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En una esquina de la plaza Olaya Herrera del municipio San Juan Nepomuceno (Bolívar) hay una estatua de un campesino, con su mejor muda de ropa, montado en un burro. En la base de la escultura hay 13 nombres: 12 pertenecen a víctimas de la masacre de Las Brisas, perpetrada el 11 de marzo del 2000, y uno es el de un exjefe paramilitar: Edward Cobos Téllez.
La instalación de la escultura se efectuó el 28 de octubre de 2013, pero a ese hecho lo antecedió un largo proceso de reconciliación. Arturo Zea, que entre 2003 y 2008 fue defensor del Pueblo de Bolívar, visitaba la comunidad de El Salado y la cárcel de Ternera. Al primer lugar iba por un mandato defensorial, a revisar la situación de derechos humanos de la comunidad que había sido víctima de dos masacres. A la cárcel iba a inspeccionar la situación de los reclusos.
Por un lado, Zea veía una profunda desconfianza en la negociación entre las Autodefensas Unidas de Colombia y el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. “Todavía dormían con los bombillos encendidos”, cuenta. Los pobladores decían que los paramilitares no entregarían las armas. Por el otro, dialogaba con paramilitares presos exhaustos de la guerra. Eugenio Reyes, conocido como Geño, le planteó hacer un proceso de reconciliación con quienes fueron sus víctimas.
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Rafael Posso es líder de las víctimas de la masacre de Las Brisas.
Mientras eso pasaba, Rafael Posso, quien perdió a dos hermanos de crianza y un tío en la masacre de Las Brisas, sólo pensaba en la manera de vengarse. Días después de la masacre supo que una de las personas que habían impulsado a los paramilitares a perpetrar la matanza era un extrabajador de su tío Joaquín. “Yo no dormía ni comía tranquilo pensando cómo matarlo”, recuerda.
Zea fue nombrado en 2009 director regional de la Comisión Nacional de Reparación. Al leer los documentos de la institución se percató de que una de las líneas de acción era la reconciliación. En ese momento se decidió a darle forma a la idea que Eugenio Reyes le había comentado. El mismo año empezó el trabajo con la comunidad de Mampuján, que había sufrido un desplazamiento forzado días antes de la masacre de Las Brisas. “Era una época de mucha estigmatización, de pocas libertades. A las cinco de la tarde no se podía transitar por los Montes de María”, dice Zea.
Había tres condiciones para que las personas pudieran hacer parte de la iniciativa: que rechazaran el uso de la violencia para resolver conflictos, que se construyera confianza y que se promovieran espacios democráticos en la región. “No era una cosa cosmética, de una foto. Si la reconciliación se daba de manera tan superficial y rosa, no cumplía su función”, puntualiza Zea.
Posso empezó a ser líder de víctimas de Las Brisas debido a varios problemas que vio en el reconocimiento de lo que había pasado. Por ejemplo, vio cómo los exjefes paramilitares Úber Banquez y Edwar Cobos Téllez afirmaban que en ningún momento torturaron a las víctimas. Sin embargo, Posso sabía que los paramilitares hicieron que un perro se comiera el rostro de Wilfrido Mercado mientras estaba vivo.
El odio de Posso se empezó a amilanar el día que vio a su suegra, viuda de su tío Joaquín, darle la mano a Edwar Cobos Téllez en el pasillo de unos juzgados y decirle que lo perdonaba. Además, el líder tomó como una señal de alerta que su hijo, en ese entonces de ocho años, le dijo que quería matar a puños a quienes habían asesinado a su abuelo y a sus tíos.
Sin saber que Posso había vivido esos hechos, Arturo Zea le propuso hacer parte de las mesas de reconciliación. El líder aceptó. Su primer encuentro con los victimarios se dio en la cárcel Modelo de Barranquilla. Llegó a una mesa de reconciliación y se sorprendió. “No sentí odio”, cuenta. “Yo me paré y le dije a alias 120 o el Gordo que lo perdonaba. No solamente le di la mano, también le di un abrazo”, dice Posso, y recuerda que hasta ese momento el exparamilitar de nombre Sergio Manuel Córdoba Ávila había negado su participación en la masacre.
