quitó el miedo de saber que ellos estaban amangualados con los paramilitares.

Después de esa amenaza, Puerto Esperanza fue un pueblo fantasma. No corría ni el aire y la maleza se comió las casas de los campesinos. Las noticias de lo que sucedió llegaron meses después. Dice el padre que los titulares se referían al pueblo que desalojó las Farc. “¡Imagínese! Decían en los medios que fueron las Farc y yo vi a los paramilitares. Usted se pregunta por qué le cuento todo esto. Todo radica en la importancia de la verdad, de su construcción. Ahí entendí que la verdad siempre será un escenario de disputa y que todos debemos contribuir a que se cuente a favor de las víctimas”.

A Henry Ramírez Soler sus enemigos, los actores de la guerra, lo llaman guerrillero. Pero quienes de verdad lo conocen, las comunidades y las víctimas, no dudan en afirmar que es un “defensor de los derechos humanos”, “padrecito diferente”. Y lo es. Basta con conversar cinco minutos para entender que sus posturas, a pesar de llevar 27 años en la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, popularmente conocidos como Claretianos, se distancian de la Iglesia. Él advierte que se trata de interpretaciones erradas de la moral cristiana. Pero lo cierto es que es una bendita excepción encontrarse a un sacerdote que denuncia abiertamente las arbitrariedades del Estado colombiano en contra de las comunidades, que acepta el matrimonio igualitario en lo civil y que está dispuesto a salir a marchar por sus derechos o que se quita la sotana para ayudar a la gente en sus trabajos agrícolas o en la exhumación de cadáveres.

Criado para el servicio

“Soy hijo de migrantes boyacenses. Mi mamá es de Turmequé, Boyacá, la capital mundial del tejo. Nací en Bosa, Bogotá, en 1974. Quedé huérfano muy joven. Sin embargo, a mi madre le debo dos cualidades: mi experiencia de fe y mi conciencia social. Esas dos me han llevado hasta donde estoy”. Así resume el padre Henry su origen y su vocación. Desde que entró en 1992 a los misioneros claretianos tuvo claro que lo suyo era la justicia social.

Siempre quiso entender la violencia en su barrio y por qué había gente tan jodida y otra, por el contrario, tan afortunada. Le gustaron los argumentos que le ofreció la teología de la liberación, que surge después del Concilio de Vaticano II y que, en palabras más, palabras menos, impulsa a la Iglesia a reconocer que los temas sociales, la injusticia, la paz y los derechos humanos son actividades de evangelización.

“Hubo muchos sacerdotes que fueron estigmatizados por seguir esa corriente. Es lo mismo que sucede con los defensores de los derechos humanos, que nos tildan de izquierda, de comunistas o guerrilleros. Pero para nosotros es muy importante entender los fenómenos. Nosotros no queremos solo dar el pan al hambriento, sino también entender cuáles son las causas estructurales que generan el hambre”, explica Henry.

En esa corriente conoció la historia de sacerdotes que hoy son su ejemplo, como el padre Álvaro Ulcué Chocué, el primer sacerdote católico que también fue indígena en el Cauca; Óscar Arnulfo Romero, un obispo salvadoreño que fue asesinado por denunciar las estructuras opresoras del Estado, culpables de los homicidios, y Sao Felix do Araguaia, un sacerdote que acompañó los movimientos sin tierra de Brasil y la búsqueda de personas dadas por desaparecidas. 

Con esos ejemplos, empezó en 1994, con un trabajo en la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, una organización de derechos humanos de 70 comunidades religiosas en Colombia. Su papel era recortar el periódico y pegarlo en unos libros. Al principio era un ejercicio muy mecánico, pero luego descubrió que estaba alimentando el banco de datos del Centro de Investigación Educación Popular (Cinep). Dice que desde ahí la defensa de los derechos humanos lo buscó a él. Pero lo cierto es que no hay encuentros que no busquemos.

Mientras estudió filosofía y letras en la Universidad Santo Tomás y luego teología en la Pontificia Universidad Javeriana, se dedicó a viajar a las zonas más afectadas por el conflicto armado, como Cacarica (Chocó) y Medellín del Ariari (Meta). Allí apoyó, principalmente, a las comunidades desplazadas y a los líderes sociales amenazados.

El padre Henry Ramírez se ha dedicado a acompañar a las familias de las personas desaparecidas. 

Luego, en 1997, arrancó en Bogotá un proyecto que hoy continúa: la Corporación Claretiana Norman Pérez Bello, en homenaje a un joven asesinado por el entonces F2, la inteligencia policial de los noventa. “Los líderes de las regiones que eran amenazados no tenían dónde llegar a la capital. En nuestro seminario dormíamos cada uno en su cuarto. Una vez en la Comisión nos pidieron hospedar a un líder de Trujillo (Valle del Cauca), a un testigo amenazado. Lo recibimos en la casa. Los que vivíamos allí tomamos la decisión de juntarnos, armar camarotes, habilitar cuartos y acoger a más líderes. Desde entonces recibimos a los líderes sociales”, cuenta.

Ese año, asegura, fue determinante. Decidió que su tiempo quería dedicarlo a defender a las comunidades. “Me convertí en defensor de derechos humanos”, dice orgulloso y sonriente. Era una decisión riesgosa, sobre todo para un sacerdote. Vio cómo el padre Javier Giraldo, otro defensor de los derechos humanos y su mentor, fue amenazado al punto de que los jesuitas tuvieron que sacarlo del país. Pero había verdades que no estaba dispuesto a callar, como reconocer que el Estado también es violador de derechos humanos y que la insurgencia es un actor político. 

