Se los llevaron entre 2007 y 2008. Todos eran adictos a sustancias psicoactivas, en mayor o menor grado, y prácticamente vivían en la ‘olla’ conjunta al terminal de transportes de Tunja. Allí, varios de ellos hacían labores de “revoladores”, o ayudantes de buses intermunicipales. Todos fueron asesinados por integrantes del Ejército y presentados después como guerrilleros muertos en combate.
Colombia2020 documentó estos cuatro casos de ejecuciones extrajudiciales ocurridas luego de haberlos desaparecido del terminal de Tunja. Tres de los casos ocurrieron a manos de integrantes del Batallón Tarqui, con sede en Sogamoso y el otro a manos de efectivos del Batallón de Infantería No. 1 General Simón Bolívar. En todos los casos la Nación fue condenada, pero a nivel penal, solo en uno de ellos hay condenados. Fernando Rodríguez Kekhan, abogado integrante del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, que lleva los casos, dice que contemplan interponer una tutela ante la Fiscalía para que los procesos avancen. Registros del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) hablan de 47 casos de ejecuciones extrajudiciales en Boyacá, ocurridas desde 1991.
Carlos Eduardo Numpaque Piña
En mayo de 2007, el Día de la Madre, María Ligia Piña pensó que ese día sí iba a recibir una llamada de su hijo. “Esté donde esté, él me va a llamar, yo sé que hoy sí”, deseó. Para entonces, su hijo Carlos Eduardo llevaba alrededor de dos meses desaparecido. Sin embargo, la llamada nunca llegó y cuatro meses después supo que debía dejar de esperarlo porque su hijo estaba muerto.
María Ligia Piña, madre de Carlos Eduardo Numpaque, asesinado en 2007
María Ligia dice que en 12 años que lleva el caso de la ejecución extrajudicial de su hijo pocas veces ha concedido entrevistas. No es fácil, dice. Para ella implica revivir un proceso que le arrebató media familia porque no solo le mataron su hijo, sino que, a causa de ello, murió también su esposo.
El 8 de julio de 1982 la familia Numpaque Piña recibía en Tunja a su segundo hijo, dos años y medio después de que hubiera nacido Jaime Hernán, el primogénito. Ninguno les dio problemas. Carlos Eduardo no terminó el bachillerato, dice su madre, porque se inclinó por trabajar. “A él le gustaba tener su plata, vestirse bien, comprarse sus cosas de marca”. Como no era bachiller, el trabajo que encontró fue como guardia de seguridad. Tiempo después, sus padres lo convencieron de que prestara el servicio militar, para que siguiera el camino de su papá, don Hernando, que se había dedicado a la vida militar.
Dos años duró en la infantería de Marina en Puerto Leguizamo (Putumayo) antes de regresar a la casa de sus padres, hacia 2005. Ese día, hubo serenata para recibirlo y desde entonces Carlos Eduardo se convirtió en el consentido. “No éramos la familia perfecta porque eso no existe, pero sí éramos un hogar bonito”.
El 9 de febrero de 2007, un viernes, María Ligia dice que su hijo estaba donde no tenía que estar. Ese día, Carlos Eduardo Numpaque salió con su novia a bailar, y después de dejarla en la casa se fue a visitar la ‘olla’ que frecuentaba en los alrededores del terminal de Tunja para consumir sustancias psicoactivas. Así quedó registrado en el proceso que siguió después de su asesinato, donde varios habitantes de calle dijeron haberlo visto varias veces en esa ‘olla’.
Lo que sucedió después fue reconstruido en el proceso con base en testimonios de testigos habitantes de calle de la zona y los militares involucrados en el hecho. Según uno de los testimonios clave, esa noche hombres que descendieron de una camioneta Toyota con vidrios polarizados encañonaron a Carlos Eduardo y a Pedro Jesús Vega, un habitante de calle que estaba con él, y los obligaron a subir al vehículo. La testigo, también habitante de calle, dijo que esa camioneta la había visto en el parqueadero del DAS y que pasaba tarde en la noche por los alrededores del terminal. Esa fue la última vez que vieron a Carlos Eduardo – de 24 años – y Pedro Jesús – de 31 – con vida.