“Desde ese día el deseo de venganza murió. Volví a nacer”, dice Posso. Además se tomó una foto con los victimarios y se la llevó a su hijo. Le dijo: “Estas son las personas que le hicieron daño a tu familia, pero nosotros podemos solucionar las cosas hablando, no odiando”.
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La estatua que está en la plaza Olaya Herrera de San Juan Nepomuceno fue diseñada por Posso y financiada por Edwar Cobos Téllez, excomandante del bloque Montes de María. En ese proceso, Zea invirtió más de dos años. Iba a la cárcel a hablar con el exjefe paramilitar, luego iba a San Juan a llevar y traer razones. “Sentí que llegó el momento de romper el ciclo del odio, y lo logramos”, concluye Rafa, a escasos metros de la escultura.
Perdonar lo imperdonable
A Tomasita Vidal le cambió la vida el 11 de junio de 2001. Vivía en San Antonio, corregimiento de San Onofre (Sucre). Durante varios años vio cómo los paramilitares se adueñaron del lugar. Incluso a ella le tocaba atenderlos en la tienda que tenía, en la cual vendía enseres y cigarrillos. Ese mes, uno de los paramilitares la violó. Salió de su tierra hacia Cartagena, en donde se encerró en un cuarto con el rostro tapado para que nadie la reconociera.
A Tomasita le tocó encargarse sola de la crianza de sus ocho hijos. Producto de la violación se volvió agresiva. “Yo hasta cogía machete para pegarle a mis hijas”, dice. Así duró varios años hasta que llegó a las mesas de reconciliación.
Confrontó a los paramilitares. Les dijo que habían matado a muchas personas de San Antonio y ellos no lo negaron. También les dijo que abusaron sexualmente de unas 10 mujeres en el mismo corregimiento. Úber Banquez lo negó; dijo que ellos no violaban. Sin embargo, la insistencia de Tomasita terminó con el reconocimiento de los crímenes sexuales que cometieron.
“Luis De la Hoz, conocido como Gafitas, lloraba al mismo tiempo que yo y contaba que en ese momento su mujer estaba embarazada. Decía que no quería que a su mujer o a su niña que podía estar esperando les sucediera lo que a muchas mujeres ellos le hicieron”, dice Tomasita.
“Los perdoné para descansar”, afirma. Ha sido tal el perdón de Tomasita que un día se enteró de que una de sus hijas tenía como novio a un desmovilizado de las Auc. “El muchacho más bueno a mi hija no le ha podido salir. Llevan cuatro años, tienen dos niñas y un niño. Yo lo ayudé y le dieron un capital semilla”, cuenta.
Tomasita, al igual que Posso, se convirtió en líder. Hoy es representante en la mesa regional de las víctimas de violencia sexual, donde recoge denuncias de casos como el suyo en todo el país.
Lecciones
“La gente viene creyendo que fueron unos salvadores, que hicieron una vaina bonita y que el otro era el malo”, asegura Zea. Se refiere a que recién se dan procesos de dejación de armas, los exintegrantes de los grupos armados tienden a minimizar o justificar los hechos que se dieron en el transcurso de la guerra.
El país lo ha visto con la experiencia reciente de las Farc. Por ejemplo, el exjefe insurgente Luciano Marín, o Iván Márquez, afirmó que la guerrilla solamente tenía a 13 menores de edad en sus filas. Sin embargo, han entregado de 132 y la ONU asegura que no los han desvinculado a todos.
“A la institucionalidad le resulta difícil hacer procesos de reconciliación porque demandan tiempo y el Gobierno siempre anda corriendo. No le puedes decir a una persona que le das 24 horas para que perdone”, enfatiza Zea.
Otra de las condiciones para que se dé la reconciliación la expone Tomasita. Dice que hace poco se encontró a Úber Banquez en la Fiscalía y le extrañó ver que él tenía protección del Estado y ella no. “Nosotras estamos impulsando a más mujeres para que hablen. Nuestras vidas también están expuestas”, afirma.
“Es eterna la memoria, sagrada la vida y divino el perdón”, dice una placa en la estatua de San Juan Nepomuceno. Posso explica la frase: “Perdonamos, pero no olvidamos. Sólo Dios nos puede quitar la vida. Es divino el perdón, porque cuando perdonas te das cuenta de que el bien no se lo haces a nadie más que a ti”.