Medellín del Ariari, su hogar

Henry llegó la primera vez a Medellín del Ariari en 1996. Aunque se ha ido varias veces, la vida lo devuelve una y otra vez, como si tuviera una deuda pendiente. Regresó en 2000 dispuesto a fundar su comunidad en un caserío al que no se asomaba ni Dios. Pero él les insistió a sus superiores que debían acompañar a las viudas y los huérfanos del exterminio de la Unión Patriótica y respaldar el trabajo de las organizaciones sociales.

Era el momento de las negociaciones del Caguán, uno de los peores picos de violencia en Colombia. Lo curioso, señala el padre, es que mientras todo el país dijo que el fracaso de ese proceso de paz ayudó a fortalecer a las Farc, en Medellín del Ariari consolidó a los paramilitares. Desde ese momento hasta 2004 vio cómo este grupo y las guerrillas desplazaron a más de 5.000 personas y asesinaron a más de 200. Tuvo que presenciar cómo 15 de las 22 veredas que visitaba quedaron deshabitadas. A pesar de esto, fue incapaz de irse. Por el contrario, el cansancio de la guerra lo impulsó a crear la Comunidad Civil de Vida y Paz (Civipaz), una zona humanitaria, con un espacio delimitado, exclusivo para la población civil. No entraban militares, ni guerrillas, ni “paras”. Ya se había hecho en Cacarica (Chocó) y en Dabeiba (Antioquia) y él ayudó a implementarlo en Meta.

Luz Neida Perdomo trabaja en el Comité de Memoria de El Castillo y es campesina. Conoce al padre Henry porque juntos han trabajado por la defensa del territorio y en Civipaz. Lo que más recuerda del sacerdote es que siempre llevó la verdad por delante, así después le hubiera tocado sonrojarse por ella. Lo recuerda porque Henry también ha sido amigo y hermano, y cuenta que en las veredas siempre tuvo techo, comida o buen trago.

A Henry no le dio miedo ni pereza llegar hasta donde viven quienes confían en él y esperan que su Dios los salve de una guerra que parece no tener fin. Henry, advierte Luz Neida, fue de los pocos curas “que pasó del sermón a la práctica”. Y quizá no se equivoque. No descansó, por ejemplo, hasta que en 2003 los espacios humanitarios que había creado obtuvieran medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y años después se obsesionó con la búsqueda de las personas desaparecidas y contribuyó a crear el protocolo de exhumación que hoy está vigente en Colombia.

Aunque de 2007 a 2009 se fue a Francia a estudiar su maestría en sociología, siguió con la vocería de las víctimas en Europa. Tal ha sido su apoyo, que ellas reconocieron su trabajo postulándolo el año pasado para el cargo de director de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, entidad creada después del Acuerdo de Paz y que ayudó a estructurar en Cuba, en las negociaciones entre las Farc y el Gobierno.

Ahora el padre Henry, mirándolo en perspectiva, se enorgullece de varias decisiones: no permitir la entrada de los actores del conflicto armado en su iglesia (ni siquiera el Ejército), no entablar comunicación con ellos, no cerrar nunca las puertas de su parroquia así estuvieran en medio de balaceras, dedicarse a la población civil y de realizar, como dice él, “una lectura teológica del Derecho Internacional Humanitario”. Aunque esas posturas provocaran que en más de siete ocasiones fuera amenazado por los actores ilegales y amedrentado por los militares.

El perdón

- ¿Usted ha sentido odio, padre?. Le pregunté.

- No, odio no. Pero resentimiento sí. Para mí no ha sido fácil perdonar tanta crueldad, tanta violencia. El perdón es algo que entregas gratuitamente y que se da aunque no se merezca. Por eso es tan difícil otorgarlo. Pero luego entendí que es un veneno que nos mata y que no nos permite ver la justicia.

- Eso en el sermón suena bonito, pero en la vida real cuesta.

- Pero perdón no significa reconciliación. Para ese segundo paso se necesita un acercamiento con el otro, con quien nos hizo daño. Reconocerlo. El perdón tampoco quiere decir que el dolor deje de sentirse. Pero ojalá todos llegáramos a alcanzar esos niveles. De eso se trata.

La última vez que vi al padre Henry fue en un conversatorio de Colombia 2020, en Villavicencio. En una mesa aceptó sentarse con exparamilitares, exguerrilleros de las Farc, víctimas del conflicto armado, empresarios y líderes sociales. Era un acto de perdón y un paso a la reconciliación. Estaba atenta a su coherencia con lo que había dicho el día anterior.

 

Entendí que, efectivamente, perdonar no desactiva el botón del dolor. Después de escuchar las versiones de los victimarios, el padre Henry solo lloró y lloró. Recordó cada muerte, porque no hay una que se le olvide. Pensó en cada nombre que enterró. En cada cadáver que exhumó.

Al final del evento almorzó junto con Manuel de Jesús Pirabán, el exjefe del bloque Centauros de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), el terror de los campesinos, el responsable de más de cinco masacres, entre ellas Mapiripán, y los asesinatos en Medellín del Ariari. Le expresó unas dudas de hechos puntuales que tenía guardados y se despidió con la tranquilidad de haberle dado un rostro a un demonio que lo persiguió durante años.

- ¿Se siente bien, padre? Le pregunté.

- “No se le olvide que la clave está en recuperar al ser humano que se tiene en frente. La guerra deshumaniza. A uno se le olvida que son personas y que están ahí por varias circunstancias. Para llegar a la paz, ese debe ser nuestro primer paso, cada uno en su labor. Cumpliré con esa tarea mientras continúe en lo mejor que sé hacer: ser un cura de pueblo”.

Por Laura Dulce Romero/ @lauradulcero

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