Seis meses después, don Hernando encontró en Sogamoso los dos cuerpos enterrados como N.N. y según las autoridades, se trataba de dos guerrilleros de las Farc muertos en combate. Un informe de militares adscritos al Batallón Tarqui señalaba que ambos habían caído como resultado de la Operación Felino II ejecutada en la vía que de Sogamoso conduce a Yopal, en la madrugada del 10 de febrero – horas después de que se los llevaran del terminal – contra subversivos que venían hacía varios días extorsionando en la zona. Los detalles de esa supuesta operación se conocieron en medio del proceso por la ejecución extrajudicial de Pedro Jesús Vega, que también fue asesinado en esos hechos.
El 24 de septiembre de 2013, el Tribunal Administrativo de Boyacá, concluyó que la muerte de Carlos Eduardo Numpaque “no fue producto de ningún tipo de enfrentamiento o combate, sino que se trató de un homicidio que quiso hacerse pasar por un resultado operacional”. En ese sentido, condenó a la Nación por esa ejecución extrajudicial. Nueve integrantes del Gaula Militar adscritos al Batallón Tarqui estuvieron involucrados en esa operación – a cargo del teniente Fernando Augusto Jiménez Castro y el sargento Jair Cartagena Moreno – pero a ninguno se le han imputado cargos.
En medio de ese proceso, en 2012, don Hernando Numpaque, padre de Carlos Eduardo, falleció en Villavicencio mientras asistía a un encuentro de víctimas a propósito de la muerte de su hijo. María Ligia señala que nunca pudieron diagnosticar a qué se debía un fuerte y constante dolor de cabeza que se le había disparado tras lo sucedido con Carlos Eduardo y que se lo terminó llevando. “Lo único que me quedó de mi familia fue mi hijo mayor. Él es mi razón de ser”.
Pedro Jesús Vega
El testimonio de una habitante de calle de los alrededores del terminal de transportes de Tunja se convirtió en pieza fundamental para develar la estrategia usada por integrantes del Ejército en la ejecución extrajudicial de Pedro Jesús Vega y de paso, en la de Carlos Eduardo Numpaque, ocurridas ambas el 10 de febrero de 2007, en las mismas circunstancias.
En el periódico local, días después, un pequeño titular registró ese hecho como dos guerrilleros del frente 38 de las Farc que habían sido asesinados en combate cuando ejecutaban actividades de extorsión. Para entonces, Aideé Josefa Vega buscaba desesperada a su hijo, a quien había visto por última vez el 9 de febrero.
En la mañana de ese día, como ya se había hecho usual hace más de 10 años, Aideé Josefa le compró a su hijo una bandeja de fritanga que vendían afuera del terminal, en cuyas calles colindantes y en cualquier acera vivía desde hacía años su hijo, llevado allí por la adicción al bazuco. Luego de recibir de manos de su madre el alimento diario, se volvió a internar en la ‘olla’ y su madre lo perdió de vista.
Para entonces nada quedaba ya del ‘mono’ que había criado su madre en la capital boyacense, el cuarto de seis hermanos, nacido el 25 de octubre de 1975. Desde los 16 años, Pedro Jesús había empezado a alternar el consumo de drogas con entradas esporádicas a la correccional primero, y después a varias cárceles de la zona. Los motivos, robos de celulares, relojes y demás hurtos menores. “Y yo detrás de él siempre”, recuerda su madre.
Por eso, a Aideé Josefa ya la conocían todos en la ‘olla’, donde siempre llegaba a preguntar a su ‘mono’ – el ‘carequeso’ para los demás – cuando se perdía por varios días. Allá llegó días después de la desaparición de su hijo y le soltaron la primera pista. Uno de ellos dijo que le había advertido a Pedro Jesús que no se fuera con unos ‘manes’ que le estaban proponiendo un negocio. Que él no le hizo caso.
