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El fallecimiento de José “Pepe” Mujica representa la partida de una figura emblemática en la política latinoamericana y clave para la paz de Colombia, cuya influencia trascendió las fronteras de su Uruguay natal.
El expresidente de Uruguay, exguerrillero tupamaro y un símbolo para amplios sectores de la izquierda latinoamericana, desempeñó un papel discreto pero persistente en la construcción de paz en Colombia.
Fue garante internacional del Acuerdo de 2016 -junto con el expresidente español Felipe González-, pero sobre todo fue una voz externa que insistió en que los colombianos no podían resignarse a una paz incompleta ni permitir que lo firmado se convirtiera en papel mojado.
Su compromiso con la paz colombiana no se limitó a funciones “diplomáticas”: Mujica ofreció un respaldo constante y reflexivo, instando a la sociedad colombiana y a los Gobiernos, especialmente al de Iván Duque y al de Gustavo Petro, a acelerar la implementación del Acuerdo de Paz y a transformar las heridas del conflicto en cicatrices que permitan avanzar hacia una convivencia pacífica.
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Él mismo era una figura que representaba el cambio de los fusiles hacia una revolución desde otras orillas. En los años 60 y 70, Mujica fue miembro del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una organización guerrillera de izquierda en Uruguay que luchaba contra el autoritarismo, la desigualdad social y la represión estatal.
Por su actividad guerrillera pasó casi 12 años en prisión, la mayor parte durante la dictadura militar uruguaya (1973-1985). En la cárcel pasó largos periodos de aislamiento y fue víctima de torturas físicas y psicológicas. Cuando recordaba esa época decía que ya había perdonado todo.
Luego hizo su transición a la política: fue diputado, senador, ministro de ganadería y en 2010 se convirtió en presidente de Uruguay, una administración que no escapó a las crítica dentro de Uruguay, pero que afuera fue aclamada por su lucidez, su austeridad, sus análisis de la región y sus apuntes sin tapujos, lo que lo convirtieron en una de las voces más respetadas de la izquierda latinoamericana.
Durante su vida, Mujica insistió muchas veces en que la paz no era solo un documento ni un “evento ceremonial”. Para él, la paz era una actitud ética, un ejercicio de voluntad colectiva que no podía depender únicamente de un gobierno, sino de una cultura política que aprendiera a no exterminar al adversario. Por eso, desde el principio, advirtió que el Acuerdo de La Habana no era el final de un conflicto, sino el inicio de una carrera larga y cuesta arriba.
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Cuando el proceso de implementación del Acuerdo de Paz comenzó a estancarse durante el gobierno de Iván Duque, Mujica no dudó en levantar la voz. Lo hizo sin estridencias, pero con firmeza en las páginas de este diario.
Dijo que sentía tristeza. Que lo firmado estaba “en el freezer (congelador)”. Que se estaba traicionando no solo a las FARC que entregaron sus armas, sino al campesinado, a las víctimas, a todo un país que había empezado a imaginar un porvenir menos violento.
Lo dijo con su característico acento rioplatense, que en Colombia sonó durante años como una llamada de atención amistosa: “No se puede hacer paz con el alma llena de odio. Eso no es paz. Eso es tregua, y las treguas se rompen. La paz es otra cosa”.
Pepe y Petro, dos exguerrilleros expresidentes
Desde la campaña, hasta su llegada a la presidencia, Mujica expresó su apoyo al presidente Gustavo Petro, alentándolo a perseverar en la búsqueda de la paz, incluso frente a la incomprensión de algunos sectores de la población.
“La prosperidad verdadera debe incluir, no excluir y Colombia tiene las condiciones, pero tiene que transformar las heridas en cicatrices y aprender a andar en paz. Ese es el lujo más grande y, si Petro logra eso, será monumental para la historia de Colombia. Pero no es fácil. Hay muchas heridas, queremos saber la justicia, la verdad, pero ya sabemos las atrocidades que hicieron de un lado y del otro. Si nos ponemos a cobrar milimétricamente no salimos nunca más”, dijo Mujica a este diario apenas unos meses después de que Gustavo Petro fuera elegio como presidente.
