Era la primera vez que Deimar Valencia visitaba Bogotá. Llevaba toda la semana con mucho frío, pero no pensaba en devolverse al calor sofocante y húmedo de Quibdó (Chocó). Su cabeza estaba enfocada en tocar, en su viola, las canciones “tan difíciles” que había estado ensayando durante cuatro meses y, de manera intensiva, durante los últimos siete días. Deimar pensaba en lo que sentiría tocar en un auditorio tan grande. Era su primer gran concierto.
Tocar todo el día no fue un reto para él, porque eso es lo que hace en su casa. Va a estudiar en las mañanas, en las tardes y en la noche va a ensayar la viola, y cada vez que tiene un momento libre, toca la marimba, el bombo, el cununo y otros instrumento de su cultura negra. Pero sí significó un reto tocar La italiana en Argel, de Rossini; ocho piezas de Anatoli Liadov; y la Sinfonía No. 31 “París”, de Mozart.
Las había practicado mucho, pero fueron más sencillas cuando, durante su estadía en Bogotá, músicos “bien tesos” lo instruyeron todo el día. Deimar estaba en medio de la residencia artística previa al concierto de Talentos Batuta, un programa de la Fundación Nacional Batuta que acoge a los estudiantes más avanzados en Puerto Asís (Putumayo), Villa del Rosario (Norte de Santander) y Quibdó (Chocó) para acompañarlos en la formación musical de alto nivel y, además, apoyarlos financieramente para continuar con su formación musical profesional.
Los 24 Talentos Batuta son niños y niñas que no imaginan su futuro sin la música y que ha sido así desde que empezaron a tocar, pues todos llevan más de cuatro años de trabajo con la Fundación Batuta. Deimar, por ejemplo, lleva ocho, y no se imagina un día sin tocar un instrumento.
Ese fue el panorama que encontró Alba Rosa Ballesteros, violinista y profesora de cuerda alta en Quibdó. “Me encontré mucho talento, fue muy grato encontrarme a unos chicos que estaban tocando muchísimo. A pesar de que no tenían profe hacía algunos meses, tenían mucho nivel”. Pero además, ella rescata que los niños se enfoquen solo en la música, sino en el trabajo en equipo, la solidaridad y la responsabilidad. Este último valor fue precisamente uno de los que se tuvieron en cuenta para escoger los talentos.
En el sur del país, Valeria de la Vega habla sobre la música con la misma pasión que sintió la profesora Ballesteros en Quibdó. Valeria también toca la viola, tiene 14 años y es de Puerto Asís. En su municipio no es habitual la música clásica, como no lo es en el país, pero Valeria desde muy pequeña se sintió atraída por los instrumentos de cuerdas. “Veía por televisión las orquestas y siempre había soñado estar en Bogotá tocando, pero no me imaginaba que lo iba a lograr tan pronto”, dijo en la mañana del concierto.
Quizás Valeria no se hubiera conocido con los niños y niñas de Quibdó y Villa del Rosario de no ser por la música y este programa. Para María Claudia Parias, directora de la Fundación Batuta, este es precisamente uno de los objetivos, lograr que oportunidades que antes no llegaban a estas regiones, ahora lleguen. “En estas ciudades no hay ofertas musicales ni artísticas permanentes, pero llegamos allá. Un niño de cualquier ciudad de Colombia debería poder elegir qué quiere ser cuando sea grande, pero muchas veces por las condiciones de vulnerabilidad social no tienen ese derecho. Nosotros los que queremos con el programa es generar una ruta que se convierta en una manera de garantizar a estos jóvenes que han sido víctimas del conflicto armado, y que viven en condiciones de pobreza, el derecho a acceder a formación superior”, dice Parias.
Y para Valeria eso fue la música, sentir que podía lograrlo todo, pero también fue entender que era valiosa. Empezar a tocar y hacer nuevos amigos que compartían su pasión la ayudó a desestimar el matoneo que recibió en el colegio. Ahora, cuando es como una segunda profesora para los niños de Puerto Asís, cree que debe ser un ejemplo.
Su municipio fue gravemente afectado por el conflicto armado, especialmente porque este puerto fue base de los paramilitares en la década de los 2000. Las personas vivían bajo el total dominio de este grupo armado y no había forma de denunciar. De hecho, en 2002 se registró el número de víctimas más alto de la historia del municipio: fueron casi 6.000.
En esta época las mujeres también fueron victimizadas, pero resistieron. Por eso para Valeria, a pesar de que era solo un bebé cuando el Putumayo vivía la guerra, es un orgullo representar a las mujeres de su departamento. Lo dice claro, habla del machismo que todavía hay en muchos niños, pero dice que eso no la detiene ni alcanza a afectarla. A ella la música la hizo crecer.
A Hadaza Bautista, de 15 años, la música también la transformó. Ella vive en Villa del Rosario, tiene siete hermanos y en su barrio ha visto la violencia, pero la normalizó. Dice que empezar en la música fue muy gratificante, porque no se quedó en el miedo y entendió que cantar o tocar un instrumento era “mejor que tener drogas o un arma”.
Empezó en el coro, porque en la sede de Batuta de sus municipio todavía no existía la parte sinfónica, no había instrumentos. Cuatro años después llegaron y ella se enamoró del violín. Para ella lo más lindo de todo el proceso fue contar con el apoyo de su familia: “he visto el cambio de mis papás porque ellos eran sobreprotectores, no nos dejaban salir de la casa y únicamente cantábamos a Dios, porque yo soy cristiana. También, como somos ocho hermanos, mi papá era muy agresivo con los primeros cuatro, pero desde que ingresamos a Batuta mi papá ha cambiado muchísimo. Él disfruta vernos tocando el violín, cantando, todo lo que hacemos”.
Los cuatro hermanos menores, entre esos Hadaza, están recibiendo formación musical en Batuta. Tres niñas y un niño que están entre los 18 y los 11 años no le sirven a la guerra sino al arte. Deimar, a diferencia de algunos compañeros de su edad, no se metió en una pandilla, un gran problema que sufre Quibdó, porque sabe que no es bueno y porque no tiene tiempo, se la pasa tocando todo el día. Valeria hace lo mismo, practica diariamente y es una segunda profesora.
Por eso el día del concierto sus manos estaban llenas de disciplina, pasión y felicidad. Por primera vez tocaban en un auditorio grande, fue en el Fabio Lozano de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Ese día, vestidos de negro, impecables, sentían venir sus futuros en la música, porque no se ven de otra manera. La vida entre instrumentos, dictando clases, tocando en grandes escenarios y viajando a otros países es la que sueñan. Bogotá fue la primera parada, ahora sus sueños se ampliaron al mundo entero.