Y es que a pesar de la cercanía que tenía Aideé Josefa con la olla colindante al terminal, no supo sino hasta mucho después, como quedó demostrado en la sentencia que condenó a la Nación por esos hechos, que varios hombres se habían estado infiltrando en la olla para ganarse la confianza, a punta de droga y comida, de Pedro Jesús y de otros de quienes habitaban la zona. El objetivo principal era convencerlos de ejecutar un robo a un camión que transportaría dinero suficiente para que todos se dieran por bien servidos.
“¿Yo qué voy a hacer con tanta plata?’” había alcanzado a decirle Pedro Jesús a sus compañeros de noches en la olla del terminal. Sin embargo, la noche indicada para el supuesto robo algo salió mal. Cuando el vehículo pasó a recoger a Pedro Jesús, que estaba en compañía de Carlos Eduardo Numpaque, estos se negaron a abordarlo por lo cual los hombres que iban en él los encañonaron, los golpearon y se los llevaron. Nadie los volvió a ver. Después, hombres del Gaula Militar Boyacá adscritos al Batallón Tarqui los presentaron como bajas producidas en la ya referida Operación Felino II.
El 3 de septiembre de 2015, el Tribunal Administrativo de Boyacá declaró responsable a la Nación por la ejecución extrajudicial de Pedro Jesús Vega. En ese proceso, Sandra Paola Wilchez, habitante de calle, quien fue la que vio cómo se llevaron a la fuerza a Pedro Jesús y a Carlos Eduardo, dijo que en esa misma camioneta, y en varias ocasiones, se habían llevado a otros de quienes habitaban en la olla conjunta al terminal.
Mauricio Hernández Cuadrado
“Yo soy la madre de Mauricio Hernández Cuadrado. A mi hijo se lo llevaron del terminal de Tunja en 2008. Se lo llevaron el 11 de marzo y lo mataron el 12 a las 5:30 de la mañana”. Así se presenta Blanca Lilia Cuadrado antes de reconstruir la historia de lo que fue la ejecución extrajudicial de su hijo mayor.
Cuenta que hasta el último día antes de que Mauricio desapareciera siempre pasó la noche en la casa materna. Su adicción al bazuco, aunque lo llevó a vivir prácticamente como habitante de calle en los alrededores del terminal de Tunja, nunca hizo que perdiera su relación con su madre, su hermana y su abuela, que vivían en la misma casa.
Igual de estrecha que su relación con su familia fue la que sostuvo con el terminal de transportes de la capital boyacense. Allí llegó luego de dejar el colegio, a los 11 años, porque en su casa “si había plata para comer no había para nada más”, y no se fue hasta el día que se lo llevaron.
Desde entonces y por los siguientes 14 años, Mauricio alternó las horas en las que se sumergía en el bazuco con labores de ayudante de buses intermunicipales del terminal. Les conseguía pasajeros, cargaba maletas, hacía mandados. Se cuidaba de “los gatos”, como les decían a los que pasaban en camionetas polarizadas para hacer “limpieza”.
La última vez que Blanca Cuadrado vio a su hijo fue en febrero de 2008, antes de que ella viajara a Bogotá donde trabajaba en la casa de una sobrina. Un mes después, su hija Sandra Milena la llamó para anunciarle el inicio de la tragedia. Mauricio llevaba varios días sin aparecer. Enseguida retornó a Tunja y lo primero que hizo fue buscarlo en el terminal. Nada. Nadie sabía nada. Pocos días después, supo que un informe del Ejército registró la muerte de su hijo como producto de un enfrentamiento entre tropas del Batallón Tarqui, con sede en Sogamoso, con integrantes del frente 28 de las Farc en la vereda Comezabao del municipio de Socotá.