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En 2022, cuando Gustavo Petro se convirtió en el primer presidente de izquierda en la historia republicana de Colombia, Mujica fue uno de los primeros en celebrar públicamente el resultado. “Ahí está la esperanza”, declaró. En una breve pero sentida intervención en video, llamó a los colombianos a cuidar ese momento como se cuida una flor recién sembrada. “A los que tienen miedo: no tengan miedo. Porque si no se animan a cambiar, siempre estarán donde están”, dijo.
La relación entre Petro y Mujica fue más allá de la política. Era una conexión entre dos hombres que conocían de cerca el precio del exilio, de la cárcel, de la lucha sin garantías. Petro, en su primer discurso tras ganar la presidencia, nombró a Mujica como uno de sus referentes éticos. Y Mujica, sin buscar protagonismo, lo acompañó en los meses siguientes con su consejo, con su apoyo y con su crítica serena.
En ese encuentro, Mujica insistió en que la paz en Colombia era un asunto latinoamericano. Que si Colombia lograba consolidarla, sería una lección para el continente entero. “Una Colombia en paz sería una bendición para América Latina”, escribió en una carta pública. “Y sería también una prueba de que es posible cambiar sin matarnos. Cambiar con política, no con pólvora”.
Su visión y consejos fueron especialmente relevantes durante los desafíos en la implementación del Acuerdo de Paz, ofreciendo una perspectiva externa pero profundamente empática con la realidad colombiana.
En diciembre de 2024, justamente como reconocimiento a su labor en pro de la paz, el presidente Petro le otorgó la Orden de Boyacá en el Grado de Gran Cruz Extraordinaria. Durante la ceremonia, Mujica reiteró su afecto por Colombia y su esperanza en el potencial del país para superar las divisiones y construir un futuro más justo.
Unos meses antes, el 3 de julio de ese año, representantes del partido Comunes y el expresidente Ernesto Samper también le hicieron un homenaje y lo visitaron en su chacra (finca) en Montevideo para entregarle un reconocimiento por su labor como garante del Acuerdo de Paz. Este reconocimiento destacó su papel en la promoción de la paz y la reconciliación en el país.
En sus últimas apariciones públicas, ya con su salud quebrantada, seguía hablando de Colombia. No como una obsesión, sino como una responsabilidad ética.
Mujica sabía que lo que pasara con ese proceso de paz iba a ser observado por guerrillas, por comunidades olvidadas, por sectores democráticos que seguían apostando a la vía institucional. Por eso, cada vez que podía, enviaba mensajes a los líderes colombianos: a Petro, al Congreso, a las organizaciones sociales. Nunca como quien da órdenes, sino como quien ha visto demasiado para quedarse callado.
La última vez que envío un mensaje a Petro fue en marzo pasado y también sobre el tema de paz. “Querido Petro, te está tocando bailar con la más fea. No te canses de luchar por la paz, porque tantos años de lucha y guerra, también han generado una cultura de gente que aprende a vivir en la guerra y que no cree que haya otra posibilidad”, le dijo entonces.
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Y aunque nunca fue un protagonista del proceso colombiano —no escribió puntos del acuerdo, no fue negociador, no empuñó pluma ni firmó nada en La Habana—, Mujica fue un testigo necesario. Su mirada desde fuera sirvió para mantener encendida la llama de la esperanza cuando todo parecía volverse ceniza.
Hoy, con su muerte, se cierra también un capítulo ético de la política latinoamericana. Mujica no fue infalible, ni pretendió serlo. Pero supo habitar la política sin corromperse, supo ejercer el poder sin perder la ternura, supo envejecer sin amargura. Y en Colombia, eso no se olvida. Porque aquí también hay quienes aprendieron de él que la paz no es solo un derecho: es una tarea. Una tarea pendiente.
