Parecía mentira que después de dejarlo todo, andarse a un lado, luego a otro, probar suerte aquí y después allá, al fin llegaban a una tierra propia. Eran 107 hectáreas en la finca El Porvenir, en la parte baja de la vereda Caño Claro, en El Castillo (Meta), y 21 mujeres que llevaban años de incertidumbre, después de haber sido obligadas a salir de sus predios y a dejar todas sus cosas, iban dispuestas a reconstruirse. Corría el año 2012 cuando las integrantes de la Asociación Agropecuaria Emprendedores del Porvenir (Agroempo) decidieron mudarse a la finca que les habían titulado y que no tenía sino una casona. Ahí se ubicaron unas, y otras levantaron un techo de plástico y paredes de lona para vivir mientras buscaban cómo construir casas y sembrar su comida. Pero la tarea más grande ya estaba hecha: la tierra era suya.
Llegaron, sin embargo, a una tierra con una larga historia de violencia. El Castillo, desde su fundación, albergó a desplazados comunistas y liberales que huían de la violencia de Huila y Tolima. En esta misma zona se asentó la guerrilla de las Farc, volviéndose la ley. Pero luego, con la llegada de los paramilitares, toda la población fue tildada de guerrillera por su filiación política. Caño Claro, por ejemplo, fue sitio de asesinatos, desapariciones forzadas, desmembramientos y constante miedo.
La historia de las integrantes de Agroempo, aunque en estos lugares, no distaba mucho de la de esta vereda.
El camino para llegar a Acacías, sin embargo, no fue recto ni libre de obstáculos. Cada una tiene una historia dolorosa que, a fuerza y amistad entre mujeres, se hace más llevadera.
Como la de María Éboly Galeano Díaz, que empieza a hablar de sí misma como “madre de cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. Siempre nombro a cuatro porque son seis, tres hombres y tres mujeres, pero la violencia y la guerra me robaron dos”. Y todavía no sabe nada de la suerte de su hija que tenía 14 años, y el hijo que tenía 18, cuando la guerrilla de las Farc se los llevó en el año 2000. Pero a María Éboly la violencia la tocó muchos años antes. El 27 de noviembre de 1988, cuando su marido se quedó tomando unas cervezas cerca de la finca donde vivían en Caño Tigre, una vereda de Medellín del Ariari, ahí mismo en El Castillo. Esa noche un grupo de paramilitares dispararon contra Gilberto Alvarado, el esposo de María, y otras tres personas. Una masacre sin documentar.
Esmeralda, Marina y Esther son tres de sus compañeras y vecinas, son amigas también. Viven cerca, como todas. Sus casas quedan a ambos lados de una larga vía destapada que atraviesa El Porvenir. Esmeralda es la presidenta de la asociación. Es una mujer nacida en Puerto Rondón (Arauca) que se capacitó en derechos humanos y derechos de la población desplazada. Pero para llegar a eso tuvo que pasar por varios desplazamientos. El primero fue causado por los paramilitares que los obligaron a salir porque ellos, y muchos vecinos, eran extorsionados por las Farc. Los paras tomaron esa extorsión como una colaboración con la guerrilla. Y la consigna en ese momento fue: se arman o se van.
Quedó abandonada la finca de 1.200 hectáreas, con el ganado, que era a lo que se dedicaba la familia. Algunos días después de esta salida, en 2002, regresó a buscar las vacas que pudo arrear, y nunca más volvió al predio. Se fue a Tame (Arauca) con su familia y, apenas dos años después, tuvieron que volver a salir. “Salimos porque llegó una orden de que se llevaran a mi esposo, vivo o muerto. Nos enteramos gracias a que teníamos empleados que se habían tratado muy bien, que se los llevaron a la guerrilla. Ellos escucharon que habían dado esa orden en la guerrilla y nos mandaron la razón al pueblo y ahí salimos de Tame corriendo, lo sacamos a él en avión y nosotros como a los tres días nos fuimos a Villavicencio con dos niños”.
Y el ejemplo puede ser Marina Bohórquez, una mujer oriunda de Puerto Rico (Meta), pero desplazada de Puerto Toledo el 21 de julio de 2005. En el momento que salió ya la guerrilla le había reclutado a un hijo y una hija. Después, cuando otro de sus hijos regresó a Puerto Toledo a visitar, también fue reclutado. Todos eran menores de edad. “Pero hoy en día ya salieron, gracias a Dios. Dos se volaron y después se desmovilizaron, y a la hija me la devolvieron”, cuenta.
Hoy todas cultivan plátano, yuca, tienen huertas, gallinas, y por lo tanto huevos y pollitos. A veces, también crían cerdos. Además, gestionaron la luz y el agua. Incluso, participan en el Comité de memoria de El Castillo, un municipio reconocido como sujeto de reparación colectiva por la Unidad para las Víctimas. Ahí quieren conocer la historia de su nuevo hogar, dar ideas y aprender también a hacer la memoria propia.
Cuando llegaron, las mujeres de Agroempo estaban tan convencidas de que ese sería su nuevo hogar, el definitivo, que no lo pensaron dos veces para conocer a sus vecinos y presentarse. Al principio, recuerdan, hubo mucha resistencia. Ahora entienden que no era fácil para los pobladores recibir a personas extrañas en esas tierras que tiempo atrás también fueron bañadas con sangre y regadas con balas de desconocidos. También tenía que ver con que la Ley de Víctimas las reconocía a ellas como desplazadas y había algunas ayudas, pero a los pobladores de Caño Claro, los que nunca se fueron, no les dieron nada.
Este año, durante la peregrinación que los misioneros claretianos hacen por varias veredas de El Castillo con el fin de recordar a las víctimas, fue cuando las mujeres de Agroempo entendieron que sus vecinos habían visto los mismos horrores que ellas, y que todos estaban dispuestos a reconstruir la región.