Después se sabría, por testimonios de testigos, que militares de ese batallón buscaron a Mauricio Hernández en el terminal y le ofrecieron trabajo en el municipio de Socha. Después de que abordara el vehículo del cabo Diego Hernán Moreno nadie lo volvió a ver con vida. El 23 de abril de 2015, el Tribunal Administrativo de Boyacá condenó a la Nación por esa ejecución extrajudicial. El cabo Moreno junto con el soldado Segundo Yebrail Galvis fueron condenados a 56 años de prisión, y un tercer militar fue condenado a 32 años. Los tres condenados se acogieron a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en virtud del caso 003 “Muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado”, y hoy están en libertad.
A Blanca Cuadrado la han ido a buscar hombres desconocidos a su casa, en Tunja. No la han encontrado, pero en una ocasión le dejaron un mensaje con su hija: “Es mejor que se quede callada si no quiere resultar con la boca llena de moscas”.
Jorge Enrique Hernández Cuadrado
La historia de Jorge Enrique Hernández Castro la contó Colombia2020 luego de que el acto público de perdón que debía realizar el Ejército el pasado 10 de mayo por esa ejecución extrajudicial resultara para sus familiares un momento revictimizante.
El 4 de julio de 2008, Hernández Castro fue desaparecido de la ciudad de Tunja, capital de Boyacá. Para entonces era un habitante de calle por cuenta de su adicción a sustancias psicoactivas. En los alrededores del terminal de transportes de esa ciudad desempeñaba ocasionalmente labores de ayudante de las rutas de buses intermunicipales. Pese a su situación, mantenía constante comunicación con sus familiares, que residían entre Bogotá y Simijaca (Cundinamarca), y también con su pareja sentimental que vivía en Villa de Leyva (Boyacá).
Con ella se comunicó por teléfono ese 4 de julio, cuentan hoy sus familiares, y le dijo que aceptaría una propuesta de trabajo por la que le iban a pagar $700 mil, pero que no tenía muy claro en qué consistía. Le dijo, también, que ya le habían dado alimentación, que en un hotel pagaron para bañarlo y que le dieron ropa e implementos de aseo. Esa fue la última vez que supieron de él, hasta julio de 2011 – tres años después – cuando se supo que estaba enterrado en el municipio de Chinavita y que había sido presentado por el Ejército Nacional como guerrillero de las Farc muerto en combate.
La versión que entregaron los soldados implicados en los hechos, integrantes del Batallón de Infantería No. 1 General Simón Bolívar, está contenida en la sentencia que resolvió el caso y que emitió el Tribunal Administrativo de Boyacá. Según ellos, el 4 de julio de 2008 recibieron la orden del capitán Rafael Orlando Galindo Roa de ejecutar la misión “Justicia 4” en inmediaciones del municipio de Chinavita (Boyacá). Manifestaron que tenían información de dos personas que venían ejecutando actividades de extorsión y otros hechos delictivos en la zona.
Hacia las 7 de la noche, hombres del Pelotón Anzoátegui 2 al mando del cabo primero Giovany Hernando Rico Neusa llegaron a la zona y, según dijeron, cruzaron disparos con hombres que no pudieron identificar. Al cesar el fuego, los uniformados encontraron el cuerpo de Hernández Castro, supuestamente, con una pistola Glock 9 mm y material alusivo a las Farc. El sujeto fue presentado en un primer momento como una baja en combate integrante de la guerrilla y después como integrante de bandas delincuenciales.
El Tribunal Administrativo de Boyacá desvirtuó esa versión en una sentencia emitida el 22 de mayo de 2018 y allí estableció que se trató de una ejecución extrajudicial y condenó a la Nación por ese hecho. A ninguno de los 14 militares que participaron en la supuesta operación se le han imputado cargos. Por el contrario, el coronel Rafael Orlando Galindo Roa, entonces capitán que estuvo al mando de esta, fue condecorado en diciembre de 2017 en la Noche de los Héroes, en Bogotá, como mejor comandante de batallón por sus acciones ese año al frente del Batallón de Infantería No. 44 Ramón Nonato Pérez, cuyo mando entregó en julio de 2018