"Paisajes inadvertidos": volver a vivir en la palabra

Este libro, del Centro de Memoria y Paz y Reconciliación de la alcaldía de Bogotá, compila el testimonio de cuatro familias que sufrieron la guerra en Bogotá. Es también una reflexión sobre la relación entre escritura e imagen, y es de distribución gratuita.

María Paula Lizarazo Cañón
23 de septiembre de 2019 - 02:00 a. m.
Nydia Bautista, perteneciente a una de las familias que narran en “Paisajes inadvertidos”, y su hijo Erick Arellana. / Cortesía:  Centro de Memoria, Paz y Reconciliación
Nydia Bautista, perteneciente a una de las familias que narran en “Paisajes inadvertidos”, y su hijo Erick Arellana. / Cortesía: Centro de Memoria, Paz y Reconciliación

En el marco de una guerra puede entablarse un paralelo entre el cuerpo humano y el territorio sobre los cuales se dan disputas. Las cicatrices sobre la piel y las rupturas de la tierra son el rastro de algo ocurrido, de que algo ardió, de que el dolor se sostuvo de la vida no tan ligeramente como dos moscas que se atraviesan en el paso de un caminante, sino como rocas que caen a un lago desde lo alto, fuertes y sin mesura, y se incrustan en el agua, quizás desviando su curso, arrinconándola, limitándola, fragmentando su quietud hasta lo más hondo y escondido de su paz.

Paisajes inadvertidos es la compilación de historias de los alcances de la guerra en Bogotá, entre el centro y las montañas. Es el ordenamiento narrativo de una serie de testimonios que se recogieron mediante entrevistas, encuentros y trabajo de archivo, sobre distintos casos de violencia que padecieron cuatro familias que viven en Bogotá. El asesinato selectivo, la desaparición forzada, el reclutamiento y el secuestro hacen parte de estos testimonios, lo que permite describir la complejidad y heterogeneidad de lo que es una guerra, pues narrarlo implica incluir también a todos los actores que han perpetuado este conflicto: la fuerza pública, los grupos paramilitares y las guerrillas. Leopoldo Romero cuenta la muerte de su hijo, que murió por una bala del Ejército, y la historia de su hija, que fue reclutada por las Farc. “Una vaina es relatar y otra vaina es haber vivido”, dice. También se cuenta la historia de Nydia Érika Bautista, desaparecida en 1987 por militar en el M-19 —¿acaso eso justifica un crimen de Estado?—. Su hijo Erick Arellana, poeta, ha reconstruido su memoria a través de las palabras. Está la historia de Mario Calderón y Elsa Alvarado, asesinados por paramilitares el 19 de mayo de 1996 a causa de su trabajo como investigadores y defensores de derechos humanos. Este fue el primer crimen que se cree cometieron grupos paramilitares en Bogotá. Y se cuenta también la historia del empresario Luis Fernando Gallo, quien fue secuestrado por las Farc.

(Escuche: Violencia sexual: un crimen que también sufren las mujeres desaparecidas)

El proyecto estuvo antecedido por la exposición permanente Recordar: volver a pasar por el corazón, del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, que propone un recorrido sensorial a través de rostros, objetos y relatos que dan cuenta de algunas experiencias de guerra. Así, Paisajes inadvertidos es una profundización de algunas de esas historias y de las distintas miradas que pueden conformarse sobre la ciudad, sus dinámicas y su relación con el conflicto armado del país. Cada historia, cada persona, cada versión de un mismo suceso, cada regreso al pasado y cada asomo a la imaginación que conforman estas narrativas demarcan un contragolpe a esa memoria histórica que envuelve una visión de violencia como una violencia única, como una violencia que afecta del mismo modo a todos los sectores de las diferentes poblaciones, como una violencia atemporal y definida.

En un poema, Cristina Peri Rossi declara: “cuando una palabra escrita / en el margen en la página en la pared / sirve para aliviar el dolor de un torturado, / la literatura tiene sentido”. Quizás el para qué de narrar las memorias en torno a hechos tan atroces, desde las perspectivas elegidas y alteradas por cada enunciador, es esencialmente permitir un duelo o una reparación, resignificando traumas a través de la formación de una suerte de discurso estético de quien rememora, de quien reconstruye y forma una ficción, un relato, una recreación.

Los testimonios narrados en este libro suscitan y sugieren algunas preguntas en torno al lugar de la escritura en medio de décadas de violencia. En primer lugar, si en el marco de un conflicto armado y el intento de un posconflicto, el acto de la memoria es un deber o un derecho y conforme a esto de qué manera deben proceder las entidades estatales en el proceso de resignificación que hacen las víctimas: cuál es el límite entre el entrevistado y el entrevistador, entre el que narra y el que ordena, entre el que es elegido para hablar, por un lado, todas las voces que quedan por fuera, que no tienen el espacio para narrar y, por el otro, todas las voces que pueden ser o identificarse con dichos relatos.

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Aquello que cuentan quienes padecen el horror revela los enlaces que hay entre lo que vendría siendo la historia pública y la historia personal. Cómo lo que normalmente se considera político o ideológico afecta el devenir cotidiano de las personas, su rumbo y su estabilidad. Hechos como el Bogotazo o el entablar una guerra, el disputar un territorio, el perseguir a un sector de la población, el apuntarle a cierta estrategia militar, entre otros factores, transgreden y desvían desde el orden espacial de los territorios hasta el sedentarismo de los cuerpos humanos que devienen errantes, desplazados, y tras la errancia, heridos o desaparecidos, e incluso despojados. Despojados en las dos acepciones de la palabra: privados de lo que se posee, de sí mismos y de su historia propia, y como el botín de victoria que se atribuyen los ejércitos.

Por asociaciones y yuxtaposiciones de palabras, escenas y relatos, de discursos radiales y notas de prensa, estos testimonios vueltos memorias nos hacen testigos y cómplices de los horrores ocurridos, del dolor y el señalamiento victimizante. Pero también nos llevan a ser parte de la resistencia y la reparación que la palabra, la re-creación —y la interpretación de ellas por parte del lector— consuman. Las narraciones de cómo se ha acomodado la vida tras el paso de la guerra se inserta en la tercera parte del libro, luego de que se incluyan ideas de lo colectivo como perseguidor de la esperanza: fotografías de grafitis, paisajes bogotanos, cuerpos pintados, citas de textos literarios y cartas a desaparecidos son la semilla que ratifica que lo público sí afecta lo personal, que está en manos de los transeúntes transformar las huellas que han pisado la calle con sangre en rutas hacia la comprensión y la reconciliación.

Estas historias de tragedia y unión, de fortaleza y creación, susurran que la escritura es asumir esa posibilidad de transformación conjunta, que es una opción distinta ante aquel tiempo en forma de espiral que se sume a las violencias. La escritura como el puente hacia un duelo colectivo. La escritura como una caricia que repara y construye.

Y el paisaje como símbolo de lo silencioso, de la reflexión, como un lienzo que requiere de un observador crítico que se pregunte por aquello que la imagen alude, por aquello que supuestamente no está ni aparece en lo que las márgenes —o las voces— alcanzan a tener en cuenta.

Por María Paula Lizarazo Cañón

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